CREEPYPASTA
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CREEPYPASTA
los Creepy-pasta son leyendas urbanas ..no doy fe de que sean reales pero si son muy perturbadores y muchas veces no te dejan dormir
Levitación
Morris Hobster fue mi mejor amigo por aquellos años en los que la sociedad condenaba estoicamente la actitud tan impetuosa y dinámica de la juventud. No puedo decir que éramos rebeldes, porque no era así: simplemente, teníamos otras ideologías más profundas y el bello don de la curiosidad.
Es que así éramos Morris y yo: nos encantaba experimentar cosas nuevas como a cualquier joven de nuestra etapa. Era normal que todos se comportasen así, ¿no? La verdad es que nunca pude comprender por qué nuestros padres y demás familiares se escandalizaban ante nuestras filosofías, actos y cuestiones. En realidad nos daba igual lo que creyeran acerca de nuestra mentalidad tan abierta e ilimitada, siempre dispuesta a conocer más cosas sobre la realidad que nos rodeaba. Y es que mi amigo y yo éramos de aquellos que gustaban de buscar nuevas expectativas y definiciones de la existencia que llevábamos, leyendo por aquí, tomando fotos por acá, y luego compartiéndolas entre los dos; sacábamos conclusiones desde nuestro punto de vista y más tarde buscábamos información sobre los resultados a los que habíamos llegado. Definitivamente, no me puedo quejar de mi juventud, pues disfruté tanto como jamás lo he hecho.
Si existía una palabra para definir la ideología de Hobster, ésa era extraordinaria. Ni yo poseía tal habilidad para concebir las costumbres cotidianas como un mero escudo ante lo desconocido, ante aquello que el ser humano siempre temió. Él mencionaba constantemente en sus pláticas que el hombre no tenía la más mínima idea de lo que había más allá de sus actos, y que siempre estaba buscando la forma de evadir su decadente e inevitable destino. Sencillamente, Morris era de aquellos jóvenes que, si se lo hubiera propuesto, habría llegado a la cima más encumbrada entre los sabios del mundo. Debo admitir que me sentía muy bien a su lado, pues era el único que lograba comprender mi concepción de la vida e incluso compartíamos puntos de vista iguales que, de no haber sido porque no compartíamos ningún parentesco familiar, podría haber jurado que ese chico era mi «gemelo ideológico», por así decirlo.
Sin embargo, el tiempo, maldito verdugo que inevitablemente te obliga a enlazarte con tu inverosímil destino, quiso que ambos nos separásemos y mi amigo se mudó junto con su familia a otra ciudad. Cuando él fue a comunicarme la desagradable noticia, no pude contener la agonía que estaba experimentando en mis adentros, y juntos nos despedimos con muchas lágrimas; lo que más me dolió de aquel aviso fue que claramente sentí cómo se desgarraba una parte de mi ser y era extraída por algún ser desconocido que deseaba ver mi sufrimiento. No puedo describir con otras palabras lo que padecí en aquel instante en el que mi destino estaba por cambiar, quizá para siempre, o tal vez era sólo una prueba de valor para ambos; pero todavía hoy me pregunto qué había que comprobar con esa separación. Actualmente, mi ilimitada imaginación me permite hacer una especulación sobre aquella circunstancia que decidió todo por nosotros. Tal vez la vida nos vio como una amenaza, algo que podía romper su cuidadosa y bien estructurada coreografía de falsedad y egoísmo. Siendo así, no había lugar para nosotros en este mundo.
Aún recuerdo bien esa sombría tarde en que lo vi irse: su cara transmitía una serenidad impresionante, aunque yo sabía perfectamente que aquello era una máscara que estaba usando para evitar mostrar su dolor ante su familia, la cual era muy severa y conservadora. Su caso familiar no era la excepción por aquellos tiempos: muchos jóvenes de nuestra edad pasaban por la misma experiencia, incluso yo lo vivía; aquel que no tuviera unos padres así podía considerarse afortunado, muy afortunado. Tengo bien plasmada en mi memoria su cara al momento en que el carro encendió con todo aquel maletero encima, casi marcada a fuego su expresión: me estaba comunicando con la mirada que ni la misma distancia nos separaría, y que algún día, en un futuro no muy lejano, volveríamos a vernos. Yo entendí su silencioso lenguaje, y con el mismo idioma le dije que así sería, y que tarde o temprano, estaríamos juntos de nuevo para descubrir más cosas.
Las cosas continuaron su marcha normal, desde el punto de vista de la sociedad que me rodeaba, claro. Pero desde que Hobster se fue, supe que mi vida, a pesar de su creciente monotonía, ya no sería la misma. Me resultaba imposible el concordar con los adultos, quienes aseguraban que las amistades de juventud eran fácilmente olvidadas, y los jóvenes de mi ciudad me daban los ánimos que necesitaba para afrontar a esa terrible ideología a la que llamaban madurez adulta.
¡Qué grande fue mi alegría cuando recibí una carta de Morris! Recuerdo que mi padre acababa de llegar de su trabajo, y siempre tenía por costumbre revisar el buzón antes de llegar a casa. Escuché sus pasos subiendo las escaleras y supuse que pasaría de largo por mi cuarto sin saludarme, como siempre lo hacía; me sorprendió sobremanera que tocara la puerta de mi habitación, pero después comprendí que sólo lo había hecho porque entre las cartas que llegaron, había una para mí. Tengo que admitir que me extrañó demasiado que me enviaran algo, pero así era, mi padre me entregó el sobre y salió de mi cuarto. Me quedé observando la carta por un tiempo: ¡quien me la había escrito era Morris! Imaginen mi emoción cuando la comencé a abrir y descubrí, con total alegría, la pequeña pero fina letra de mi mejor amigo. Sin más tiempo que perder, comencé a leerla:
«Mi muy apreciable e incomparable amigo Randolph Gordon:
No puedo concebir la emoción de este momento en el cual estoy redactando estas líneas, me siento feliz de poder escribirte por primera vez luego de que fuese forzado por mi familia a abandonar el lugar donde pasé los mejores momentos de mi vida, con el amigo que jamás podré olvidar. Te parecerá increíble, pero desde que estoy acá, no logro adaptarme a mi nueva forma de vida: la ciudad en la que vivo ahora es mucho más caótica que la tuya, los jóvenes se apegan ciegamente a las enseñanzas de los adultos y, por desgracia, no ejercen su libre albedrío como debería ser; si los adultos de mi anterior pueblo eran severos y conservadores, estos van más allá de esas erróneas y estúpidas ideologías. No puedes imaginarte la felicidad de mis padres al saber que sus vecinos tienen un hijo “bien educado” que nunca pone en duda la autoridad de sus mayores y que es obediente. Sólo puedo pensar en la debilidad de pensamiento que posee ese pobre muchacho, y no lo culpo, la verdad no puedo hacerlo porque el ambiente en que ha crecido lo moldeó así y así se quedará para su eterna desgracia. Por otro lado, mi familia a cada momento menciona que cuánto hubieran dado porque yo creciera desde un principio en esta maldita ciudad, y están diciéndomelo a cada momento del día. En la escuela soy visto como el “rebelde sin causa” y he tenido choques de personalidad con todos los profesores, incluso con la directora; me han llamado varias veces la atención por defender mis justos derechos y cada vez que me pongo en contra de los pensamientos tan cerrados de mis maestros, mis padres son citados para conversar con ellos, y los exhortan a que me pongan en mi lugar o alguien más lo hará un día. Ellos, como siempre lo has sabido y es costumbre del lugar donde estás, dicen que se avergüenzan de mí; que debería aprender a comportarme como el hombre que soy y que definitivamente tendrán que enseñarme a levitar. No entiendo a qué se refieren con eso, pero sospecho que no es nada bueno. Randolph, sé que te sonará ridículo, porque jamás me escuchaste mencionar algo similar cuando estábamos juntos, pero por primera vez en mi vida tengo miedo, miedo hacia el destino que me depara con esta putrefacta sociedad. ¿De qué tengo pavor? Del modo de ver las cosas de los adultos: son tan ambiguos que se puede esperar cualquier cosa de ellos. Me decidí a escribirte esta carta a escondidas de mis padres, bien sabes que ellos nunca te vieron con buenos ojos porque eres igual a mí en pensamiento, del mismo modo en que tus padres me veían mal a mí. Supongo que algunos patrones de conducta siempre permanecen, y ése es el caso de nuestras familias, ¿no lo crees? Tengo deseos de que vengas a visitarme, quiero verte: no sabes el terror que vivo día con día al saber que la juventud de este lugar en realidad no existe, sólo son adultos en proceso de madurez; me aterra ver que nadie piensa por sí mismo y se apegan como un perro a su dueño a las ideas de los mayores, es simplemente macabro. ¿Hacia dónde va este decadente sistema? No tengo la menor idea, pero he decidido que en cuanto tenga mayoría de edad, me iré de este enfermizo lugar que no hace otra cosa más que reprimirme demasiado. Sé que te veré pronto porque responderás a mi llamado, sabiendo que tú tienes más posibilidades de venir a verme, y tienes conciencia de ello.
Junto con esta carta he anexado un mapa de mi ciudad actual, en él realicé unas señalizaciones para que encuentres mi casa; en el dorso se encuentra mi dirección completa, junto con instrucciones precisas para que no te equivoques de domicilio. Si hago todo esto es porque me urge verte, necesito hablar con una persona que me entienda y me ayude a soportar esta situación. Creo que empiezas a comprender cómo me siento, después de todo, admiro tu habilidad para ser empático, cosa que aquí nadie posee. Amigo mío, quisiera comunicarte más cosas por este medio, pero entiendo que las palabras que deseo compartir contigo no podrían ser escritas. Espero tu próxima venida y recuerda que siempre contarás con un amigo leal en la distancia y en la eternidad, así como yo sé que siempre estarás conmigo en las buenas y en las malas.
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Última edición por Curioso el Lun Oct 28, 2013 9:47 pm, editado 1 vez
Asombroso- Cybernauta VIP
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El necrófago
Ese día, Ahmar vagaba a pie por una de las calles de la fértil Idlib, lamentablemente borracho y mareado. Estaba perdido, y no sabía con seguridad hacia dónde se encontraba su casa. Pasaban las once y media cuando vagaba por una de las calles más viejas y oscuras, donde no había un alma.
Después de mucho trastabillar por aquí y trompicar por allá, se encontró finalmente con una persona, y no dudó en dirigirse hacia él.
Éste era un hombre de aspecto humilde, llevaba ropas de tono claro, pantalones abrigados y un sombrero de ala ancha, que al parecer era de paja o algún material similar. El material del sombrero era lo que menos le importaba a Ahmar, y poco le importó la forma curiosa y arcaica en la que vestía el desconocido.
—¿Señor, me puede dar indicaciones de cómo llegar a mi casa? —balbuceó Ahmar, con la cara roja.
—¿Está perdido, señor? —dijo respetuoso el hombre, de rostro amable y confiado, con una sonrisa tranquila. El ala del sombrero le tapaba los ojos con una sombra gruesa.
—Ayúdeme, por favor, no quiero dormir en la calle ¿sabe? Traigo cosas de valor… y… por favor, lléveme a casa —terminó en un sollozo infantil.
—Tranquilícese señor, lo conduciré. ¿Por dónde queda su casa?
—Pues… creo que por allí, por la calle larga. Es una casa muy bonita, sí, muy linda, de color blanco —dijo distraído.
—Vamos señor, no se preocupe, lo conduciré —dijo el desconocido con cara de buena gente. Curiosamente no se inmutó por una descripción tan ambigua, pero de todas maneras, a Ahmar (borracho como una cuba) no le extrañó en lo más mínimo. Su mente vagaba por lugares lejanos, y tenía ideas extrañas provocadas por el etanol que intoxicaba su sangre.
Ahmar fue conducido por el hombre a las afueras de Idlib.
—¿A dónde vamos, amigo? —preguntó Ahmar con tono desinteresado—. Este lugar no me suena… ¿estás seguro de que vamos a mi casa?
El hombre no respondió.
—Qué raro vistes, pareces del siglo pasado. ¿No sabes dónde comprarte ropa? —dijo Ahmar entre risas, pero el hombre no se dignaba a responder. Ahmar, disgustado, le dijo:
—¿Qué te pasa, te comió la lengua el gato? —Y rió entre dientes. Se encontraban en un lugar muy desolado cuando el desconocido dijo, ahora con una voz profunda y gorjeante:
—No, para nada.
Y a continuación volteó.
Ahmar prorrumpió en gritos de espanto cuando vio que de la boca del desconocido caía una lengua larga y horripilante, que se retorcía entre sus mejillas como una culebra herida. Sus ojos ahora eran amarillos y brillantes, y sus uñas habían crecido hasta transformarse en garras bestiales.
Ahmar huyó desesperado, y cayó al suelo, para que luego el viajero saltara sobre su espalda y lo hiciera caer. Ahmar vio horrorizado que el hombre se acercaba hacia él con las garras apuntando a su cuello, y producto del miedo apartó la vista de la cara monstruosa, fijándose en sus pies. En todo el trayecto, Ahmar no había mirado a los pies del hombre, y ahora notaba que resultaban ser similares a los pies de un caprino: negros y con pesuñas. Se arrepintió muy tarde de no haber mirado con detalle a su acompañante.
