El timo de la islamofobia o el cuento del ladrón que cree a todos de su misma condición
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El timo de la islamofobia o el cuento del ladrón que cree a todos de su misma condición
Periódicos, telediarios, tertulias de radio: todos los medios de comunicación dedicaron grandes espacios al caso de la joven marroquí a quien su instituto de Madrid no permitía acudir a clase tocada con el hiyab, el velo que imponen a las mujeres las costumbres islámicas. El centro de senseñanza al final tuvo que dar marcha atrás y la muchacha exhibía exultante su victoria retornando al centro en medio de un enjambre de micrófonos y fotógrafos.
Al mismo tiempo, con mucha más lentitud y con muchísimo menos ruido mediático, el Gobierno de Marruecos deportaba a más de 80 personas, sin juicio de ninguna clase, acusadas del delito (allí lo es) de proselitismo cristiano. Les echaron del país sin contemplaciones. Más de 80 protestantes de varias nacionalidades y un monje franciscano.
¿El motivo, al menos el oficial? No ya tratar de convertir a otros sino, sencillamente, no esconder la propia fe o hablar de ella con los naturales del país. Y es que en Marruecos, como en la mayoría de los países de confesión musulmana, se considera no ya pecado, sino delito, que suenen las campanas de una iglesia o que un infiel hable de religión con cualquier marroquí (o con cualquier musulmán), aunque sea éste quien saque la conversación. La mera presencia de no musulmanes es tolerada, pero en ningún caso se les consiente que hagan ostentación pública de sus creencias. Lo prohíbe el Corán. Punto.
Un vistazo a los acontecimientos de los últimos meses dejaría forzosamente atónito a cualquier persona que no supiese nada de todo esto y que se enterase de pronto, como si llegara de Marte.
Ahora mismo, los Parlamentos de Francia y sobre todo de Bélgica preparan leyes que pronto impedirán que las mujeres vistan en cualquier lugar público (y eso incluye la calle) el burka y el niqab, que ocultan completamente el cuerpo de la mujer de pies a cabeza (el niqab, negro, deja ver sólo los ojos). ¿Razones? Que es humillante y discriminatorio para la mujer, insalubre y peligroso para la seguridad, ya que debajo de un burka puede haber una mujer… o un delincuente de sexo masculino. Ya ha habido robos por ese método en Gran Bretaña, Canadá, Bosnia, EEUU e India. De hecho -y no es más que una anécdota-, en Kenia hay prostitutas callejeras que suelen utilizar el buibui, prenda que deja a la vista apenas unos centímetros más de rostro que el niqab, para burlar a la Policía
Al mismo tiempo, con mucha más lentitud y con muchísimo menos ruido mediático, el Gobierno de Marruecos deportaba a más de 80 personas, sin juicio de ninguna clase, acusadas del delito (allí lo es) de proselitismo cristiano. Les echaron del país sin contemplaciones. Más de 80 protestantes de varias nacionalidades y un monje franciscano.
¿El motivo, al menos el oficial? No ya tratar de convertir a otros sino, sencillamente, no esconder la propia fe o hablar de ella con los naturales del país. Y es que en Marruecos, como en la mayoría de los países de confesión musulmana, se considera no ya pecado, sino delito, que suenen las campanas de una iglesia o que un infiel hable de religión con cualquier marroquí (o con cualquier musulmán), aunque sea éste quien saque la conversación. La mera presencia de no musulmanes es tolerada, pero en ningún caso se les consiente que hagan ostentación pública de sus creencias. Lo prohíbe el Corán. Punto.
Un vistazo a los acontecimientos de los últimos meses dejaría forzosamente atónito a cualquier persona que no supiese nada de todo esto y que se enterase de pronto, como si llegara de Marte.
Ahora mismo, los Parlamentos de Francia y sobre todo de Bélgica preparan leyes que pronto impedirán que las mujeres vistan en cualquier lugar público (y eso incluye la calle) el burka y el niqab, que ocultan completamente el cuerpo de la mujer de pies a cabeza (el niqab, negro, deja ver sólo los ojos). ¿Razones? Que es humillante y discriminatorio para la mujer, insalubre y peligroso para la seguridad, ya que debajo de un burka puede haber una mujer… o un delincuente de sexo masculino. Ya ha habido robos por ese método en Gran Bretaña, Canadá, Bosnia, EEUU e India. De hecho -y no es más que una anécdota-, en Kenia hay prostitutas callejeras que suelen utilizar el buibui, prenda que deja a la vista apenas unos centímetros más de rostro que el niqab, para burlar a la Policía
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Todo es islamofobia
¿Reacciones de las comunidades islámicas? Las mismas que ha habido en España con el caso de la niña del velo: todo es islamofobia, una campaña de ultraderechistas intolerantes contra el islam y, lo que es más curioso, una conculcación de derechos de las mujeres que quieren llevar esas prendas.
