¿Es la inmigración un derecho?
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¿Es la inmigración un derecho?
Que la ONU haya impulsado un Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular no sorprenderá a muchos. La gran novedad es que un número creciente de países estén anunciando que no firmarán el acuerdo: rompió el fuego EE.UU., y han seguido Israel, Australia, Bulgaria, Austria… además del grupo de Visegrado en su totalidad (Hungría, Polonia, República Checa, Eslovaquia).
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Las ideas-fuerza del Pacto vienen a ser la inevitabilidad de las migraciones, su carácter benéfico y el reconocimiento implícito de un auténtico derecho a la migración. El recurso mismo a la expresión “migración” (sin especificar ya si es in- o e-) denota una voluntad de naturalizar el fenómeno, equiparándolo a las migraciones de las aves, y escamoteando su unidireccionalidad (del Tercer Mundo al Primero: no conozco a muchos suecos que luchen por establecerse en Pakistán): “La migración es un rasgo definitorio de nuestro mundo globalizado, conectando a las sociedades dentro de y entre las regiones, convirtiéndonos a todos en países de origen, de tránsito y de destino”. Levantar fronteras frente a las migraciones sería tan absurdo como intentar detener el vuelo de las cigüeñas.
Las regularizaciones masivas, que terminan convalidando la entrada ilegal, suponen una situación de quiebra asumida de la legalidad que pone en solfa al Estado de Derecho
Europa se ha visto afectada en las últimas décadas por una avalancha de inmigrantes –que no de refugiados– en su mayor parte irregulares. En muchos países se ha seguido una política de regularizaciones masivas que terminan convalidando la entrada ilegal: se produce así una situación de quiebra asumida de la legalidad que pone en solfa al Estado de Derecho, y que a su vez multiplica el “efecto llamada”.
Este flujo migratorio permanente está modificando de manera perdurable el paisaje demográfico de Europa. En Francia, según la demógrafa Michèle Tribalat, un 8.5% de la población era de origen extranjero en 2014, y un 7.5% de la población era musulmana. Según Pew Research, los musulmanes franceses serán 7 millones en 2030. En España, según el estudio del GEES “El coste de la inmigración extranjera en España”, en 2016, uno de cada seis habitantes, o bien nació en el extranjero (13% de la población) o bien nació en España de progenitores inmigrantes (un 3.5% adicional).
En realidad, hay muchas razones para dudar del “optimismo migratorio” que se ha convertido en ideología oficial de las instituciones transnacionales. Se nos vende la fábula de que “los que vienen aquí son los mejores, los que tienen títulos”. (Por cierto, si eso fuera verdad: ¿Es moral robarle al Tercer Mundo sus mejores profesionales?). Sin embargo, el instituto IFO, con sede en Munich, concluyó que el 80% de los llegados en la gran avalancha “siria” de 2015-16 “no tenían siquiera la formación equivalente a la de un obrero especializado alemán” y que “buen número de ellos son directamente analfabetos”. El socialdemócrata Thilo Sarrazin, autor del bestseller Alemania desaparece, calificó de ridícula la previsión de Merkel según la cual el 55% de los “refugiados” encontraría empleo en cinco años: Sarrazin estima que el 80% de ellos seguirán desempleados entonces (y viviendo, por tanto, del presupuesto público).
Las nuevas oleadas de inmigrantes son consumidores natos de prestaciones sociales sin que apenas contribuyan a la generación de riqueza
Ciertamente, existen inmigrantes cualificados que obtienen empleos bien retribuidos y aportan fiscalmente al Estado más de lo que reciben de él. Pero el inmigrante promedio se encuentra en el supuesto contrario. El estudio “El coste de la inmigración extranjera en España” (Enero 2018) afirma: “Su contribución por adulto en edad laboral a las arcas públicas es muy inferior a la media de los españoles. En términos generales, se benefician mucho más que el promedio de los españoles de la mayoría de las prestaciones del Estado de bienestar, por sus mayores tasas de desempleo y su menor nivel general de renta”. Y concluye: “Las supuestas bondades económicas de la inmigración no son tales. Las nuevas oleadas de inmigrantes son consumidores natos de prestaciones sociales sin que apenas contribuyan a la generación de riqueza”.