Las garras se clavaron en su cuello, y la lengua larga saboreó la sangre que emanaba del desgarrado gollete. Ahmar no podía sino prorrumpir en gritos, cuando unas poderosas fauces forzaron su silencio. Las costillas crujieron y la piel sangró, los músculos se tensaron y el suelo se tiñó de escarlata. Entonces el monstruo, con la ligereza de un cirujano, abrió el estómago de Ahmar con una única uña, y procedió a hacerse con su parte favorita del bocado. Luego de comerse el interior, el engendro descuajó sus fauces y se tragó el cadáver entero, desintegrándolo en su interior. Minutos después, ya digerido el sirio, el monstruo se irguió. Una mueca de esfuerzo asomó la cara del monstruo, quien luego mutó su cuerpo para transformarse en lo que parecía ser un canino negro. Las patas traseras del can seguían siendo las de una cabra. Con una extraordinaria sutileza, el monstruo, ahora can, escapó de la escena sin dejar rastro de haber existido siquiera.
A la mañana siguiente, la policía encontró la mancha de sangre en el suelo, perteneciente a Ahmar, según los análisis, y no encontraron causa aparente de su muerte y desaparición además de las mafias. Muchas personas fueron encuestadas, pero no hubo testigos de la monstruosa acción, y el necrófago jamás fue encontrado, ni se pensó en buscarlo.
Según las leyendas del medio oriente, los necrófagos salen de noche buscando víctimas a las que matar y cadáveres a los que comer. Pueden transformarse en lo que deseen para atraer a sus potenciales víctimas, así sean animales, viajeros, guías, policías o sobre todo mujeres hermosas. Lo que nunca lograrán cambiar es sus patas de caprino, única manera de distinguirlos, y es por esto por lo que se debe estar alertado. Muchos de ellos no están satisfechos con la comida a menos que la hayan casado con sus propias manos. Estos engendros llevan a las personas a lugares aislados para así matarles con facilidad, y sin que nadie pueda defenderlos.
Si te encuentras una noche en una ciudad del Medio Oriente, alejado de tu casa, solo o perdido, no confíes en nadie hasta haberle mirado los pies.
El necrófago | Creepypasta en español http://creepypastas.com/autor-destacado-6.html#ixzz2j3C721AK
Después de mucho trastabillar por aquí y trompicar por allá, se encontró finalmente con una persona, y no dudó en dirigirse hacia él.
Éste era un hombre de aspecto humilde, llevaba ropas de tono claro, pantalones abrigados y un sombrero de ala ancha, que al parecer era de paja o algún material similar. El material del sombrero era lo que menos le importaba a Ahmar, y poco le importó la forma curiosa y arcaica en la que vestía el desconocido.
—¿Señor, me puede dar indicaciones de cómo llegar a mi casa? —balbuceó Ahmar, con la cara roja.
—¿Está perdido, señor? —dijo respetuoso el hombre, de rostro amable y confiado, con una sonrisa tranquila. El ala del sombrero le tapaba los ojos con una sombra gruesa.
—Ayúdeme, por favor, no quiero dormir en la calle ¿sabe? Traigo cosas de valor… y… por favor, lléveme a casa —terminó en un sollozo infantil.
—Tranquilícese señor, lo conduciré. ¿Por dónde queda su casa?
—Pues… creo que por allí, por la calle larga. Es una casa muy bonita, sí, muy linda, de color blanco —dijo distraído.
—Vamos señor, no se preocupe, lo conduciré —dijo el desconocido con cara de buena gente. Curiosamente no se inmutó por una descripción tan ambigua, pero de todas maneras, a Ahmar (borracho como una cuba) no le extrañó en lo más mínimo. Su mente vagaba por lugares lejanos, y tenía ideas extrañas provocadas por el etanol que intoxicaba su sangre.
Ahmar fue conducido por el hombre a las afueras de Idlib.
—¿A dónde vamos, amigo? —preguntó Ahmar con tono desinteresado—. Este lugar no me suena… ¿estás seguro de que vamos a mi casa?
El hombre no respondió.
—Qué raro vistes, pareces del siglo pasado. ¿No sabes dónde comprarte ropa? —dijo Ahmar entre risas, pero el hombre no se dignaba a responder. Ahmar, disgustado, le dijo:
—¿Qué te pasa, te comió la lengua el gato? —Y rió entre dientes. Se encontraban en un lugar muy desolado cuando el desconocido dijo, ahora con una voz profunda y gorjeante:
—No, para nada.
Y a continuación volteó.
Ahmar prorrumpió en gritos de espanto cuando vio que de la boca del desconocido caía una lengua larga y horripilante, que se retorcía entre sus mejillas como una culebra herida. Sus ojos ahora eran amarillos y brillantes, y sus uñas habían crecido hasta transformarse en garras bestiales.
Ahmar huyó desesperado, y cayó al suelo, para que luego el viajero saltara sobre su espalda y lo hiciera caer. Ahmar vio horrorizado que el hombre se acercaba hacia él con las garras apuntando a su cuello, y producto del miedo apartó la vista de la cara monstruosa, fijándose en sus pies. En todo el trayecto, Ahmar no había mirado a los pies del hombre, y ahora notaba que resultaban ser similares a los pies de un caprino: negros y con pesuñas. Se arrepintió muy tarde de no haber mirado con detalle a su acompañante.
Las garras se clavaron en su cuello, y la lengua larga saboreó la sangre que emanaba del desgarrado gollete. Ahmar no podía sino prorrumpir en gritos, cuando unas poderosas fauces forzaron su silencio. Las costillas crujieron y la piel sangró, los músculos se tensaron y el suelo se tiñó de escarlata. Entonces el monstruo, con la ligereza de un cirujano, abrió el estómago de Ahmar con una única uña, y procedió a hacerse con su parte favorita del bocado. Luego de comerse el interior, el engendro descuajó sus fauces y se tragó el cadáver entero, desintegrándolo en su interior. Minutos después, ya digerido el sirio, el monstruo se irguió. Una mueca de esfuerzo asomó la cara del monstruo, quien luego mutó su cuerpo para transformarse en lo que parecía ser un canino negro. Las patas traseras del can seguían siendo las de una cabra. Con una extraordinaria sutileza, el monstruo, ahora can, escapó de la escena sin dejar rastro de haber existido siquiera.
A la mañana siguiente, la policía encontró la mancha de sangre en el suelo, perteneciente a Ahmar, según los análisis, y no encontraron causa aparente de su muerte y desaparición además de las mafias. Muchas personas fueron encuestadas, pero no hubo testigos de la monstruosa acción, y el necrófago jamás fue encontrado, ni se pensó en buscarlo.
Según las leyendas del medio oriente, los necrófagos salen de noche buscando víctimas a las que matar y cadáveres a los que comer. Pueden transformarse en lo que deseen para atraer a sus potenciales víctimas, así sean animales, viajeros, guías, policías o sobre todo mujeres hermosas. Lo que nunca lograrán cambiar es sus patas de caprino, única manera de distinguirlos, y es por esto por lo que se debe estar alertado. Muchos de ellos no están satisfechos con la comida a menos que la hayan casado con sus propias manos. Estos engendros llevan a las personas a lugares aislados para así matarles con facilidad, y sin que nadie pueda defenderlos.
Si te encuentras una noche en una ciudad del Medio Oriente, alejado de tu casa, solo o perdido, no confíes en nadie hasta haberle mirado los pies.
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Asombroso- Cybernauta VIP
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Mi pabellón
He trabajado en un hospital psiquiátrico penitenciario por diez años ya, y sinceramente puedo decir que no cambiaría mi trabajo por nada en el mundo. Con esfuerzo cualquier rehabilitación es factible, y creo que la justicia verdadera puede ser servida.
Recuerdo vívidamente mi primer día, cuán aterrado estaba por hacer la jornada nocturna. Cuán intranquilo me ponía al caminar ese corredor largo, oscuro y silencioso. Nunca se te olvida la frase que escuchas en tu primer día: «Vista abajo, sigue derecho».
Éste es un hospital bastante viejo y pequeño, diseñado para un tipo especial de pacientes. Sin puertas, sin vidrio.
Sólo barras. De hecho, se cree que el pabellón en sí está encantado. Los pacientes describen a un «demonio» que merodea las celdas por la noche. Pero esto es sólo algo que se les dice a los reclutas nuevos.
Hoy día puedo identificar cuáles reclutas se quedarán y cuáles no. Me intriga ver la manera tan fresca en la que reclutas nuevos manejan ciertas situaciones, y cuán apasionados son para rehabilitar lo innombrable. Necesitarás esa pasión que yo tengo.
No quiero entrar en detalles para respetar la dignidad de algunas personas, pero digamos que he visto a más reclutas irse que quedarse.
En este momento me encuentro en mi jornada nocturna sólo con otro guardia, viendo los expedientes de los pacientes una y otra vez. Ésta es la parte aburrida. Me gusta ordenar los fólderes según la gravedad de los crímenes. Se ha vuelto mi segunda naturaleza ahora; te podría enseñar algunos expedientes que fácilmente te harían estremecerte si fueras un recluta nuevo.
Estos pacientes están en mi pabellón. Son extremadamente frágiles, pero increíblemente peligrosos debido a sus crímenes. Si planeas ayudarlos, siempre debes tener eso en mente.
Tomo mis llaves y me adentro en el infame corredor, cerrando la puerta tras de mí.
Está insoportablemente silencioso, y oscuro. La única luz sale de las pequeñas hendiduras que hay en cada celda. Ésta es la parte que muchos reclutas no pueden tolerar. La atmósfera es intensa. Es esencialmente un túnel de ladrillo desgastado, con una fila de animales enjaulados siseando, murmurando… llorando. Sigo derecho y me siento en el suelo, viendo hacia la última celda oscura.
—¿Qué son esas marcas que has tallado en la pared, Martínez?
—¿Por qué no se acerca a las barras, oficial? Apenas puedo verlo sentado ahí en la oscuridad —susurró esto desde lo que pareció ser el fondo de la celda, pero no puedo estar seguro. Sólo hay unos cuantos pacientes aquí, por lo que generalmente está silencioso y sofocante.
—Estoy bien aquí. ¿Esos son los nombres de tus víctimas, Martínez?
No hay respuesta. Se está escondiendo en algún rincón oscuro, lo único que puedo ver con la luz son los rasguños en los ladrillos de la pared, y en su cama.
—¿Cómo voy a saber qué tal te encuentras si no me hablas?
Abro su expediente y comienzo a leer datos cada tanto.
—Dos niños fueron secuestrados de su hogar por la noche y ahogados. Mira lo que le hiciste a sus rostros, ¿te son familiares ahora?
»Una familia abusiva no es excusa; sé lo que tu padre te hizo.
Puedo escuchar un débil murmullo proviniendo de su celda mientras le recuerdo de su infancia.
—¡Yo no hice nada!
—Pero lo hiciste, es por eso que lloras al dormir. ¿Qué es lo que dicen?
—Estaremos juntos pronto. ¡Los observé por meses!
Sus sollozos se están poniendo peor, y puedo oír que se mueve, casi como si estuviera gateando por el frío suelo de su celda de un extremo a otro. Su voz está comenzando a irritarme.
—Pero no irás al Cielo, Martínez.
—¡Sí lo haré! Ya me siento muerto, me sentí muerto esa misma noche.
—No estás muerto Martínez, no estás muerto en lo absoluto. Ten.
Deslizo un espejo por debajo de su celda y oigo cómo sus sollozos se vuelven murmullos frenéticos. Aruña las paredes llorando en agonía mientras sigue con su palabrería desagradable.
—¡SILENCIO! ¡CÁLLATE!
—Míralo. Mira tu rostro. ¡Arráncala Martínez, arráncate tu lengua y úneteles!
Retrocedo mientras escucho su insoportable llanto. Prestando más atención puedo oírlo murmurar y maldecir con los dientes apretados, mientras leo su expediente cada vez más rápido.
—¡No puedo! ¡No quiero!
—Si quieres Martínez, ya casi lo logras. ¡Te di un espejo! Usa eso.
Silencio.
Tras diez extenuantes minutos, todo había terminado. Levanté el expediente y regresé, golpeando mi porra contra las barras de las celdas mientras me iba.
Oh sí. No cambiaría mi trabajo por nada en el mundo.
Mi pabellón | Creepypasta en español http://creepypastas.com/mi-pabellon.html#ixzz2j3CgammY
Recuerdo vívidamente mi primer día, cuán aterrado estaba por hacer la jornada nocturna. Cuán intranquilo me ponía al caminar ese corredor largo, oscuro y silencioso. Nunca se te olvida la frase que escuchas en tu primer día: «Vista abajo, sigue derecho».
Éste es un hospital bastante viejo y pequeño, diseñado para un tipo especial de pacientes. Sin puertas, sin vidrio.
Sólo barras. De hecho, se cree que el pabellón en sí está encantado. Los pacientes describen a un «demonio» que merodea las celdas por la noche. Pero esto es sólo algo que se les dice a los reclutas nuevos.
Hoy día puedo identificar cuáles reclutas se quedarán y cuáles no. Me intriga ver la manera tan fresca en la que reclutas nuevos manejan ciertas situaciones, y cuán apasionados son para rehabilitar lo innombrable. Necesitarás esa pasión que yo tengo.
No quiero entrar en detalles para respetar la dignidad de algunas personas, pero digamos que he visto a más reclutas irse que quedarse.
En este momento me encuentro en mi jornada nocturna sólo con otro guardia, viendo los expedientes de los pacientes una y otra vez. Ésta es la parte aburrida. Me gusta ordenar los fólderes según la gravedad de los crímenes. Se ha vuelto mi segunda naturaleza ahora; te podría enseñar algunos expedientes que fácilmente te harían estremecerte si fueras un recluta nuevo.