Hay que recordar que el hiyab, o pañuelo que cubre sólo el cabello, no es sino la más liviana de las numerosas prendas que, en los países musulmanes, se usan para ocultar el rostro o el cuerpo de las mujeres. Esto es algo que el Corán no ordena explícitamente (sí ordena agredirlas, por ejemplo: “A aquellas de las que teméis sus extravíos, amonestadlas y rehuidlas en el lecho, y golpeadlas”: sura IV, aleya 38), pero es la tradición islámica la que prescribe los diversos tipos de velo. Eso tiene su origen evidente en la pretensión de los hombres de que las mujeres no muestren su belleza y puedan así provocar la pasión de otro.
Los ropajes que ocultan o disimulan el cuerpo o el rostro proceden, pues, del sentimiento de propiedad del hombre sobre la mujer; algo que los defensores del islam reinterpretan diciendo que su religión mira a la mujer “como a una joya” y que todas esas prendas se han inventado para “protegerla de ojos lujuriosos”. Sigue sin disimularse la voluntad de quien se cree propietario.
Cabe preguntarse qué pensaría Najwa Malha si supiese cuál es el verdadero origen del tan controvertido velo que ella se empeña en llevar (si es que, en realidad, es ella la que se empeña) como curiosísimo símbolo de su libertad.
Pero eso es igual. En España, 37 organizaciones islámicas se han puesto de acuerdo para defender el derecho de las niñas y mujeres a ponerse el pañuelo, los imanes de numerosas mezquitas de todo el país dedican la oración del viernes a clamar contra la intolerable agresión y la Federación Musulmana de España amenaza con acudir al Tribunal Constitucional.
Dicho de otro modo: a numerosos musulmanes les pareció lo más natural del mundo que, a raíz de unos dibujos del profeta Mahoma publicados en el periódico danés Jyllands Posten, y tras una instigación perfectamente organizada que duró varios meses -lo ha demostrado el filósofo Christopher Hitchens-, los islamistas indignados quemaran las embajadas de Dinamarca en medio mundo y se produjesen decenas de muertos en las calles. Pero prohibir el burka y el niqab en Occidente es inadmisible porque atenta, léase bien esto, contra los derechos de las mujeres. Y no es tan difícil encontrar a quien, si habla con sinceridad, incluye entre esos derechos o tradiciones culturales la ablación del clítoris a las niñas.
La pregunta es: ¿cómo se trata a los cristianos en los países gobernados por la ley islámica? Mejor dicho: ¿cómo se trata a los no musulmanes? Porque el error, muchas veces interesado, consiste en convertir el problema en una guerra de moros y cristianos. No es así. El islam no discrimina a los cristianos -católicos, protestantes o de cualquier otro grupo- de los judíos, budistas, baha’i o de otra religión, sea la que sea. Ni siquiera trata de forma muy diferente a los ateos, aunque con estos hay anécdotas curiosas.
Cuando, en noviembre de 2009, los suizos votaron en referéndum que no se permitiría la construcción de más minaretes en mezquitas (esa opción ganó por el 57,5% de los votos), las comunidades islámicas reaccionaron como es costumbre: clamores de islamofobia, de discriminación y de conculcación de derechos. Nada que ver con la realidad. Como dice Jacques Schnieper, editor y diseñador gráfico suizo que vive en España: “Lo que se prohibió fue la construcción de más minaretes, no de más mezquitas. Esas se pueden seguir construyendo sin problemas.
Y no se trataba de religión, aunque algunos lo hayan planteado así: se trataba de estética, porque la gente pensó que en los pueblos de los Alpes no quedaban bien más minaretes, que ya hay unos cuantos. Aunque admito que algo hubo de sentimiento de reciprocidad: si en tu país no me dejas construir templos de mi religión, yo en el mío no te dejo construir minaretes. Algo así pensó la gente”.
