¡Dios no oye!
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Re: ¡Dios no oye!
PARA OÍR, LO ÚNICO QUE HACE FALTA SON OÍDOS
Para escuchar hace falta amor, querencia, atención y empatía
Desde bien niño comencé a hablarle a Dios, aún desde el convencimiento de que no me oía.
Y pensaba que no me oía porque desde que tuve uso de razón, me inculcaron que no era imposible llegar hasta Él, sino era a través de los oficios y servicios de la casta de intermediarios homologados a tal fin.
Pero uno que es cabezón, tozudo, y un poco descarado, siguió en sus trece hablándole a Dios, porque, a pesar que mi manipulada y amaestrada mente me decía que no me oía, mi alma sentía que Dios escuchaba atentamente cada palabra que le decía.
Porque oír, se oye el canto de los pájaros, el silbido del viento, el estruendo del trueno; el monótono y lejano rezo de una litúrgica letanía… Pero escuchar, escuchar, es algo más que oír el monótono murmullo de lamentos y palabrería.
Escuchar, se escucha al padre…, al hijo…, al amigo… Porque si para oír, lo único que hace falta son oídos, para escuchar hace falta amor, querencia, atención y empatía.
Así fue como lo que al principio fue una tímida sensación, con el tiempo se convirtió en convicción: ¡Dios me escuchaba porque me quería! Y lo hacía sin que tuviese que pagar peajes con tufo a simonía; o valerme de latinajos, traductores e intermediarios…, sin tener que pedir hora a funcionarios de sacristía.
Y desde entonces siempre he tenido su consejo y ayuda; una ayuda que no siempre fue la que solicitaba, aunque también, pero sí que fue siempre la que en cada momento más me convenía.
Antonio Gil-Terrón Puchades
Para escuchar hace falta amor, querencia, atención y empatía
Desde bien niño comencé a hablarle a Dios, aún desde el convencimiento de que no me oía.
Y pensaba que no me oía porque desde que tuve uso de razón, me inculcaron que no era imposible llegar hasta Él, sino era a través de los oficios y servicios de la casta de intermediarios homologados a tal fin.
Pero uno que es cabezón, tozudo, y un poco descarado, siguió en sus trece hablándole a Dios, porque, a pesar que mi manipulada y amaestrada mente me decía que no me oía, mi alma sentía que Dios escuchaba atentamente cada palabra que le decía.
Porque oír, se oye el canto de los pájaros, el silbido del viento, el estruendo del trueno; el monótono y lejano rezo de una litúrgica letanía… Pero escuchar, escuchar, es algo más que oír el monótono murmullo de lamentos y palabrería.
Escuchar, se escucha al padre…, al hijo…, al amigo… Porque si para oír, lo único que hace falta son oídos, para escuchar hace falta amor, querencia, atención y empatía.
Así fue como lo que al principio fue una tímida sensación, con el tiempo se convirtió en convicción: ¡Dios me escuchaba porque me quería! Y lo hacía sin que tuviese que pagar peajes con tufo a simonía; o valerme de latinajos, traductores e intermediarios…, sin tener que pedir hora a funcionarios de sacristía.
Y desde entonces siempre he tenido su consejo y ayuda; una ayuda que no siempre fue la que solicitaba, aunque también, pero sí que fue siempre la que en cada momento más me convenía.
Antonio Gil-Terrón Puchades
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