Estos pacientes están en mi pabellón. Son extremadamente frágiles, pero increíblemente peligrosos debido a sus crímenes. Si planeas ayudarlos, siempre debes tener eso en mente.
Tomo mis llaves y me adentro en el infame corredor, cerrando la puerta tras de mí.
Está insoportablemente silencioso, y oscuro. La única luz sale de las pequeñas hendiduras que hay en cada celda. Ésta es la parte que muchos reclutas no pueden tolerar. La atmósfera es intensa. Es esencialmente un túnel de ladrillo desgastado, con una fila de animales enjaulados siseando, murmurando… llorando. Sigo derecho y me siento en el suelo, viendo hacia la última celda oscura.
—¿Qué son esas marcas que has tallado en la pared, Martínez?
—¿Por qué no se acerca a las barras, oficial? Apenas puedo verlo sentado ahí en la oscuridad —susurró esto desde lo que pareció ser el fondo de la celda, pero no puedo estar seguro. Sólo hay unos cuantos pacientes aquí, por lo que generalmente está silencioso y sofocante.
—Estoy bien aquí. ¿Esos son los nombres de tus víctimas, Martínez?
No hay respuesta. Se está escondiendo en algún rincón oscuro, lo único que puedo ver con la luz son los rasguños en los ladrillos de la pared, y en su cama.
—¿Cómo voy a saber qué tal te encuentras si no me hablas?
Abro su expediente y comienzo a leer datos cada tanto.
—Dos niños fueron secuestrados de su hogar por la noche y ahogados. Mira lo que le hiciste a sus rostros, ¿te son familiares ahora?
»Una familia abusiva no es excusa; sé lo que tu padre te hizo.
Puedo escuchar un débil murmullo proviniendo de su celda mientras le recuerdo de su infancia.
—¡Yo no hice nada!
—Pero lo hiciste, es por eso que lloras al dormir. ¿Qué es lo que dicen?
—Estaremos juntos pronto. ¡Los observé por meses!
Sus sollozos se están poniendo peor, y puedo oír que se mueve, casi como si estuviera gateando por el frío suelo de su celda de un extremo a otro. Su voz está comenzando a irritarme.
—Pero no irás al Cielo, Martínez.
—¡Sí lo haré! Ya me siento muerto, me sentí muerto esa misma noche.
—No estás muerto Martínez, no estás muerto en lo absoluto. Ten.
Deslizo un espejo por debajo de su celda y oigo cómo sus sollozos se vuelven murmullos frenéticos. Aruña las paredes llorando en agonía mientras sigue con su palabrería desagradable.
—¡SILENCIO! ¡CÁLLATE!
—Míralo. Mira tu rostro. ¡Arráncala Martínez, arráncate tu lengua y úneteles!
Retrocedo mientras escucho su insoportable llanto. Prestando más atención puedo oírlo murmurar y maldecir con los dientes apretados, mientras leo su expediente cada vez más rápido.
—¡No puedo! ¡No quiero!
—Si quieres Martínez, ya casi lo logras. ¡Te di un espejo! Usa eso.
Silencio.
Tras diez extenuantes minutos, todo había terminado. Levanté el expediente y regresé, golpeando mi porra contra las barras de las celdas mientras me iba.
Oh sí. No cambiaría mi trabajo por nada en el mundo.
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Fashionista
Era una mujer sumamente amable, y sumamente entrometida. Cada semana le llevaba a la oficina algún postre: tarta de queso, galletas caseras, costra de chocolate blanco con frutas secas, emparedados de crema de maní con mermelada… en fin, que por lo menos 5 de sus 87 kilos eran responsabilidad de esa señora. Y todo esto le molestaba tanto a su novia: la recibía con toda educación, pero una vez que se iba cerrando la puerta tras de sí, comenzaba a recriminarle el que le aceptara tantas atenciones. ¿Qué buscaba esa señora? ¡Si casi podría ser su madre! ¿Cuáles eran sus intenciones? ¡Y esa manera de hurgar en la intimidad de los demás! ¡Como si quisiera saber algún oscuro secreto! ¡Pero si no había nada que investigar! Claro, a menos que él le ocultara algo, pero ella no. Ella qué podría ocultar, si todos la conocían. ¡Qué fastidiosa mujer! La aventaría por las escaleras si pudiera. Le sacaría los ojos. Le arrancaría la piel de las… shhhh. Sus dedos en los labios de ella y un beso en la mejilla lograban tranquilizarla para olvidar el asunto. Después de todo, sólo era la anciana de la oficina de al lado que criticaba lo excéntrico de su enorme colección de abrigos, jerseys y accesorios de piel.
Piel…
Piel… Era la piel lo que le faltaba ahora a ese cuerpo. El cuerpo de esa anciana amable y metiche.
Estaba envuelta en bolsas de supermercado, pero, a pesar de la casi nula luz que había, era obvio que le faltaban trozos de piel: en el torso, la espalda y ambos muslos.
No sabía qué pasaba (o qué había pasado) o por qué. ¿Por qué él y la anciana estaban ahí? ¿Quién los había llevado? ¿Quién era el responsable de algo tan horrible? Escuchó un pequeño ruido, era un sollozo, alguien lloraba; y podía sentirse el sufrimiento al oír ese sollozo. Entre la oscuridad apenas podía distinguir nada. Puso un poco más de atención; se escuchaba tan cerca… Sólo un instante después comprendió que era él quien lloraba.
Fue entonces que puso atención en sí mismo: estaba atado de pies y manos con cinta adhesiva, tenía un golpe en la cabeza que sangraba, sus rodillas y puños estaban raspadas, la sangre ya estaba seca. Sus ojos ya estaban acostumbrándose a la oscuridad y los entrecerraba como para agudizar la vista, tratando de ver en dónde se encontraba. Aunque la oscuridad era casi total, logró distinguir una máquina de costura, algo parecido a un caldero, estantes con frascos y una serie de tubos colocados horizontalmente del piso hacia arriba; calculó que tendrían tal vez metro y medio, y parecía que se ocupaban con…
La puerta se abrió de golpe y él cerró sus ojos, la luz lo lastimaba. Los apretó tan fuerte que le dolieron los parpados. Sintió un ligero puntapié en las pantorrillas. Abrió poco a poco los ojos para distinguir a quién tenía enfrente; un escalofrío lo recorrió desde el cóccix hasta la nuca. Y se escuchó gemir de nuevo, sólo que esta vez con desesperación y terror. En vano trató de librar manos y tobillos para huir, sólo consiguió empujar su cuerpo hacia atrás con los talones desnudos hasta que su espalda chocó con la pared. Su llanto se ahogaba en el esparadrapo que tenía en la boca.
Y ahí estaba ella, tan tranquila. Su tono de voz era tan relajado y despreocupado, su apariencia era la de siempre, a excepción de que estaba cubierta de sangre y tenía un afilado cuchillo en la mano. Le hablaba como si tenerlos allí fuese de lo más normal, caminaba por el cuarto moviendo cosas y hablando al mismo tiempo de la anciana muerta junto a él, del retraso que llevaba en tiempo por culpa de ella, y sobre todo del desorden que había provocado, que si hubiera cooperado un poco más no estaría ahora tan apurada. En cambio, en vez de uno eran dos los colores que tenía que fijar antes de la presentación de… Lo miró. Sonrió y se puso el dedo en los labios como hacen los niños pequeños cuando tienen un travieso secreto.
Se acercó al desollado cuerpo de la anciana. Se inclinó para arrastralo hasta la puerta que estaba al fondo del pequeño cuarto. El rastro de sangre que dejaba al avanzar le provocó mareos y perdió el conocimiento.
Al despertar estaba en el piso sobre una manta de plástico. Quiso incorporarse y no pudo, su cuerpo no se movía. Lo único que podía mover eran los ojos y su cuello, éste último sólo un poco a la izquierda, pero era casi nada. Al verlo despertar, ella se le acercó y le sonrió. Le besó la frente. «Estarás conmigo para siempre». Al oír eso comprendió todo, incluso su irremediable muerte.
La primera vez que la vio tenía el cabello suelto, el aire lo había enmarañado, vestía pantalones negro untados, un polo rojo y un jersey negro de piel. Esa tarde hacía un viento espantoso, su cuerpo delgado y bien definido parecía que fuese a salir volando en cualquier momento. Sus grandes ojos verdes parecían los de una niña perdida en el centro comercial. Supo que quería estar con esa menudita mujer en cuanto ella le pidió ayuda para subir las escaleras de aquel edificio de oficinas. Apenas medáa tal vez 1,55 metros y estaba segurísimo de que no pesaba más de 47 kilos. Pero era ágil y decidida; era lo que más le atraía de ella.
Siempre estaba bien vestida, siempre estaba al tanto de todo el mundo fashionista; los colores de temporada, las nuevas tendencias, los accesorios ideales para cada evento, después de todo ése era su trabajo. Estaba en el ranking de los mejores diseñadores y jamás estuvo involucrada en un escándalo. Su vida privada la mantenía así: privada. Era una mujer fabulosa.
Sólo tenía dos defectos que a él le molestaban bastante, y los cuales trató en vano de ignorar. Siempre criticaba la piel de todo aquel que conocía, si era grasosa o seca, si se le veían los poros o usaba en exceso maquillaje, nunca era condescendiente con nadie. Afortunadamente (pensaba en ese tiempo) él tenía una piel que a ella le agradaba. Su segundo defecto era su insensibilidad ante la muerte. Hacía tiempo que varios conocidos cercanos a ella habían desaparecido extrañamente. Al ver la notica en la televisión o en los periódicos, decía que era sólo una pérdida de tiempo, finalmente en el mundo moría gente cada minuto, y nada cambiaba, ¿por qué sería diferente si eran conocidos o no? Daba igual, por eso utilizaba los nombres de cada uno de ellos en sus líneas de ropa.
Ahora todo estaba claro. Los desaparecidos eran todos del «grupo de piel hermosa», como ella los llamaba, incluidos la anciana de la oficina de junto y él. Aquella colección enorme de abrigos, bolsos, jerseys, zapatos y accesorios, todo en piel… La máquina de costura, el caldero para teñir y los tubos horizontales ahora con piel recién curtida, oreándose…
El leve movimiento de su cuello le permitió ver a un costado suyo un pizarrón con patrones de corte para un modelo nuevo de un pequeño jersey. Lo que ella le dijo hizo eco en su mente: «estarás siempre conmigo».
Aquel nuevo jersey llevaba su nombre…
Fashionista | Creepypasta en español http://creepypastas.com/envios-destacados-29.html#ixzz2j3D3YWt6
Piel…
Piel… Era la piel lo que le faltaba ahora a ese cuerpo. El cuerpo de esa anciana amable y metiche.
Estaba envuelta en bolsas de supermercado, pero, a pesar de la casi nula luz que había, era obvio que le faltaban trozos de piel: en el torso, la espalda y ambos muslos.
No sabía qué pasaba (o qué había pasado) o por qué. ¿Por qué él y la anciana estaban ahí? ¿Quién los había llevado? ¿Quién era el responsable de algo tan horrible? Escuchó un pequeño ruido, era un sollozo, alguien lloraba; y podía sentirse el sufrimiento al oír ese sollozo. Entre la oscuridad apenas podía distinguir nada. Puso un poco más de atención; se escuchaba tan cerca… Sólo un instante después comprendió que era él quien lloraba.
Fue entonces que puso atención en sí mismo: estaba atado de pies y manos con cinta adhesiva, tenía un golpe en la cabeza que sangraba, sus rodillas y puños estaban raspadas, la sangre ya estaba seca. Sus ojos ya estaban acostumbrándose a la oscuridad y los entrecerraba como para agudizar la vista, tratando de ver en dónde se encontraba. Aunque la oscuridad era casi total, logró distinguir una máquina de costura, algo parecido a un caldero, estantes con frascos y una serie de tubos colocados horizontalmente del piso hacia arriba; calculó que tendrían tal vez metro y medio, y parecía que se ocupaban con…
La puerta se abrió de golpe y él cerró sus ojos, la luz lo lastimaba. Los apretó tan fuerte que le dolieron los parpados. Sintió un ligero puntapié en las pantorrillas. Abrió poco a poco los ojos para distinguir a quién tenía enfrente; un escalofrío lo recorrió desde el cóccix hasta la nuca. Y se escuchó gemir de nuevo, sólo que esta vez con desesperación y terror. En vano trató de librar manos y tobillos para huir, sólo consiguió empujar su cuerpo hacia atrás con los talones desnudos hasta que su espalda chocó con la pared. Su llanto se ahogaba en el esparadrapo que tenía en la boca.
Y ahí estaba ella, tan tranquila. Su tono de voz era tan relajado y despreocupado, su apariencia era la de siempre, a excepción de que estaba cubierta de sangre y tenía un afilado cuchillo en la mano. Le hablaba como si tenerlos allí fuese de lo más normal, caminaba por el cuarto moviendo cosas y hablando al mismo tiempo de la anciana muerta junto a él, del retraso que llevaba en tiempo por culpa de ella, y sobre todo del desorden que había provocado, que si hubiera cooperado un poco más no estaría ahora tan apurada. En cambio, en vez de uno eran dos los colores que tenía que fijar antes de la presentación de… Lo miró. Sonrió y se puso el dedo en los labios como hacen los niños pequeños cuando tienen un travieso secreto.