Por ejemplo, los extranjeros en España, pese a representar el 13% de la población, aportaron solo el 3% de la recaudación del IRPF en 2014 y 2015. Y consumen, sin embargo, “en torno al 50% de los programas de ayuda contra la pobreza [Ingreso Mínimo de Solidaridad, Renta Básica de Inserción, etc.] ligados a personas menores de 65 años”. En la Comunidad de Madrid, los inmigrantes africanos, que representan el 2.5% de la población, consumen el 34% de las Ayudas Públicas al Alquiler de Vivienda. Los hispanoamericanos, que representan el 11% de la población, consumen el 21% de las Ayudas.
El estudio del GEES muestra que la tasa de paro de los extranjeros residentes en España supera en algo más de un 50% a la de los españoles, y esto tanto en tiempos de depresión como de bonanza. En el momento peor de la crisis –primer trimestre de 2013- la tasa de paro de los españoles alcanzó el 24%, y la de los extranjeros el 38.4%. Llegada la recuperación, la brecha se mantenía: en el primer trimestre de 2017, la de los españoles era de un 17.6%, y la de los extranjeros de un 25%.
En España, el porcentaje de población reclusa extranjera, que llegó a ser de un 35.7% en 2009, ha bajado a un 28.1% en 2017; si consideramos que la población extranjera es un 13%, nos resulta un factor de incidencia muy superior al de la población nativa. De nuevo, la inmigración resulta heterogénea en este aspecto: hay etnias, como los chinos, que delinquen menos que los españoles. Los marroquíes, sin embargo, poseen un porcentaje de población reclusa 4.17 veces superior al de su representación en la población total. En los argelinos, el factor pasa al 7.41. En los nigerianos, al 9.88.
La ley no escrita de la inmigración hasta los años 70 era el imperativo de asimilación: se esperaba del recién llegado que asumiese cuanto antes las costumbres y la lengua de la sociedad de acogida, a la que habitualmente envidiaba y admiraba. Esta dinámica de asimilación funcionó incluso con los primeros inmigrantes extraoccidentales: los trabajadores magrebíes llegados a Francia en los 50 y 60, por ejemplo, a menudo no llamaban a sus hijos Hassan o Fátima, sino Michel o Mireille.
Occidente perdió la autoestima civilizacional: el “pensamiento descolonizador” presenta la historia de la relación de Occidente con las demás culturas como masacre y expolio constantes
Todo cambió a partir de los 70. De un lado, la “inmigración de trabajo” (Gastarbeiter, “trabajadores invitados” que permanecían en Europa unos años para volver después a sus países) dejó paso a la “inmigración de poblamiento” (el Gastarbeiter, en lugar de volver al terruño, se trae ahora a su familia) o, incluso, a la “inmigración de sustitución” (el grand remplacement del que hablan, no sólo los teóricos de la alt right, sino documentos oficiales de Naciones Unidas).
De otro, Occidente perdió la autoestima civilizacional: el “pensamiento descolonizador” –del que fue emblema el Sartre del prólogo a Les damnés de la terre– presenta la historia de la relación de Occidente con las demás culturas como masacre y expolio constantes. El “pensamiento 68” a lo Marcuse o Foucault deconstruye la “falsa libertad”, la “alienación” y la “microfísica del poder” del Occidente aparentemente exitoso de los “Treinta Gloriosos” (1945-75). El relativismo prohíbe juzgar a las demás civilizaciones con nuestros valores (por lo demás “manchados de sangre”, Sartre dixit) y les reconoce su derecho a la diferencia y a la identidad. Estas modas intelectuales coinciden en el tiempo con el Resurgimiento Islámico que vendrá a llenar el hueco dejado por el fracaso del nacionalismo árabe a lo Nasser. Mientras Occidente se flagela cada vez más, el Islam vuelve por sus fueros y, tras a derrotar a una de las dos superpotencias en Afganistán y golpear espectacularmente a la otra en las Torres Gemelas, recupera su sueño milenario de dominio mundial.
Proyectadas a la inmigración, estas tendencias intelectuales significan que Occidente ya no se sentirá con derecho a pedir al huésped no occidental que renuncie a su identidad; el inmigrante (especialmente, el de religión musulmana), por su parte, está cada vez más seguro de la superioridad de su cultura respecto a la de un Occidente al que percibe como moralmente decadente. Del concepto de “asimilación” se pasará al de “integración”, que “exige esfuerzos de acomodación a ambas partes: anfitrión y huésped” (Malika Sorel), y de este al de “inserción”, que queda cumplida tan pronto el inmigrante obtiene papeles y empleo, con independencia de cómo piense y viva. El ideal de la incorporación al “nosotros” nacional fue sustituido por el del calidoscopio multicultural.