Hay que recordar que el hiyab, o pañuelo que cubre sólo el cabello, no es sino la más liviana de las numerosas prendas que, en los países musulmanes, se usan para ocultar el rostro o el cuerpo de las mujeres. Esto es algo que el Corán no ordena explícitamente (sí ordena agredirlas, por ejemplo: “A aquellas de las que teméis sus extravíos, amonestadlas y rehuidlas en el lecho, y golpeadlas”: sura IV, aleya 38), pero es la tradición islámica la que prescribe los diversos tipos de velo. Eso tiene su origen evidente en la pretensión de los hombres de que las mujeres no muestren su belleza y puedan así provocar la pasión de otro.
Los ropajes que ocultan o disimulan el cuerpo o el rostro proceden, pues, del sentimiento de propiedad del hombre sobre la mujer; algo que los defensores del islam reinterpretan diciendo que su religión mira a la mujer “como a una joya” y que todas esas prendas se han inventado para “protegerla de ojos lujuriosos”. Sigue sin disimularse la voluntad de quien se cree propietario.
Cabe preguntarse qué pensaría Najwa Malha si supiese cuál es el verdadero origen del tan controvertido velo que ella se empeña en llevar (si es que, en realidad, es ella la que se empeña) como curiosísimo símbolo de su libertad.
Pero eso es igual. En España, 37 organizaciones islámicas se han puesto de acuerdo para defender el derecho de las niñas y mujeres a ponerse el pañuelo, los imanes de numerosas mezquitas de todo el país dedican la oración del viernes a clamar contra la intolerable agresión y la Federación Musulmana de España amenaza con acudir al Tribunal Constitucional.
Dicho de otro modo: a numerosos musulmanes les pareció lo más natural del mundo que, a raíz de unos dibujos del profeta Mahoma publicados en el periódico danés Jyllands Posten, y tras una instigación perfectamente organizada que duró varios meses -lo ha demostrado el filósofo Christopher Hitchens-, los islamistas indignados quemaran las embajadas de Dinamarca en medio mundo y se produjesen decenas de muertos en las calles. Pero prohibir el burka y el niqab en Occidente es inadmisible porque atenta, léase bien esto, contra los derechos de las mujeres. Y no es tan difícil encontrar a quien, si habla con sinceridad, incluye entre esos derechos o tradiciones culturales la ablación del clítoris a las niñas.
La pregunta es: ¿cómo se trata a los cristianos en los países gobernados por la ley islámica? Mejor dicho: ¿cómo se trata a los no musulmanes? Porque el error, muchas veces interesado, consiste en convertir el problema en una guerra de moros y cristianos. No es así. El islam no discrimina a los cristianos -católicos, protestantes o de cualquier otro grupo- de los judíos, budistas, baha’i o de otra religión, sea la que sea. Ni siquiera trata de forma muy diferente a los ateos, aunque con estos hay anécdotas curiosas.
Cuando, en noviembre de 2009, los suizos votaron en referéndum que no se permitiría la construcción de más minaretes en mezquitas (esa opción ganó por el 57,5% de los votos), las comunidades islámicas reaccionaron como es costumbre: clamores de islamofobia, de discriminación y de conculcación de derechos. Nada que ver con la realidad. Como dice Jacques Schnieper, editor y diseñador gráfico suizo que vive en España: “Lo que se prohibió fue la construcción de más minaretes, no de más mezquitas. Esas se pueden seguir construyendo sin problemas.
Y no se trataba de religión, aunque algunos lo hayan planteado así: se trataba de estética, porque la gente pensó que en los pueblos de los Alpes no quedaban bien más minaretes, que ya hay unos cuantos. Aunque admito que algo hubo de sentimiento de reciprocidad: si en tu país no me dejas construir templos de mi religión, yo en el mío no te dejo construir minaretes. Algo así pensó la gente”.
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Perseguidos
Porque eso es exactamente lo que sucede. Es prácticamente imposible construir templos de cualquier religión en los países islámicos, y eso va desde el Atlántico a Indonesia. La razón es la misma que provocó la reciente deportación de los extranjeros en Marruecos: se considera proselitismo, y eso, en lugares donde la ley religiosa es prácticamente indistinguible de la ley civil, es delito. Los templos que hay ya edificados son, en el mejor de los casos, sólo para extranjeros.
Cualquier musulmán al que se vea entrando en una iglesia tendrá serios problemas.