Se acercó al desollado cuerpo de la anciana. Se inclinó para arrastralo hasta la puerta que estaba al fondo del pequeño cuarto. El rastro de sangre que dejaba al avanzar le provocó mareos y perdió el conocimiento.
Al despertar estaba en el piso sobre una manta de plástico. Quiso incorporarse y no pudo, su cuerpo no se movía. Lo único que podía mover eran los ojos y su cuello, éste último sólo un poco a la izquierda, pero era casi nada. Al verlo despertar, ella se le acercó y le sonrió. Le besó la frente. «Estarás conmigo para siempre». Al oír eso comprendió todo, incluso su irremediable muerte.
La primera vez que la vio tenía el cabello suelto, el aire lo había enmarañado, vestía pantalones negro untados, un polo rojo y un jersey negro de piel. Esa tarde hacía un viento espantoso, su cuerpo delgado y bien definido parecía que fuese a salir volando en cualquier momento. Sus grandes ojos verdes parecían los de una niña perdida en el centro comercial. Supo que quería estar con esa menudita mujer en cuanto ella le pidió ayuda para subir las escaleras de aquel edificio de oficinas. Apenas medáa tal vez 1,55 metros y estaba segurísimo de que no pesaba más de 47 kilos. Pero era ágil y decidida; era lo que más le atraía de ella.
Siempre estaba bien vestida, siempre estaba al tanto de todo el mundo fashionista; los colores de temporada, las nuevas tendencias, los accesorios ideales para cada evento, después de todo ése era su trabajo. Estaba en el ranking de los mejores diseñadores y jamás estuvo involucrada en un escándalo. Su vida privada la mantenía así: privada. Era una mujer fabulosa.
Sólo tenía dos defectos que a él le molestaban bastante, y los cuales trató en vano de ignorar. Siempre criticaba la piel de todo aquel que conocía, si era grasosa o seca, si se le veían los poros o usaba en exceso maquillaje, nunca era condescendiente con nadie. Afortunadamente (pensaba en ese tiempo) él tenía una piel que a ella le agradaba. Su segundo defecto era su insensibilidad ante la muerte. Hacía tiempo que varios conocidos cercanos a ella habían desaparecido extrañamente. Al ver la notica en la televisión o en los periódicos, decía que era sólo una pérdida de tiempo, finalmente en el mundo moría gente cada minuto, y nada cambiaba, ¿por qué sería diferente si eran conocidos o no? Daba igual, por eso utilizaba los nombres de cada uno de ellos en sus líneas de ropa.
Ahora todo estaba claro. Los desaparecidos eran todos del «grupo de piel hermosa», como ella los llamaba, incluidos la anciana de la oficina de junto y él. Aquella colección enorme de abrigos, bolsos, jerseys, zapatos y accesorios, todo en piel… La máquina de costura, el caldero para teñir y los tubos horizontales ahora con piel recién curtida, oreándose…
El leve movimiento de su cuello le permitió ver a un costado suyo un pizarrón con patrones de corte para un modelo nuevo de un pequeño jersey. Lo que ella le dijo hizo eco en su mente: «estarás siempre conmigo».
Aquel nuevo jersey llevaba su nombre…
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Asombroso- Cybernauta VIP
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Cintas
Trabajo en una estación de gas en la zona rural de Pennsylvania. Es un trabajo aburrido, pero es bastante simple y pagan bien. Hace unas cuantas semanas, un chico nuevo comenzó a trabajar conmigo; lo llamaré Jeremías.
Jeremías es raro. Tiene alrededor de veinticinco, y la risa más espeluznante que jamás haya oído. Mi jefe y yo lo hemos notado, pero nunca ha sido un problema, así que no hay mucho que podamos hacer al respecto. Los clientes nunca se han quejado de él, y siempre ha hecho su trabajo bastante bien. Hasta hace unas semanas, al menos; entonces los productos empezaron a desaparecer. Los empleados que roban pueden ser un problema para cualquier negocio que venda bienes a los clientes, y sólo había una persona trabajando en la estación cuando los robos ocurrían (es un establecimiento muy pequeño).
Hace dos semanas mi jefe empezó a notar que nos estábamos quedando sin aceite de motor. Al principio sólo eran unos cuantos contenedores los que faltaban, pero después cajas enteras y estantes del producto desaparecían. En nada de tiempo, cargamentos de aceite de motor desaparecían al día siguiente de haberlos adquirido, y siempre tras el turno de Jeremías. Mi jefe revisó las cintas de seguridad de cada una de las noches en las que él había trabajado, pero jamás pudo atraparlo en el acto. Luego de que Jeremías cerrara, el aceite de motor había desaparecido para el día siguiente.
Mi jefe incluso llevó las cintas a mi casa para verlas conmigo, pero esa misma noche le surgió un compromiso, así que me pidió que mirara las cintas por él. Se ofreció a pagarme horas extra, por lo que obviamente acepté la oferta. Son tres cámaras las que hay en el establecimiento, entonces eran tres cintas las que debía mirar. Supuse que sería una noche larga, pero estaba tratando de ahorrar dinero para las vacaciones, así que realmente me convenía el trabajo. Llevé las cintas a mi sala de estar, las metí en un viejo VCR y me senté a verlas.
Hace dos días (la última vez que trabajó) Jeremías empezó su turno como a las cuatro de la tarde. Todo se veía bastante normal al inicio. Contó el dinero que había en la caja registradora, cambió de turno con la chica que estaba antes que él y esperó por nuevos clientes. La primera persona que llegó fue la señora García, alguien que viene a menudo, a las 4:03 p.m. Cogió sus ración diaria de cigarrillos y un periódico y pagó con un billete de veinte; nada inusual con ello. El siguiente cliente era un chico de los alrededores llamado Mario. Conduce una motocicleta y llega a la estación de vez en cuando. Llenó su tanque, agarró una bolsa de carne seca, pagó con su tarjeta de crédito y luego se fue. A él le siguió un chico cualquiera con un sombrero de vaquero. Nunca lo había visto antes, pero atendemos a varios extraños que van de paso, como en cualquier estación de gas. Pagó cuarenta dólares en combustible Diesel y retomó su viaje. Me recliné en la silla y suspiré; lo único más aburrido que hacer ese trabajo era ver a alguien más haciéndolo.
Pero la oferta de mi jefe era suficiente para mantenerme motivado, así que dejé que el video siguiera andando. Toda parecía aburridamente normal. Tenía el presentimiento de que si era Jeremías quien estaba robando el aceite de motor, seguramente ya tenía la noción de que sospechábamos de él, no esperaba que fuera tan estúpido como para que se dejara grabar por las cámaras. Los eventos siguieron su mismo tedioso curso hasta que fueron las cinco en punto.
A las 5:03 p.m. la señora García entró de nuevo; seguramente había olvidado algo, o eso pensé. Pero no fue así. Volvió a comprar el mismo paquete de cigarrillos de antes, y el mismo periódico. Pagó ambos con otro billete de veinte. Me pareció extraño, pero igual a la mujer le empezaba a fallar la memoria. Pensé que Jeremías iba a recordarle que ya había comprado su ración de humo de ese día, pero no va contra las reglas vender a alguien lo mismo dos veces.
Luego Mario entró de nuevo. Pagó por otro tanque de gas (de nuevo para su motocicleta, aunque al principio consideré la posibilidad de que pudo tener otro vehículo que llenar) y la misma bolsa de carne seca. Pagó con crédito, de nuevo.
No era la gran cosa. Todo podía ser una enorme y extraña coincidencia. La señora García era olvidadiza y Mario probablemente tenía más de una Harley. Entonces el tipo con sombrero de vaquero volvió a aparecer; sentí cómo un fuerte escalofrío bajaba por mi espalda.
Cada acción que hizo fue idéntica a la que había hecho en su primera visita, hasta la forma en que se rascó la nariz antes de abandonar el establecimiento. O el chico era rico, dueño de varios camiones y se acaba de mudar al pueblo, o algo realmente bizarro estaba sucediendo. Seguí mirando.
Cada cliente por la siguiente hora fue el mismo que la vez anterior. Cada uno de ellos. Estaba empezando a ponerme ansioso cuando a las 6:03 p.m. la señora García entró de nuevo. Sólo observé por otra media hora antes de adelantar el resto; era todo lo mismo, cada cliente entraba a la misma hora que ya lo había hecho, con una hora de diferencia.
Sé lo que están pensando: Jeremías, ese astuto infeliz, había manipulado las cintas o la cámara. Había superpuesto su primera hora de trabajo una y otra vez. Bueno, ése no era el caso. Alrededor de la caja registradora hay ventanas, y podía ver cómo la luz del sol disminuía a medida que el tiempo pasaba. La rutina de Jeremías tampoco se repetía: él barría, trapeaba, ordenaba los estantes y hacía cada una de las labores que tenía encargadas.
Es decir, algo andaba realmente mal con lo que estaba viendo, y no tenía ninguna explicación para ello. Me salté hasta cuando cerraba y caminaba hacia su auto. No había robado nada, pero seguí viendo, sólo para estar seguro. Lo adelanté una última vez, a eso de la medianoche.
Exactamente a las 12:03 a.m., la cara de Jeremías apareció ante la cámara, de la nada. No me refiero a que giró su cabeza hacia la cámara, sino a que un segundo se mostraba la tienda vacía, y al otro su cara era lo único que se podía ver. Y no miraba a la cámara; me miraba a mí. Estoy más que seguro. Grité y busqué el control remoto. Para cuando lo agarré, Jeremías ya no estaba, había desaparecido casi tan rápido como había aparecido. Mis manos temblaban frenéticamente, pero pude cambiar la cinta.
La otra cámara mostraba la parte trasera del establecimiento, y con ella podría ser capaz de ver a Jeremías subirse en algo para poner su cara frente a la otra cámara. Me adelanté a las 12:03 a.m., pero vi nada. No lo volví a ver en la tienda luego de que se fue. Era como si nunca hubiera estado allí. Jeremías no se sabía el código de seguridad, y ninguna alarma fue activada esa noche luego de que él cerrara.
Lo que sí pude ver, sin embargo, fue que a las 12:03 a.m. el aceite de motor desapareció de su estante. Todo el aceite. Al igual que la cara de ese cabrón, un segundo estaba allí, y al siguiente no. Apagué el televisor y me fui a la cama, pero no logré conciliar el sueño.
Ahora mi cuerpo está exhausto, pero mi mente no deja de pensar en ello. Esas cintas son, sin duda, lo más raro, lo más bizarro que he visto en toda mi vida.
Tengo que trabajar en un par de horas. Mi jefe me ha pedido que le lleve las cintas y que le cuente lo que he averiguado, pero, vamos, ¿qué demonios se supone que he de decirle? Jeremías trabaja su turno esta noche, justo después de mí, y el plan de mi jefe es confrontarlo antes de que me vaya (ya que se supone que, en efecto, lo vi robar el aceite). No tengo idea de lo que haré. Supongo que tendré que mostrarle las cintas a mi jefe, pero yo no quiero volver a verlas.
En todo caso, trataré de dormir unos minutos antes de que tenga que irme y lidiar con todo esto. Les haré saber lo que suceda después…
ACTUALIZACIÓN (2:49 p.m.): Actualizo por mi teléfono, me disculpo por cualquier error que pueda cometer. Mi jefe acaba de terminar de mirar las últimas cintas. Le advertí sobre lo que podría esperar, pero la verdad no te puedes preparar para algo así. Está temblando de miedo y se supone que Jeremías vuelve a las cuatro. Tiene poco más de una hora para recomponerse, pero ni él ni yo sabemos lo que debemos decirle. ¿Es acaso un trastornado que gusta de robar aceite de motor y además matar del susto a la gente? ¿O es algo más? No sé si me estoy yendo muy lejos, pero ¿a nadie le parece que él tiene algo que ver con los bucles de tiempo que hacía que la gente hiciera lo mismo una y otra vez? Mi jefe dice que no notó nada de esto en ninguna de las cintas de fechas anteriores, y por la forma en que Jeremías apareció de la nada ante la cámara me hace creer que sabía que estaríamos observando. Era como si quería que viéramos lo que podía hacer. Como si estuviera regodeándose, o algo así. La forma en que sonrió ante la cámara me hace recordar a un niño pequeño mostrando su recién construido castillo de arena. No lo sé. Seguramente sueno como un loco. Al menos así me siento. Iré a hablar con mi jefe un poco más; tenemos que tranquilizarnos y resolver todo esto. Actualizaré de nuevo mañana, aunque tengo un muy mal presentimiento.
ACTUALIZACIÓN (4:33 p.m.): No hay señal de Jeremías. Traté de llamarlo, pero su teléfono está desconectado. Vamos a llamar a la policía.
ACTUALIZACIÓN (5:33 p.m.): No hay señal de Jeremías. Traté de llamarlo, pero su teléfono está desconectado. Vamos a llamar a la policía.
ACTUALIZACIÓN (6:33 p.m.): No hay señal de Jeremías. Traté de llamarlo, pero su teléfono está desconectado. Vamos a llamar a la policía.
ACTUALIZACIÓN (7:33 p.m.): No hay señal de Jeremías. Traté de llamarlo, pero su teléfono está desconectado. Vamos a llamar a la policía.
ACTUALIZACIÓN (8:33 p.m.): No hay señal de Jeremías. Traté de llamarlo, pero su teléfono está desconectado. Vamos a llamar a la policía.