Pero el calidoscopio ha fracasado. De Möllenbeck a Luton, de Saint-Denis a Malmoe, proliferan las “no go zones”, los “territorios perdidos de la República” (título de la célebre obra de Georges Bensoussan): islotes de sharia en el corazón del continente (en el caso de Möllenbeck, a dos pasos de las instituciones europeas). Los ingenieros sociales pensaron que la inmigración extraoccidental se disolvería en la masa de la población europea, seducida por la cultura liberal y permisiva de nuestro tiempo. Pero buena parte de los recién llegados se limitan a tomar las ventajas materiales y asistenciales que les ofrece nuestro sistema, sin por eso compartir sus valores fundantes.
Georges Bensoussan ha hablado de un proceso de “desasimilación”. Los jóvenes franco-magrebíes son más religiosos que sus padres y abuelos
“Ninguno de los principios republicanos inscritos en la Constitución [francesa] –afirma la franco-argelina Malika Sorel– encuentra verdadera aprobación a ojos de una parte sustancial de la inmigración del Sur: ni la libertad individual, ni la separación Iglesia-Estado, ni siquiera la igualdad, empezando por la de hombre y mujer”. Y ese divorcio cultural con la sociedad de acogida, en lugar de atenuarse, se acentúa en los extraoccidentales de segunda y tercera generación: por eso Georges Bensoussan ha hablado de un proceso de “desasimilación”. Los jóvenes franco-magrebíes son más religiosos que sus padres y abuelos: el 56% de musulmanes franceses en la franja de edad 18-28 considera “muy importante” su religión, según datos de Michèle Tribalat. La endogamia dentro de la comunidad musulmana francesa se sitúa en un 90%.
Así que es buena noticia que cada vez más gobiernos y partidos políticos –al precio de ser llamados “racistas” y “xenófobos” por los medios- estén cuestionando el dogma de la inevitabilidad y bondad de la inmigración masiva. Sólo queda explicitar el corolario: si no queremos ser invadidos por Africa, es preciso convencer a los europeos de que vuelvan a la vieja costumbre de engendrar hijos. Pues las migraciones responden en gran parte al principio de horror vacui.
Disidentia
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Las ideas-fuerza del Pacto vienen a ser la inevitabilidad de las migraciones, su carácter benéfico y el reconocimiento implícito de un auténtico derecho a la migración. El recurso mismo a la expresión “migración” (sin especificar ya si es in- o e-) denota una voluntad de naturalizar el fenómeno, equiparándolo a las migraciones de las aves, y escamoteando su unidireccionalidad (del Tercer Mundo al Primero: no conozco a muchos suecos que luchen por establecerse en Pakistán): “La migración es un rasgo definitorio de nuestro mundo globalizado, conectando a las sociedades dentro de y entre las regiones, convirtiéndonos a todos en países de origen, de tránsito y de destino”. Levantar fronteras frente a las migraciones sería tan absurdo como intentar detener el vuelo de las cigüeñas.
Las regularizaciones masivas, que terminan convalidando la entrada ilegal, suponen una situación de quiebra asumida de la legalidad que pone en solfa al Estado de Derecho
Europa se ha visto afectada en las últimas décadas por una avalancha de inmigrantes –que no de refugiados– en su mayor parte irregulares. En muchos países se ha seguido una política de regularizaciones masivas que terminan convalidando la entrada ilegal: se produce así una situación de quiebra asumida de la legalidad que pone en solfa al Estado de Derecho, y que a su vez multiplica el “efecto llamada”.
Este flujo migratorio permanente está modificando de manera perdurable el paisaje demográfico de Europa. En Francia, según la demógrafa Michèle Tribalat, un 8.5% de la población era de origen extranjero en 2014, y un 7.5% de la población era musulmana. Según Pew Research, los musulmanes franceses serán 7 millones en 2030. En España, según el estudio del GEES “El coste de la inmigración extranjera en España”, en 2016, uno de cada seis habitantes, o bien nació en el extranjero (13% de la población) o bien nació en España de progenitores inmigrantes (un 3.5% adicional).