El clero de las confesiones no musulmanas obrará con mucha prudencia si, en esos países, no se viste con las ropas propias de su condición y, desde luego, si no habla de Dios con nadie. Mientras ilustres articulistas españoles hablan de “tremendismo” para referirse a la actitud de los institutos para Najwa Malha y su pañuelo, muy pocos parecen enterarse de que fanáticos musulmanes asesinaron a cinco cristianos coptos en la localidad egipcia de Naya Hamadi, tras la celebración de la pasada Navidad, y los coptos son el 10% de la población del país.
Que en Paquistán, país islámico cuyos problemas con los talibanes son bien conocidos, aumenta la libertad de la caza al cristiano: ocho muertos en septiembre pasado, en una aldea, porque alguien corrió la voz de que un cristiano había profanado el Corán. Que en Somalia han sido expulsados todos los clérigos cristianos y destruidos cementerios e iglesias de esa confesión.
Que en Irán, país de nacimiento de los baha’i (una religión de unos siete millones de seguidores que dice que Jehová, Jesús, Alá, Buda y el resto son todos el mismo Dios, que se ha manifestado en momentos diferentes) son encarcelados y muertos como cosa corriente. Que los talibanes afganos, financiados bajo cuerda por Arabia Saudí, no sólo dinamitaron los milenarios Budas de Bamiyán (siglo VI), protegidos por la Unesco, sino que persiguen con saña a los budistas.
Que, en la mayoría de los países islámicos, abandonar la fe musulmana, bien sea para convertirse a otra o para no adoptar ninguna, se condena con la pena de muerte (el Corán lo indica casi exactamente así), como bien sabe el ilustre y perseguido filósofo indio que se oculta bajo el seudónimo de Ibn Warraq, autor del libro Por qué no soy musulmán.
Que en Jordania, Irán o Egipto los ateos no existen: a la hora de obtener documentos como el carné de identidad, se les obliga a optar por una religión. Y a las figuras demasiado molestas se las encarcela, como el caso del novelista Alaa Hamad. Así parece casi una broma que, en países como Argelia, se mutilen las camisetas del Barça que se ponen a la venta: se elimina uno de los palos de la cruz de Sant Jordi. Es propaganda cristiana. Delito.
http://www.alertadigital.com/2011/10/26/el-timo-de-la-islamofobia-o-el-cuento-del-ladron-que-cree-a-todos-de-su-misma-condicion/
Cualquier musulmán al que se vea entrando en una iglesia tendrá serios problemas.
El clero de las confesiones no musulmanas obrará con mucha prudencia si, en esos países, no se viste con las ropas propias de su condición y, desde luego, si no habla de Dios con nadie. Mientras ilustres articulistas españoles hablan de “tremendismo” para referirse a la actitud de los institutos para Najwa Malha y su pañuelo, muy pocos parecen enterarse de que fanáticos musulmanes asesinaron a cinco cristianos coptos en la localidad egipcia de Naya Hamadi, tras la celebración de la pasada Navidad, y los coptos son el 10% de la población del país.
Que en Paquistán, país islámico cuyos problemas con los talibanes son bien conocidos, aumenta la libertad de la caza al cristiano: ocho muertos en septiembre pasado, en una aldea, porque alguien corrió la voz de que un cristiano había profanado el Corán. Que en Somalia han sido expulsados todos los clérigos cristianos y destruidos cementerios e iglesias de esa confesión.
Que en Irán, país de nacimiento de los baha’i (una religión de unos siete millones de seguidores que dice que Jehová, Jesús, Alá, Buda y el resto son todos el mismo Dios, que se ha manifestado en momentos diferentes) son encarcelados y muertos como cosa corriente. Que los talibanes afganos, financiados bajo cuerda por Arabia Saudí, no sólo dinamitaron los milenarios Budas de Bamiyán (siglo VI), protegidos por la Unesco, sino que persiguen con saña a los budistas.
Que, en la mayoría de los países islámicos, abandonar la fe musulmana, bien sea para convertirse a otra o para no adoptar ninguna, se condena con la pena de muerte (el Corán lo indica casi exactamente así), como bien sabe el ilustre y perseguido filósofo indio que se oculta bajo el seudónimo de Ibn Warraq, autor del libro Por qué no soy musulmán.
Que en Jordania, Irán o Egipto los ateos no existen: a la hora de obtener documentos como el carné de identidad, se les obliga a optar por una religión. Y a las figuras demasiado molestas se las encarcela, como el caso del novelista Alaa Hamad. Así parece casi una broma que, en países como Argelia, se mutilen las camisetas del Barça que se ponen a la venta: se elimina uno de los palos de la cruz de Sant Jordi. Es propaganda cristiana. Delito.
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