ACTUALIZACIÓN (10:58 p.m.): Mierda… Mierda, mierda, mierda, mierda. Cuando regresé a casa pude ver mis últimas actualizaciones. Las cosas nunca pudieron tener menos sentido. Esto es lo que les puedo decir: fui al trabajo, y como Jeremías nunca se apareció, mi jefe y yo decidimos llamar a la policía, como todos bien saben. Sin embargo, cuando tomé el teléfono para llamar, el sol se apagó. Les juro que eso fue lo que pensé que había sucedido; aparentemente me desmayé por exactamente cinco horas, porque cuando vi el reloj, eran las 9:33 p.m. Estoy seguro de que estuve atascado en el bucle de Jeremías, y luego desperté al mismo minuto en el que me había desmayado, con cinco horas de diferencia. Pero entonces las cosas empezaron a volverse aún más extrañas.
Mi jefe estaba a mi lado cuando me desmayé, dispuesto a corroborar mi historia con la policía. Cuando desperté, el teléfono estaba en mi mano, pero averiado. No provenía ningún sonido del auricular. Mi jefe seguía donde lo había visto por última vez, pero no se movía. Estaba parado en su sitio, petrificado. Miré de nuevo al reloj y éste tampoco se movía; la segunda manecilla estaba parada en el número doce. Eran exactamente las 9:33 de la noche. El reloj de la recepción (en la pantalla de la computadora) también se había detenido. Incluso había un cliente en la barra esperando que mi jefe le pasara una caja de cigarrillos. Apuesto a que ése era su quinto paquete del día.
Me fui de allí inmediatamente. No cerré con llave, no apagué las luces y, lo siento, pero no llevé las cintas de video para subirlas a internet. Créanme que eso era lo último que tenía en mente. La estación de gas está localizada al lado de una gran carretera, y los carros que iban pasando estaban estacionados alrededor de ella cuando salí, excepto que no estaban estacionados; estaban congelados. Las personas dentro de ellos estaban petrificadas, como si fueran esculturas de cera. Subí a mi auto y recé por que arrancara. Gracias a Dios lo hizo.
Como a la mitad del camino, el tiempo volvió a empezar de nuevo. La estática de la radio se convirtió en música, como se supone que debe ser, y por lo que decía el anfitrión de la emisora, aparentemente nadie se dio cuenta de que el tiempo se había detenido. Fui el único que lo notó. Bueno, aparte de Jeremías, por supuesto. Sigo sin tener idea de dónde está o qué estará haciendo. Estoy escondido en mi habitación y llamaré a la policía por la mañana, aunque no estoy seguro de si me tomarán en serio. Actualizaré mañana, si puedo.
ACTUALIZACIÓN FINAL (10:33 a.m.): Creo que caí dormido anoche a eso de las cuatro de la madrugada. Me sorprende que haya podido, supongo que el cansancio me pudo. Me despertó el timbre de mi teléfono; era mi jefe el que llamaba. Estuvo tratando de contactarme desde las seis. Volvió en sí luego de que el tiempo regresara la noche anterior e inmediatamente llamó a la policía. Llegaron a la estación de gas y les contó todo. Los policías de aquí son gente práctica, ya que estaban más preocupados por el aceite de motor perdido que por cualquier otra cosa, pero a mi jefe le bastó con haber captado su atención. Decidieron ir a buscar a Jeremías.
Nosotros mantenemos los archivos de nuestros empleados en una base de datos, y como Jeremías había empezado a trabajar hacía algunas semanas, su archivo fue fácil de encontrar. Tomaron su dirección y se dirigieron a su casa.
La dirección de Jeremías era un lote vacío, o al menos lo es ahora. Solía haber una casa ahí, pero se quemó en el 93. Siendo un pueblo pequeño, casi todos recuerdan el incendio. Una familia de cuatro personas vivía allí cuando ocurrió. Los rumores dicen que el padre tenía un hijo ilegítimo del que la familia nunca hablaba, pero realmente no puedo asegurarles nada. Lo que sí puedo decir es que luego de una investigación de seguros, se descubrió que el incendio fue hecho adrede. La casa entera fue empapada en aceite y luego alguien le lanzó una bomba Molotov para que prendiera. Como la familia estaba durmiendo cuando sucedió, ninguno pudo sobrevivir.
En fin, cuando mi jefe me llamó y me dijo todo esto, entré en pánico, pero me aseguró que los policías estaban de nuestro lado. Luego me soltó una bomba: el FBI andaba por los alrededores y quería hablar conmigo de una forma u otra, así que lo mejor sería que me pasara por allí. Eran las 7:15 y yo sólo quería volver a la cama, pero supuse que no podría dormir mucho de todos modos, así fui para allá.
Cuatro hombres con trajes me recibieron y me dijeron que tomara asiento. Repasamos todo alrededor de tres o cuatro veces hasta que pudieron anotar hasta el último detalle. Les hablé sobre Jeremías, las cintas de seguridad, lo sucedido la noche anterior. Finalmente, cuando terminé, uno de los agentes dijo:
—Oh Dios, tenemos a otro entre manos.
Luego me hicieron firmar un montón de papeles, declarando que no le diría lo sucedido a nadie, por lo que no puedo contar mucho más. Podría estar rompiendo la ley con tan sólo poner esto en la web.
Así que ahora estoy en casa. No estoy muy seguro de qué hacer conmigo mismo. Las palabras del agente luego de que le contara toda la historia me perseguirán el resto de mi vida.
En todo caso, ya me tengo que ir. Tengo algunas cosas pendientes que hacer, y mi jefe no tarda en llegar. Creemos que el empleado nuevo, a quien llamaré Jeremías (y es un completo fenómeno) se ha estado robando el aceite de motor, y vamos a revisar las cintas de seguridad para ver si lo podemos atrapar en el acto. Tengo mejores cosas que hacer, pero el viejo me pagará tiempo extra, y quiero ahorrar dinero para las vacaciones. Será muy sencillo; el aceite siempre desaparece luego de sus turnos. Supongo que sólo tendremos que ver los videos, atraparlo con las manos en la masa, y eso será todo.
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Jeremías es raro. Tiene alrededor de veinticinco, y la risa más espeluznante que jamás haya oído. Mi jefe y yo lo hemos notado, pero nunca ha sido un problema, así que no hay mucho que podamos hacer al respecto. Los clientes nunca se han quejado de él, y siempre ha hecho su trabajo bastante bien. Hasta hace unas semanas, al menos; entonces los productos empezaron a desaparecer. Los empleados que roban pueden ser un problema para cualquier negocio que venda bienes a los clientes, y sólo había una persona trabajando en la estación cuando los robos ocurrían (es un establecimiento muy pequeño).
Hace dos semanas mi jefe empezó a notar que nos estábamos quedando sin aceite de motor. Al principio sólo eran unos cuantos contenedores los que faltaban, pero después cajas enteras y estantes del producto desaparecían. En nada de tiempo, cargamentos de aceite de motor desaparecían al día siguiente de haberlos adquirido, y siempre tras el turno de Jeremías. Mi jefe revisó las cintas de seguridad de cada una de las noches en las que él había trabajado, pero jamás pudo atraparlo en el acto. Luego de que Jeremías cerrara, el aceite de motor había desaparecido para el día siguiente.
Mi jefe incluso llevó las cintas a mi casa para verlas conmigo, pero esa misma noche le surgió un compromiso, así que me pidió que mirara las cintas por él. Se ofreció a pagarme horas extra, por lo que obviamente acepté la oferta. Son tres cámaras las que hay en el establecimiento, entonces eran tres cintas las que debía mirar. Supuse que sería una noche larga, pero estaba tratando de ahorrar dinero para las vacaciones, así que realmente me convenía el trabajo. Llevé las cintas a mi sala de estar, las metí en un viejo VCR y me senté a verlas.
Hace dos días (la última vez que trabajó) Jeremías empezó su turno como a las cuatro de la tarde. Todo se veía bastante normal al inicio. Contó el dinero que había en la caja registradora, cambió de turno con la chica que estaba antes que él y esperó por nuevos clientes. La primera persona que llegó fue la señora García, alguien que viene a menudo, a las 4:03 p.m. Cogió sus ración diaria de cigarrillos y un periódico y pagó con un billete de veinte; nada inusual con ello. El siguiente cliente era un chico de los alrededores llamado Mario. Conduce una motocicleta y llega a la estación de vez en cuando. Llenó su tanque, agarró una bolsa de carne seca, pagó con su tarjeta de crédito y luego se fue. A él le siguió un chico cualquiera con un sombrero de vaquero. Nunca lo había visto antes, pero atendemos a varios extraños que van de paso, como en cualquier estación de gas. Pagó cuarenta dólares en combustible Diesel y retomó su viaje. Me recliné en la silla y suspiré; lo único más aburrido que hacer ese trabajo era ver a alguien más haciéndolo.
Pero la oferta de mi jefe era suficiente para mantenerme motivado, así que dejé que el video siguiera andando. Toda parecía aburridamente normal. Tenía el presentimiento de que si era Jeremías quien estaba robando el aceite de motor, seguramente ya tenía la noción de que sospechábamos de él, no esperaba que fuera tan estúpido como para que se dejara grabar por las cámaras. Los eventos siguieron su mismo tedioso curso hasta que fueron las cinco en punto.
A las 5:03 p.m. la señora García entró de nuevo; seguramente había olvidado algo, o eso pensé. Pero no fue así. Volvió a comprar el mismo paquete de cigarrillos de antes, y el mismo periódico. Pagó ambos con otro billete de veinte. Me pareció extraño, pero igual a la mujer le empezaba a fallar la memoria. Pensé que Jeremías iba a recordarle que ya había comprado su ración de humo de ese día, pero no va contra las reglas vender a alguien lo mismo dos veces.
Luego Mario entró de nuevo. Pagó por otro tanque de gas (de nuevo para su motocicleta, aunque al principio consideré la posibilidad de que pudo tener otro vehículo que llenar) y la misma bolsa de carne seca. Pagó con crédito, de nuevo.
No era la gran cosa. Todo podía ser una enorme y extraña coincidencia. La señora García era olvidadiza y Mario probablemente tenía más de una Harley. Entonces el tipo con sombrero de vaquero volvió a aparecer; sentí cómo un fuerte escalofrío bajaba por mi espalda.
Cada acción que hizo fue idéntica a la que había hecho en su primera visita, hasta la forma en que se rascó la nariz antes de abandonar el establecimiento. O el chico era rico, dueño de varios camiones y se acaba de mudar al pueblo, o algo realmente bizarro estaba sucediendo. Seguí mirando.
Cada cliente por la siguiente hora fue el mismo que la vez anterior. Cada uno de ellos. Estaba empezando a ponerme ansioso cuando a las 6:03 p.m. la señora García entró de nuevo. Sólo observé por otra media hora antes de adelantar el resto; era todo lo mismo, cada cliente entraba a la misma hora que ya lo había hecho, con una hora de diferencia.
Sé lo que están pensando: Jeremías, ese astuto infeliz, había manipulado las cintas o la cámara. Había superpuesto su primera hora de trabajo una y otra vez. Bueno, ése no era el caso. Alrededor de la caja registradora hay ventanas, y podía ver cómo la luz del sol disminuía a medida que el tiempo pasaba. La rutina de Jeremías tampoco se repetía: él barría, trapeaba, ordenaba los estantes y hacía cada una de las labores que tenía encargadas.
Es decir, algo andaba realmente mal con lo que estaba viendo, y no tenía ninguna explicación para ello. Me salté hasta cuando cerraba y caminaba hacia su auto. No había robado nada, pero seguí viendo, sólo para estar seguro. Lo adelanté una última vez, a eso de la medianoche.
Exactamente a las 12:03 a.m., la cara de Jeremías apareció ante la cámara, de la nada. No me refiero a que giró su cabeza hacia la cámara, sino a que un segundo se mostraba la tienda vacía, y al otro su cara era lo único que se podía ver. Y no miraba a la cámara; me miraba a mí. Estoy más que seguro. Grité y busqué el control remoto. Para cuando lo agarré, Jeremías ya no estaba, había desaparecido casi tan rápido como había aparecido. Mis manos temblaban frenéticamente, pero pude cambiar la cinta.
La otra cámara mostraba la parte trasera del establecimiento, y con ella podría ser capaz de ver a Jeremías subirse en algo para poner su cara frente a la otra cámara. Me adelanté a las 12:03 a.m., pero vi nada. No lo volví a ver en la tienda luego de que se fue. Era como si nunca hubiera estado allí. Jeremías no se sabía el código de seguridad, y ninguna alarma fue activada esa noche luego de que él cerrara.
Lo que sí pude ver, sin embargo, fue que a las 12:03 a.m. el aceite de motor desapareció de su estante. Todo el aceite. Al igual que la cara de ese cabrón, un segundo estaba allí, y al siguiente no. Apagué el televisor y me fui a la cama, pero no logré conciliar el sueño.
Ahora mi cuerpo está exhausto, pero mi mente no deja de pensar en ello. Esas cintas son, sin duda, lo más raro, lo más bizarro que he visto en toda mi vida.
Tengo que trabajar en un par de horas. Mi jefe me ha pedido que le lleve las cintas y que le cuente lo que he averiguado, pero, vamos, ¿qué demonios se supone que he de decirle? Jeremías trabaja su turno esta noche, justo después de mí, y el plan de mi jefe es confrontarlo antes de que me vaya (ya que se supone que, en efecto, lo vi robar el aceite). No tengo idea de lo que haré. Supongo que tendré que mostrarle las cintas a mi jefe, pero yo no quiero volver a verlas.