En realidad, hay muchas razones para dudar del “optimismo migratorio” que se ha convertido en ideología oficial de las instituciones transnacionales. Se nos vende la fábula de que “los que vienen aquí son los mejores, los que tienen títulos”. (Por cierto, si eso fuera verdad: ¿Es moral robarle al Tercer Mundo sus mejores profesionales?). Sin embargo, el instituto IFO, con sede en Munich, concluyó que el 80% de los llegados en la gran avalancha “siria” de 2015-16 “no tenían siquiera la formación equivalente a la de un obrero especializado alemán” y que “buen número de ellos son directamente analfabetos”. El socialdemócrata Thilo Sarrazin, autor del bestseller Alemania desaparece, calificó de ridícula la previsión de Merkel según la cual el 55% de los “refugiados” encontraría empleo en cinco años: Sarrazin estima que el 80% de ellos seguirán desempleados entonces (y viviendo, por tanto, del presupuesto público).
Las nuevas oleadas de inmigrantes son consumidores natos de prestaciones sociales sin que apenas contribuyan a la generación de riqueza
Ciertamente, existen inmigrantes cualificados que obtienen empleos bien retribuidos y aportan fiscalmente al Estado más de lo que reciben de él. Pero el inmigrante promedio se encuentra en el supuesto contrario. El estudio “El coste de la inmigración extranjera en España” (Enero 2018) afirma: “Su contribución por adulto en edad laboral a las arcas públicas es muy inferior a la media de los españoles. En términos generales, se benefician mucho más que el promedio de los españoles de la mayoría de las prestaciones del Estado de bienestar, por sus mayores tasas de desempleo y su menor nivel general de renta”. Y concluye: “Las supuestas bondades económicas de la inmigración no son tales. Las nuevas oleadas de inmigrantes son consumidores natos de prestaciones sociales sin que apenas contribuyan a la generación de riqueza”.
Por ejemplo, los extranjeros en España, pese a representar el 13% de la población, aportaron solo el 3% de la recaudación del IRPF en 2014 y 2015. Y consumen, sin embargo, “en torno al 50% de los programas de ayuda contra la pobreza [Ingreso Mínimo de Solidaridad, Renta Básica de Inserción, etc.] ligados a personas menores de 65 años”. En la Comunidad de Madrid, los inmigrantes africanos, que representan el 2.5% de la población, consumen el 34% de las Ayudas Públicas al Alquiler de Vivienda. Los hispanoamericanos, que representan el 11% de la población, consumen el 21% de las Ayudas.
El estudio del GEES muestra que la tasa de paro de los extranjeros residentes en España supera en algo más de un 50% a la de los españoles, y esto tanto en tiempos de depresión como de bonanza. En el momento peor de la crisis –primer trimestre de 2013- la tasa de paro de los españoles alcanzó el 24%, y la de los extranjeros el 38.4%. Llegada la recuperación, la brecha se mantenía: en el primer trimestre de 2017, la de los españoles era de un 17.6%, y la de los extranjeros de un 25%.
En España, el porcentaje de población reclusa extranjera, que llegó a ser de un 35.7% en 2009, ha bajado a un 28.1% en 2017; si consideramos que la población extranjera es un 13%, nos resulta un factor de incidencia muy superior al de la población nativa. De nuevo, la inmigración resulta heterogénea en este aspecto: hay etnias, como los chinos, que delinquen menos que los españoles. Los marroquíes, sin embargo, poseen un porcentaje de población reclusa 4.17 veces superior al de su representación en la población total. En los argelinos, el factor pasa al 7.41. En los nigerianos, al 9.88.
La ley no escrita de la inmigración hasta los años 70 era el imperativo de asimilación: se esperaba del recién llegado que asumiese cuanto antes las costumbres y la lengua de la sociedad de acogida, a la que habitualmente envidiaba y admiraba. Esta dinámica de asimilación funcionó incluso con los primeros inmigrantes extraoccidentales: los trabajadores magrebíes llegados a Francia en los 50 y 60, por ejemplo, a menudo no llamaban a sus hijos Hassan o Fátima, sino Michel o Mireille.