En todo caso, trataré de dormir unos minutos antes de que tenga que irme y lidiar con todo esto. Les haré saber lo que suceda después…
ACTUALIZACIÓN (2:49 p.m.): Actualizo por mi teléfono, me disculpo por cualquier error que pueda cometer. Mi jefe acaba de terminar de mirar las últimas cintas. Le advertí sobre lo que podría esperar, pero la verdad no te puedes preparar para algo así. Está temblando de miedo y se supone que Jeremías vuelve a las cuatro. Tiene poco más de una hora para recomponerse, pero ni él ni yo sabemos lo que debemos decirle. ¿Es acaso un trastornado que gusta de robar aceite de motor y además matar del susto a la gente? ¿O es algo más? No sé si me estoy yendo muy lejos, pero ¿a nadie le parece que él tiene algo que ver con los bucles de tiempo que hacía que la gente hiciera lo mismo una y otra vez? Mi jefe dice que no notó nada de esto en ninguna de las cintas de fechas anteriores, y por la forma en que Jeremías apareció de la nada ante la cámara me hace creer que sabía que estaríamos observando. Era como si quería que viéramos lo que podía hacer. Como si estuviera regodeándose, o algo así. La forma en que sonrió ante la cámara me hace recordar a un niño pequeño mostrando su recién construido castillo de arena. No lo sé. Seguramente sueno como un loco. Al menos así me siento. Iré a hablar con mi jefe un poco más; tenemos que tranquilizarnos y resolver todo esto. Actualizaré de nuevo mañana, aunque tengo un muy mal presentimiento.
ACTUALIZACIÓN (4:33 p.m.): No hay señal de Jeremías. Traté de llamarlo, pero su teléfono está desconectado. Vamos a llamar a la policía.
ACTUALIZACIÓN (5:33 p.m.): No hay señal de Jeremías. Traté de llamarlo, pero su teléfono está desconectado. Vamos a llamar a la policía.
ACTUALIZACIÓN (6:33 p.m.): No hay señal de Jeremías. Traté de llamarlo, pero su teléfono está desconectado. Vamos a llamar a la policía.
ACTUALIZACIÓN (7:33 p.m.): No hay señal de Jeremías. Traté de llamarlo, pero su teléfono está desconectado. Vamos a llamar a la policía.
ACTUALIZACIÓN (8:33 p.m.): No hay señal de Jeremías. Traté de llamarlo, pero su teléfono está desconectado. Vamos a llamar a la policía.
ACTUALIZACIÓN (10:58 p.m.): Mierda… Mierda, mierda, mierda, mierda. Cuando regresé a casa pude ver mis últimas actualizaciones. Las cosas nunca pudieron tener menos sentido. Esto es lo que les puedo decir: fui al trabajo, y como Jeremías nunca se apareció, mi jefe y yo decidimos llamar a la policía, como todos bien saben. Sin embargo, cuando tomé el teléfono para llamar, el sol se apagó. Les juro que eso fue lo que pensé que había sucedido; aparentemente me desmayé por exactamente cinco horas, porque cuando vi el reloj, eran las 9:33 p.m. Estoy seguro de que estuve atascado en el bucle de Jeremías, y luego desperté al mismo minuto en el que me había desmayado, con cinco horas de diferencia. Pero entonces las cosas empezaron a volverse aún más extrañas.
Mi jefe estaba a mi lado cuando me desmayé, dispuesto a corroborar mi historia con la policía. Cuando desperté, el teléfono estaba en mi mano, pero averiado. No provenía ningún sonido del auricular. Mi jefe seguía donde lo había visto por última vez, pero no se movía. Estaba parado en su sitio, petrificado. Miré de nuevo al reloj y éste tampoco se movía; la segunda manecilla estaba parada en el número doce. Eran exactamente las 9:33 de la noche. El reloj de la recepción (en la pantalla de la computadora) también se había detenido. Incluso había un cliente en la barra esperando que mi jefe le pasara una caja de cigarrillos. Apuesto a que ése era su quinto paquete del día.
Me fui de allí inmediatamente. No cerré con llave, no apagué las luces y, lo siento, pero no llevé las cintas de video para subirlas a internet. Créanme que eso era lo último que tenía en mente. La estación de gas está localizada al lado de una gran carretera, y los carros que iban pasando estaban estacionados alrededor de ella cuando salí, excepto que no estaban estacionados; estaban congelados. Las personas dentro de ellos estaban petrificadas, como si fueran esculturas de cera. Subí a mi auto y recé por que arrancara. Gracias a Dios lo hizo.
Como a la mitad del camino, el tiempo volvió a empezar de nuevo. La estática de la radio se convirtió en música, como se supone que debe ser, y por lo que decía el anfitrión de la emisora, aparentemente nadie se dio cuenta de que el tiempo se había detenido. Fui el único que lo notó. Bueno, aparte de Jeremías, por supuesto. Sigo sin tener idea de dónde está o qué estará haciendo. Estoy escondido en mi habitación y llamaré a la policía por la mañana, aunque no estoy seguro de si me tomarán en serio. Actualizaré mañana, si puedo.
ACTUALIZACIÓN FINAL (10:33 a.m.): Creo que caí dormido anoche a eso de las cuatro de la madrugada. Me sorprende que haya podido, supongo que el cansancio me pudo. Me despertó el timbre de mi teléfono; era mi jefe el que llamaba. Estuvo tratando de contactarme desde las seis. Volvió en sí luego de que el tiempo regresara la noche anterior e inmediatamente llamó a la policía. Llegaron a la estación de gas y les contó todo. Los policías de aquí son gente práctica, ya que estaban más preocupados por el aceite de motor perdido que por cualquier otra cosa, pero a mi jefe le bastó con haber captado su atención. Decidieron ir a buscar a Jeremías.
Nosotros mantenemos los archivos de nuestros empleados en una base de datos, y como Jeremías había empezado a trabajar hacía algunas semanas, su archivo fue fácil de encontrar. Tomaron su dirección y se dirigieron a su casa.
La dirección de Jeremías era un lote vacío, o al menos lo es ahora. Solía haber una casa ahí, pero se quemó en el 93. Siendo un pueblo pequeño, casi todos recuerdan el incendio. Una familia de cuatro personas vivía allí cuando ocurrió. Los rumores dicen que el padre tenía un hijo ilegítimo del que la familia nunca hablaba, pero realmente no puedo asegurarles nada. Lo que sí puedo decir es que luego de una investigación de seguros, se descubrió que el incendio fue hecho adrede. La casa entera fue empapada en aceite y luego alguien le lanzó una bomba Molotov para que prendiera. Como la familia estaba durmiendo cuando sucedió, ninguno pudo sobrevivir.
En fin, cuando mi jefe me llamó y me dijo todo esto, entré en pánico, pero me aseguró que los policías estaban de nuestro lado. Luego me soltó una bomba: el FBI andaba por los alrededores y quería hablar conmigo de una forma u otra, así que lo mejor sería que me pasara por allí. Eran las 7:15 y yo sólo quería volver a la cama, pero supuse que no podría dormir mucho de todos modos, así fui para allá.
Cuatro hombres con trajes me recibieron y me dijeron que tomara asiento. Repasamos todo alrededor de tres o cuatro veces hasta que pudieron anotar hasta el último detalle. Les hablé sobre Jeremías, las cintas de seguridad, lo sucedido la noche anterior. Finalmente, cuando terminé, uno de los agentes dijo:
—Oh Dios, tenemos a otro entre manos.
Luego me hicieron firmar un montón de papeles, declarando que no le diría lo sucedido a nadie, por lo que no puedo contar mucho más. Podría estar rompiendo la ley con tan sólo poner esto en la web.
Así que ahora estoy en casa. No estoy muy seguro de qué hacer conmigo mismo. Las palabras del agente luego de que le contara toda la historia me perseguirán el resto de mi vida.
En todo caso, ya me tengo que ir. Tengo algunas cosas pendientes que hacer, y mi jefe no tarda en llegar. Creemos que el empleado nuevo, a quien llamaré Jeremías (y es un completo fenómeno) se ha estado robando el aceite de motor, y vamos a revisar las cintas de seguridad para ver si lo podemos atrapar en el acto. Tengo mejores cosas que hacer, pero el viejo me pagará tiempo extra, y quiero ahorrar dinero para las vacaciones. Será muy sencillo; el aceite siempre desaparece luego de sus turnos. Supongo que sólo tendremos que ver los videos, atraparlo con las manos en la masa, y eso será todo.
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El Penitente de Ovruch + La casa del chivo
Esta leyenda, muy poco conocida por ser propia de la pequeña ciudad ucraniana de Ovruch, es una de esas leyendas tan jóvenes (surgió a finales de los noventa) que recién acaba de superar el ámbito de rumor urbano.
Cuentan en Ovruch que existe un espectro, un fantasma que algunos han visto penando de madrugada, siempre alrededor de una iglesia, siempre en noches cuando la soledad ha impregnado los alrededores del sitio en que se ha aparecido. Dicen que tiene dedos anormalmente largos, que viste de negro y que tiene un rostro que evidencia juventud pese a su monstruoso aspecto: cara aplanada, boca alargada y amplia, un ojo más grande que el otro y el cráneo deforme, terminado en una puntuda protuberancia sobre la que cuelga su larga y despeinada cabellera rubia.
Todos los que lo han visto han relatado que caminaba y caminaba alrededor de la iglesia en que se aparecía; que a veces se detenía, se arrodillaba y lanzaba unos gritos escalofriantes pues tenía una voz carrasposa, grave, pero sobre todo empañada por una angustia que hacía pensar en los torturados del Infierno y matizada por «un algo» indescriptible que denotaba un odio salvaje y abismal, difícil de encontrar incluso en la peor escoria criminal.
Pero lo más curioso de todo es que jamás ha sido visto antes de la una de la madrugada y que siempre, en todas sus apariciones, no ha habido nadie o prácticamente nadie cerca de la iglesia elegida. Es como si no quisiera ser visto, como si evitara dar a conocer su identidad. Además, se cree que sólo se manifiesta cuando no hay luna.
Quienes han tenido el valor de acercársele han contado que el espectro salía de su abstracción (todos dicen que siempre estaba como absorto en sus pensamientos), que se volteaba, rugía potentemente, se tiraba al suelo delante del testigo, miraba hacia arriba con gesto agonizante y, después de que sus ojos se volvían completamente negros, su cuerpo translúcido se llenaba de fuego y el espectro desaparecía entre alaridos de dolor…
Nada cierto se sabe acerca de cómo empezó todo; no obstante, no más de cinco años tuvieron que pasar desde el inicio de las apariciones para que una versión sobre su origen se hiciera conocida y terminase siendo aceptada como real.
En 1986 se dio la famosa tragedia de la central nuclear de Chernóbil. Fue el accidente nuclear más grave de la historia: Prípiat y Chernóbil se convirtieron en ciudades fantasmas, 172 pueblos fueron desalojados y unas 90.000 personas tuvieron que ser redistribuidas por toda Ucrania. Se declaró entonces una zona de exclusión, unas zonas con control permanente y otras con control periódico, todo dentro del área afectada por la radiación, área en la cual ciertas localidades, tales como Ovruch, no fueron lo suficientemente afectadas como para ser desalojadas o sometidas a controles.
Inmediatamente después de la tragedia de Chernóbil, unas cuantas familias emigraron a Ovruch en busca de una nueva vida. Sin embargo, cuentan que a inicios de los noventa una viuda madre de cinco hijos llegó tras ser haber sido expulsada de Prípiat. En otras palabras, la mujer y sus hijos habían estado viviendo en Prípiat sin que los controles los detectaran, lo cual no es muy difícil de creer teniendo en cuenta que, incluso en la actualidad, existe la leyenda urbana de que en Prípiat vive gente.
Según dicen, al llegar a Ovruch la mujer y sus hijos fueron conducidos a la casa de un tío, donde llevaron una vida relativamente normal hasta lo ocurrido a comienzos de 1996. Sólo dos detalles hacían que su vida no fuera completamente normal: el primero, que nunca se vio salir a la calle al menor de los cinco hijos, únicamente se vio a los otros cuatro; el segundo, que de vez en cuando se escuchaban gritos de dolor provenientes de la casa.
Sin embargo, en cierta fría madrugada todos los vecinos del barrio se despertaron tras oír gritos en una casa. «¡Los odio, los odio!», era lo único que todos recuerdan escuchar aparte de unos cuantos chillidos de angustia, las detonaciones de una escopeta y los «¡Estoy ardiendo!», previos a la escena del joven envuelto en llamas que salió a revolcarse en la acera mientras su vida se apagaba.
Tras venir a la escena, la policía encontró muerta a la madre, al tío y a los cuatro hermanos del joven, quien al parecer se había auto-incinerado. La prensa no dio mucha importancia al asunto; nadie supo con certeza el porqué, simplemente se especuló que había existido presión policial para que el suceso cayera en el olvido…
Algunos vecinos le habían dicho a la policía que a veces habían oído gritos de dolor provenientes de la casa. Alguien incluso afirmó escuchar una vez lo siguiente: «¡Mi cuerpo se quema, todo es tu culpa, todo es tu culpa por quedarnos en Prípiat, vieja estúpida!». No obstante, la policía le restó importancia, creyendo que era un simple individuo en busca de protagonismo. Con todo, lo último que se supo fue que, según los análisis forenses, no existía gasolina u otro compuesto que permitiese pensar que el joven se había suicidado auto-incinerándose: al parecer, era un extraño caso de «combustión espontánea» ligado a lo que los forenses catalogaron como «alteraciones genéticas».
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Cuentan en Ovruch que existe un espectro, un fantasma que algunos han visto penando de madrugada, siempre alrededor de una iglesia, siempre en noches cuando la soledad ha impregnado los alrededores del sitio en que se ha aparecido. Dicen que tiene dedos anormalmente largos, que viste de negro y que tiene un rostro que evidencia juventud pese a su monstruoso aspecto: cara aplanada, boca alargada y amplia, un ojo más grande que el otro y el cráneo deforme, terminado en una puntuda protuberancia sobre la que cuelga su larga y despeinada cabellera rubia.
Todos los que lo han visto han relatado que caminaba y caminaba alrededor de la iglesia en que se aparecía; que a veces se detenía, se arrodillaba y lanzaba unos gritos escalofriantes pues tenía una voz carrasposa, grave, pero sobre todo empañada por una angustia que hacía pensar en los torturados del Infierno y matizada por «un algo» indescriptible que denotaba un odio salvaje y abismal, difícil de encontrar incluso en la peor escoria criminal.
Pero lo más curioso de todo es que jamás ha sido visto antes de la una de la madrugada y que siempre, en todas sus apariciones, no ha habido nadie o prácticamente nadie cerca de la iglesia elegida. Es como si no quisiera ser visto, como si evitara dar a conocer su identidad. Además, se cree que sólo se manifiesta cuando no hay luna.
Quienes han tenido el valor de acercársele han contado que el espectro salía de su abstracción (todos dicen que siempre estaba como absorto en sus pensamientos), que se volteaba, rugía potentemente, se tiraba al suelo delante del testigo, miraba hacia arriba con gesto agonizante y, después de que sus ojos se volvían completamente negros, su cuerpo translúcido se llenaba de fuego y el espectro desaparecía entre alaridos de dolor…
Nada cierto se sabe acerca de cómo empezó todo; no obstante, no más de cinco años tuvieron que pasar desde el inicio de las apariciones para que una versión sobre su origen se hiciera conocida y terminase siendo aceptada como real.
En 1986 se dio la famosa tragedia de la central nuclear de Chernóbil. Fue el accidente nuclear más grave de la historia: Prípiat y Chernóbil se convirtieron en ciudades fantasmas, 172 pueblos fueron desalojados y unas 90.000 personas tuvieron que ser redistribuidas por toda Ucrania. Se declaró entonces una zona de exclusión, unas zonas con control permanente y otras con control periódico, todo dentro del área afectada por la radiación, área en la cual ciertas localidades, tales como Ovruch, no fueron lo suficientemente afectadas como para ser desalojadas o sometidas a controles.
Inmediatamente después de la tragedia de Chernóbil, unas cuantas familias emigraron a Ovruch en busca de una nueva vida. Sin embargo, cuentan que a inicios de los noventa una viuda madre de cinco hijos llegó tras ser haber sido expulsada de Prípiat. En otras palabras, la mujer y sus hijos habían estado viviendo en Prípiat sin que los controles los detectaran, lo cual no es muy difícil de creer teniendo en cuenta que, incluso en la actualidad, existe la leyenda urbana de que en Prípiat vive gente.
Según dicen, al llegar a Ovruch la mujer y sus hijos fueron conducidos a la casa de un tío, donde llevaron una vida relativamente normal hasta lo ocurrido a comienzos de 1996. Sólo dos detalles hacían que su vida no fuera completamente normal: el primero, que nunca se vio salir a la calle al menor de los cinco hijos, únicamente se vio a los otros cuatro; el segundo, que de vez en cuando se escuchaban gritos de dolor provenientes de la casa.
Sin embargo, en cierta fría madrugada todos los vecinos del barrio se despertaron tras oír gritos en una casa. «¡Los odio, los odio!», era lo único que todos recuerdan escuchar aparte de unos cuantos chillidos de angustia, las detonaciones de una escopeta y los «¡Estoy ardiendo!», previos a la escena del joven envuelto en llamas que salió a revolcarse en la acera mientras su vida se apagaba.
Tras venir a la escena, la policía encontró muerta a la madre, al tío y a los cuatro hermanos del joven, quien al parecer se había auto-incinerado. La prensa no dio mucha importancia al asunto; nadie supo con certeza el porqué, simplemente se especuló que había existido presión policial para que el suceso cayera en el olvido…
Algunos vecinos le habían dicho a la policía que a veces habían oído gritos de dolor provenientes de la casa. Alguien incluso afirmó escuchar una vez lo siguiente: «¡Mi cuerpo se quema, todo es tu culpa, todo es tu culpa por quedarnos en Prípiat, vieja estúpida!». No obstante, la policía le restó importancia, creyendo que era un simple individuo en busca de protagonismo. Con todo, lo último que se supo fue que, según los análisis forenses, no existía gasolina u otro compuesto que permitiese pensar que el joven se había suicidado auto-incinerándose: al parecer, era un extraño caso de «combustión espontánea» ligado a lo que los forenses catalogaron como «alteraciones genéticas».
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El piso de arriba
Cuando era niño mi familia se mudó a una casa vieja y enorme de dos pisos, con espaciosos cuartos vacíos y tablones que rechinaban. Mis padres trabajaban, así que usualmente me quedaba solo al venir de la escuela. Un día que llegaba un poco tarde, la casa todavía estaba oscura. «¿Mamá?», llamé, y la escuché decir con voz cantarina «¿Siiiiiií?» desde el piso de arriba. La llamé de nuevo mientras subía las escaleras para ver en qué habitación se encontraba, y de nuevo me respondió con un «¿Siiiiiií?».
Estábamos redecorando para ese tiempo, y no sabía ubicarme entre ese laberinto de habitaciones, pero ella estaba en una de las más alejadas, al final del pasillo. Me sentí intranquilo, pero supuse que era normal y me dirigí a ver a mi madre, sabiendo que su cercanía apaciguaría mis miedos. Justo cuando tomé la perilla para entrar en la habitación, escuché la puerta principal abrirse y a mi mamá decir, «Cariño, ¿estás en casa?» con una voz alegre. Di un salto hacia atrás, sobresaltado, y corrí hacia las escaleras para ir con ella; pero cuando volteé desde los primeros escalones, la puerta de esa habitación se abrió lentamente haciendo un quejido. Por un breve instante, pude ver algo ahí adentro. No sé lo que era, pero me estaba mirando.
Estábamos redecorando para ese tiempo, y no sabía ubicarme entre ese laberinto de habitaciones, pero ella estaba en una de las más alejadas, al final del pasillo. Me sentí intranquilo, pero supuse que era normal y me dirigí a ver a mi madre, sabiendo que su cercanía apaciguaría mis miedos. Justo cuando tomé la perilla para entrar en la habitación, escuché la puerta principal abrirse y a mi mamá decir, «Cariño, ¿estás en casa?» con una voz alegre. Di un salto hacia atrás, sobresaltado, y corrí hacia las escaleras para ir con ella; pero cuando volteé desde los primeros escalones, la puerta de esa habitación se abrió lentamente haciendo un quejido. Por un breve instante, pude ver algo ahí adentro. No sé lo que era, pero me estaba mirando.
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El Camino Sin Fin
En Corona, California, hubo una vez una carretera conocida por la mayoría de los lugareños como El Camino Sin Fin. Específicamente, el verdadero nombre de la carretera era El paso de Lester. Hoy día, más de veinte años después, el terreno de Corona ha cambiado, y El Camino Sin Fin ya no lo sigue siendo. Sin embargo, hace algunos años, El paso de Lester era un camino sin alumbrado público que las personas aseguraban que nunca terminaba cuando se cruzaba por la noche. Tampoco se volvía a saber de las personas que hacían tales recorridos por el camino.
La leyenda se volvió tan famosa que todos se rehusaban a conducir por El paso de Lester hasta por el día. Una noche, como muchos adolescentes de mi edad, conduje por esa carretera, pero sólo algunos kilómetros, y con los focos de mi auto sí daba la impresión de que nunca terminaba. Asustado, rápidamente decidí regresar, porque de haber continuado el camino seguramente nunca habría regresado.
Los reportes de personas desaparecidas llevaron a la policía local a investigar. El paso de Lester se dividía en un segundo camino para el final, y no había barandillas que lo cercaran. Más allá del segundo camino había un cañón, y al otro lado de éste había otra carretera que se alineaba tan perfectamente con El paso de Lester que, al verse desde el ángulo correcto, especialmente de noche, el cañón desaparecía de vista y la carretera parecía continuar al otro lado. Tras haber investigado el cañón, fueron encontrados varios autos que cayeron a su perdición, con los cadáveres descompuestos de las víctimas aún atrapados en sus asientos.
La leyenda se volvió tan famosa que todos se rehusaban a conducir por El paso de Lester hasta por el día. Una noche, como muchos adolescentes de mi edad, conduje por esa carretera, pero sólo algunos kilómetros, y con los focos de mi auto sí daba la impresión de que nunca terminaba. Asustado, rápidamente decidí regresar, porque de haber continuado el camino seguramente nunca habría regresado.
Los reportes de personas desaparecidas llevaron a la policía local a investigar. El paso de Lester se dividía en un segundo camino para el final, y no había barandillas que lo cercaran. Más allá del segundo camino había un cañón, y al otro lado de éste había otra carretera que se alineaba tan perfectamente con El paso de Lester que, al verse desde el ángulo correcto, especialmente de noche, el cañón desaparecía de vista y la carretera parecía continuar al otro lado. Tras haber investigado el cañón, fueron encontrados varios autos que cayeron a su perdición, con los cadáveres descompuestos de las víctimas aún atrapados en sus asientos.
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El cuchillo en el maletín
Un día de verano en Southampon, Nueva York, una mujer se detuvo en una estación de gas. Mientras el bombero llenaba el tanque, la mujer le comentó que iba apurada porque tenía que recoger a su hija de clase de arte en East Hampton.
Un hombre vestido formalmente se acercó a su auto y comenzó a hablar con ella. Le explicó que su auto rentado se había descompuesto, y que tenía que atender unos asuntos en East Hampton. Ella le dijo que estaría encantada de llevarlo. El hombre metió su portafolio en la cabina trasera y dijo que iría al baño rápidamente.
Tras un par de minutos, la mujer miró a su reloj y entró en pánico. Condujo de vuelta a la carretera, olvidando que el hombre volvería para acompañarla.
La mujer no se acordó de él hasta que su hija se había subido al auto. ¡Notó el maletín y se dio cuenta de que lo había olvidado! Lo abrió esperando encontrar algún tipo de identificación o medio de contactarlo para que pudiera regresarle sus pertenencias. Lo único que encontró ¡fue un cuchillo y un rollo de cinta adhesiva!
Un hombre vestido formalmente se acercó a su auto y comenzó a hablar con ella. Le explicó que su auto rentado se había descompuesto, y que tenía que atender unos asuntos en East Hampton. Ella le dijo que estaría encantada de llevarlo. El hombre metió su portafolio en la cabina trasera y dijo que iría al baño rápidamente.
Tras un par de minutos, la mujer miró a su reloj y entró en pánico. Condujo de vuelta a la carretera, olvidando que el hombre volvería para acompañarla.
La mujer no se acordó de él hasta que su hija se había subido al auto. ¡Notó el maletín y se dio cuenta de que lo había olvidado! Lo abrió esperando encontrar algún tipo de identificación o medio de contactarlo para que pudiera regresarle sus pertenencias. Lo único que encontró ¡fue un cuchillo y un rollo de cinta adhesiva!
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El viaje en metro
Vivo en el Reino Unido. Una compañera de trabajo se enteró de esto por su novio. Él trabaja con alguien que le contó que la amiga de su hermana se subió al metro para ir a su casa hace algunas semanas. Cuando entró notó que había cinco filas de asientos vacíos, excepto por la última fila, que tenía a tres personas. Como le dio un poco de miedo, se sentó en el lado opuesto a estas personas, a varias filas de distancia. Se acomodó y dirigió su mirada a la mujer que venía con los hombres, que la veía fijamente.
Sacó su libro y comenzó a leerlo, pero cada vez que volteaba a la mujer ésta parecía seguirla viendo. El metro se detuvo en la siguiente estación y se subió un hombre: observó detenidamente el interior del metro, la vio a ella y a las personas en el lado opuesto y se fue a sentar con ella. En tanto el metro partía a la siguiente estación, el hombre se inclinó hacia ella y le susurró en el oído, «si sabes lo que es bueno, te bajarán en la siguiente estación conmigo». Ella estaba helada, pero supuso que lo mejor sería hacerle caso, pues en la siguiente estación habría bastante gente.
Llegaron a la estación y ella se bajó con el hombre, quien empezó a decirle, «gracias a Dios. Lo siento, no quise asustarte, pero tenía que sacarte de ahí. Soy doctor, y la mujer sentada en los últimos asientos estaba muerta y los dos hombres a su lado la habían arreglado». De acuerdo al tipo que contó la historia, la chica y el doctor llamaron a la policía, quienes detuvieron el metro en la siguiente estación.
Escondido
¿Por qué lo haces? No sabes por qué, pero lo haces. Te aseguras de que las ventanas estén bien cerradas, revisas al otro lado de la puerta, y tu armario… incluso miras debajo de la cama. ¿Por qué haces eso? ¿Acaso abrir la cortina de la ducha y ver que no hay nada ahí te hace sentir seguro? ¿Acaso escudriñar el área con tu vista luego de leer una historia de terror te hace sentir tranquilo?
Pues, no deberías.