Occidente perdió la autoestima civilizacional: el “pensamiento descolonizador” presenta la historia de la relación de Occidente con las demás culturas como masacre y expolio constantes
Todo cambió a partir de los 70. De un lado, la “inmigración de trabajo” (Gastarbeiter, “trabajadores invitados” que permanecían en Europa unos años para volver después a sus países) dejó paso a la “inmigración de poblamiento” (el Gastarbeiter, en lugar de volver al terruño, se trae ahora a su familia) o, incluso, a la “inmigración de sustitución” (el grand remplacement del que hablan, no sólo los teóricos de la alt right, sino documentos oficiales de Naciones Unidas).
De otro, Occidente perdió la autoestima civilizacional: el “pensamiento descolonizador” –del que fue emblema el Sartre del prólogo a Les damnés de la terre– presenta la historia de la relación de Occidente con las demás culturas como masacre y expolio constantes. El “pensamiento 68” a lo Marcuse o Foucault deconstruye la “falsa libertad”, la “alienación” y la “microfísica del poder” del Occidente aparentemente exitoso de los “Treinta Gloriosos” (1945-75). El relativismo prohíbe juzgar a las demás civilizaciones con nuestros valores (por lo demás “manchados de sangre”, Sartre dixit) y les reconoce su derecho a la diferencia y a la identidad. Estas modas intelectuales coinciden en el tiempo con el Resurgimiento Islámico que vendrá a llenar el hueco dejado por el fracaso del nacionalismo árabe a lo Nasser. Mientras Occidente se flagela cada vez más, el Islam vuelve por sus fueros y, tras a derrotar a una de las dos superpotencias en Afganistán y golpear espectacularmente a la otra en las Torres Gemelas, recupera su sueño milenario de dominio mundial.
Proyectadas a la inmigración, estas tendencias intelectuales significan que Occidente ya no se sentirá con derecho a pedir al huésped no occidental que renuncie a su identidad; el inmigrante (especialmente, el de religión musulmana), por su parte, está cada vez más seguro de la superioridad de su cultura respecto a la de un Occidente al que percibe como moralmente decadente. Del concepto de “asimilación” se pasará al de “integración”, que “exige esfuerzos de acomodación a ambas partes: anfitrión y huésped” (Malika Sorel), y de este al de “inserción”, que queda cumplida tan pronto el inmigrante obtiene papeles y empleo, con independencia de cómo piense y viva. El ideal de la incorporación al “nosotros” nacional fue sustituido por el del calidoscopio multicultural.
Pero el calidoscopio ha fracasado. De Möllenbeck a Luton, de Saint-Denis a Malmoe, proliferan las “no go zones”, los “territorios perdidos de la República” (título de la célebre obra de Georges Bensoussan): islotes de sharia en el corazón del continente (en el caso de Möllenbeck, a dos pasos de las instituciones europeas). Los ingenieros sociales pensaron que la inmigración extraoccidental se disolvería en la masa de la población europea, seducida por la cultura liberal y permisiva de nuestro tiempo. Pero buena parte de los recién llegados se limitan a tomar las ventajas materiales y asistenciales que les ofrece nuestro sistema, sin por eso compartir sus valores fundantes.
Georges Bensoussan ha hablado de un proceso de “desasimilación”. Los jóvenes franco-magrebíes son más religiosos que sus padres y abuelos
“Ninguno de los principios republicanos inscritos en la Constitución [francesa] –afirma la franco-argelina Malika Sorel– encuentra verdadera aprobación a ojos de una parte sustancial de la inmigración del Sur: ni la libertad individual, ni la separación Iglesia-Estado, ni siquiera la igualdad, empezando por la de hombre y mujer”. Y ese divorcio cultural con la sociedad de acogida, en lugar de atenuarse, se acentúa en los extraoccidentales de segunda y tercera generación: por eso Georges Bensoussan ha hablado de un proceso de “desasimilación”. Los jóvenes franco-magrebíes son más religiosos que sus padres y abuelos: el 56% de musulmanes franceses en la franja de edad 18-28 considera “muy importante” su religión, según datos de Michèle Tribalat. La endogamia dentro de la comunidad musulmana francesa se sitúa en un 90%.
Así que es buena noticia que cada vez más gobiernos y partidos políticos –al precio de ser llamados “racistas” y “xenófobos” por los medios- estén cuestionando el dogma de la inevitabilidad y bondad de la inmigración masiva. Sólo queda explicitar el corolario: si no queremos ser invadidos por Africa, es preciso convencer a los europeos de que vuelvan a la vieja costumbre de engendrar hijos. Pues las migraciones responden en gran parte al principio de horror vacui.
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