Porque para el tiempo que has mirado, yo ya me he escondido.
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Sacó su libro y comenzó a leerlo, pero cada vez que volteaba a la mujer ésta parecía seguirla viendo. El metro se detuvo en la siguiente estación y se subió un hombre: observó detenidamente el interior del metro, la vio a ella y a las personas en el lado opuesto y se fue a sentar con ella. En tanto el metro partía a la siguiente estación, el hombre se inclinó hacia ella y le susurró en el oído, «si sabes lo que es bueno, te bajarán en la siguiente estación conmigo». Ella estaba helada, pero supuso que lo mejor sería hacerle caso, pues en la siguiente estación habría bastante gente.
Llegaron a la estación y ella se bajó con el hombre, quien empezó a decirle, «gracias a Dios. Lo siento, no quise asustarte, pero tenía que sacarte de ahí. Soy doctor, y la mujer sentada en los últimos asientos estaba muerta y los dos hombres a su lado la habían arreglado». De acuerdo al tipo que contó la historia, la chica y el doctor llamaron a la policía, quienes detuvieron el metro en la siguiente estación.
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¿Por qué lo haces? No sabes por qué, pero lo haces. Te aseguras de que las ventanas estén bien cerradas, revisas al otro lado de la puerta, y tu armario… incluso miras debajo de la cama. ¿Por qué haces eso? ¿Acaso abrir la cortina de la ducha y ver que no hay nada ahí te hace sentir seguro? ¿Acaso escudriñar el área con tu vista luego de leer una historia de terror te hace sentir tranquilo?
Pues, no deberías.
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Psico-pasta
Lágrimas de desesperación recorren las mejillas de la pequeña Roxie. Con las pupilas dilatadas, sus ojos se han acostumbrado a la permanente oscuridad de su cuarto. Está desconsolada, pues tiene bien sabido lo que ocurrirá a continuación. Sus manos envuelven unas rodillas temblorosas, que se balancean bajo el chorro de agua adelante y atrás rítmicamente. Teme escuchar la puerta abrirse, pero más teme los pasos que le siguen, pues si hay algo que el tiempo le ha enseñado es a anticipar su castigo mediante el ritmo y la intensidad de las pisadas, sobre todo las lentas y pesadas. Pobre Roxie, si supiera que no se lo ha imaginado. La puerta sí se ha abierto, sí hay alguien bajando, y sí, las pisadas se acercan lentamente a ella.
10/01/06
A la mitad de la carretera principal es hallada una pequeña bolsa de basura que contiene restos humanos.
12/07/12
Tyler se encontraba frente al computador en busca de los mejores creepypastas, como acostumbraba a hacer religiosamente desde que había sido agregado a una página en Facebook que prometía no dejar dormir a quien los leyera. Las noches de aburrimiento se habían acabado desde aquella vez. Últimamente andaba siguiendo los escalofriantes relatos de un usuario conocido como FeaRLorD69, creador de las piezas maestras más votados por toda la web. Con la esperanza de arreglar un encuentro (ya que el usuario era de su misma región), Tyler dejó su correo en la caja de comentarios de una de sus historias, aunque no estaba muy convencido de que fuera a leerlo. Pero al abrir su correo la mañana siguiente, sus ojos se abrieron como platos: en lo más alto de la lista aparecía FeaRLorD69 como remitente de un mensaje que llevaba por asunto «Quiero saber más de ti», y dentro una dirección del punto de encuentro. En veinte minutos, Tyler ya había desayunado, se había cambiado y bajaba las escaleras de dos en dos.
Se le hizo difícil ubicarse en el barrio, algunas calles carecían de identificación o altura, por lo que le pidió ayuda con la dirección a una anciana que yacía tranquila sobre su mecedora en la puerta de su casa.
—Ibas muy bien, pero la jovencita que buscas vive en la casa de enfrente. Pareces un buen muchacho, que no te rompa el corazón —comentó la mujer.
—Es… Está bien. Se lo agradezco mucho —respondió. «Eso ha sido extraño, seguro que se ha confundido con las casas vecinas», pensó luego el chico.
Tocó el timbre… silencio. Probó un par de veces más. Con el ánimo por el piso, comenzó a creer que aquel tipo sólo le había jugado una broma, después de todo, no era más que otro admirador que quería conocer sus secretos de redacción. Ya cruzaba el jardín trasero en dirección a la calle paralela, cuando una chica gritó en su dirección:
—¡Hey! ¿Buscabas a alguien?
—En realidad sí. ¿Aquí vive FeaRLorD… 69? Disculpa, sólo sé su usuario.
—¡Jajaja!, ese nombre… Estás en lo correcto. Disculpa, me llamo Catherine, soy su hija. Debe estar arriba en su oficina, por eso no te debe haber oído. Pasa por favor.
Le abrió la puerta trasera y lo condujo por un pasillo estrecho de decadente iluminación. En su camino pasaron una puerta de la cual emanaba un aroma a podredumbre insoportable, aunque Tyler no se atrevió a preguntar a qué se debía semejante olor; sintió de pronto que no debería estar en esa casa. Sólo esperaba que su viaje valiera la pena. Llegaron a la última puerta del corredor y la muchacha la abrió con cuidado. La oficina estaba a oscuras, excepto por una lámpara que proporcionaba un tenue resplandor sobre un escritorio y una silla giratoria de espaldas; de esta última sobresalía una cabellera rubia, casi blanca, de apariencia pajosa y reseca. El presentimiento de Tyler se incrementaba a medida que se acercaba a la silla, posaba su mano y tiraba de ella. En ese momento algo duro impactó contra su cabeza, dejándolo tirado en el piso, inconsciente, e implantando como última imagen un esqueleto con las extremidades cercenadas.
El aroma que lo había despertado se le hacía familiar y le escocía las fosas nasales. Sentía algo ajustado que vendaba sus ojos y sus extremidades entumecidas a causa del frío y la humedad que reinaba en el lugar. Chirrió una puerta sobre su cabeza; unos pasos lentos y pesados descendieron, haciendo gemir los peldaños de madera.
—Buenas noches dulzura, ¿dormiste bien?
—Catherine… ¿eres tú? ¡Desátame, déjame ir!
—Mhmm… Nah.
—¿Qué hago aquí? —La chica descubrió los ojos de Tyler de un tirón, pero aun así él no podía distinguirla en la habitación, las luces estaban apagadas. A lo lejos oyó encenderse una ducha.
—Déjame decirte que no tienes buena facha. Vamos a limpiarte un poco, ¿te parece?
—¿Qué quieres? ¿Dónde está Fearlord?
—Justo frente a ti.
Acto seguido, las luces se encienden una a una, casi deteniendo el corazón de Tyler. Frente a él, cuatro paredes revestidas de moho a causa de la humedad exponían orgullosas decenas de relatos e historias enmarcadas y prolijamente colgadas. Bajo cada una, un esqueleto, cadáver o cuerpo en descomposición con los brazos extendidos simulaba estar sosteniéndola a lo alto.
El muchacho quedó pasmado, inerte en la silla en la que una psicópata lo había sentado y amordazado.
—Son bellísimos de verdad; cada uno de esos cuerpos fueron mis musas en su respectivo momento, y cada uno sostiene su deceso con honor. ¿Por eso querías conocerme? Pues aquí tienes, mi secreto más preciado, ante tus ojos. Bien, ¿serás un chico bueno y dejarás que te limpie?
Ahora que Tyler conocía sus intenciones, el pánico lo estaba invadiendo con la rapidez y la fuerza de un huracán. Tenía que seguirle la corriente, permanecer en su juego.
—Sí, te haré caso —respondió.
—Voy a desatarte. Si llegas a intentar escapar… me obligarías a presentarte a uno de mis mejores amigos en la vida —dijo sacando de su pantalón un cuchillo largo, afilado y puntiagudo. Lo pasó a lo largo de su propio brazo derecho y, cuando estaba por llegar a su mano, lo deslizó con rapidez ejerciendo un poco más de presión. Un fino hilo de sangre cayó al piso, demostrándole a Tyler una simple prueba del daño que ese instrumento podía infligir sin usar fuerza. Catherine se acercó a desatar al muchacho por atrás al tiempo que mantenía presionada el arma contra su cuello, mientras tanto, él escudriñaba frenéticamente el lugar con la mirada en busca de una salida segura. Sin embargo, la única puerta de la habitación se hallaba escaleras arriba, y eso si lograba distraerla o herirla. En ese instante, ella acercó su rostro al de Tyler, pegando su boca a su oreja, y susurró—: Pienso que seríamos un gran equipo, dulzura. Tú y yo juntos, tu mente y mi pluma, crearíamos una obra maestra, porque eso es lo que crees que son —Posó su mirada en los cadáveres—. ¿O me equivoco?
El chico contestó con un fuerte puñetazo al rostro de Catherine y vio cómo ésta caía al suelo; pero no estaba herida, sólo un poco aturdida. Tyler corrió escaleras arriba y giró con brusquedad el picaporte, pero alguien tiró de su pantalón, haciéndolo aterrizar de bruces al piso de madera. La imagen del rostro pálido y perfecto de la chica había desaparecido; ahora, el golpe había despegado parte de algo que parecía látex blanco y maquillaje corrido, revelando un semblante desfigurado por múltiples cicatrices en forma de cortes largos, profundos e infectados.
9/01/02
Las pisadas se acercan lentamente a ella. Está desesperada por el miedo, mas nada le asegura que caerá tan fácilmente. Él toma a la pequeña Roxie por los pelos y la zamarrea con fuerza; está enojado, tal como indicaron sus pasos. Ella aprieta el mango de madera con fuerza y lo eleva sobre su cabeza. El hombre no puede ver nada, las luces están apagadas.
Actualidad:
Cuenta la historia que Tyler logró escapar. Cuando la policía entró a escena, no se encontraron rastros de Catherine. Los investigadores interrogaron a la vecina de enfrente, quien contó que allí solía vivir un hombre con su esposa, pero que un día dejó de verla, por lo que supuso que se habían separado. Luego también el hombre dejó de ir; creyó que se había mudado, pero ignoraba que tuviera hijos. Unos cuantos años después, una muchacha se había trasladado allí y era constantemente visitada por chicos.
Pasó el tiempo y con el transcurrir de los meses fueron identificados los cadáveres del sótano, y la verdad sobre esa casa. El hombre mantenía a su hija encerrada en el sótano, a quien obligaba a bañarse, dormir y vivir ahí. Terminó asesinando a su esposa y sepultando su cuerpo bajo el sótano, llenando el cuarto de la pequeña niña con los intolerables gases que desprendía su cadáver a medida que se iba descomponiendo. También se hallaron registros de una bolsa que había sido abandonada a la mitad de la ruta principal que contenía extremidades humanas cercenadas, a las que identificaron como propias del padre de la niña, ya que concordaban con el esqueleto de la oficina del caserón. Nunca supieron qué fue de la hija, ni su nombre, ni tampoco quién asesinó al hombre. Los cuerpos que sostenían las historias de su deceso, inmortalizadas en una página web, pertenecían a adolescentes que seguían a FEARLORD69 desde diferentes partes de la ciudad, y todos tenían una cuenta en sitios de creepypastas. Pero sólo una cosa es segura: ten cuidado de en quien confías, por más interesante e inteligente que parezca, porque a veces… el terror puede no siempre ser producto de la imaginación.
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10/01/06
A la mitad de la carretera principal es hallada una pequeña bolsa de basura que contiene restos humanos.
12/07/12
Tyler se encontraba frente al computador en busca de los mejores creepypastas, como acostumbraba a hacer religiosamente desde que había sido agregado a una página en Facebook que prometía no dejar dormir a quien los leyera. Las noches de aburrimiento se habían acabado desde aquella vez. Últimamente andaba siguiendo los escalofriantes relatos de un usuario conocido como FeaRLorD69, creador de las piezas maestras más votados por toda la web. Con la esperanza de arreglar un encuentro (ya que el usuario era de su misma región), Tyler dejó su correo en la caja de comentarios de una de sus historias, aunque no estaba muy convencido de que fuera a leerlo. Pero al abrir su correo la mañana siguiente, sus ojos se abrieron como platos: en lo más alto de la lista aparecía FeaRLorD69 como remitente de un mensaje que llevaba por asunto «Quiero saber más de ti», y dentro una dirección del punto de encuentro. En veinte minutos, Tyler ya había desayunado, se había cambiado y bajaba las escaleras de dos en dos.
Se le hizo difícil ubicarse en el barrio, algunas calles carecían de identificación o altura, por lo que le pidió ayuda con la dirección a una anciana que yacía tranquila sobre su mecedora en la puerta de su casa.
—Ibas muy bien, pero la jovencita que buscas vive en la casa de enfrente. Pareces un buen muchacho, que no te rompa el corazón —comentó la mujer.
—Es… Está bien. Se lo agradezco mucho —respondió. «Eso ha sido extraño, seguro que se ha confundido con las casas vecinas», pensó luego el chico.
Tocó el timbre… silencio. Probó un par de veces más. Con el ánimo por el piso, comenzó a creer que aquel tipo sólo le había jugado una broma, después de todo, no era más que otro admirador que quería conocer sus secretos de redacción. Ya cruzaba el jardín trasero en dirección a la calle paralela, cuando una chica gritó en su dirección:
—¡Hey! ¿Buscabas a alguien?
—En realidad sí. ¿Aquí vive FeaRLorD… 69? Disculpa, sólo sé su usuario.
—¡Jajaja!, ese nombre… Estás en lo correcto. Disculpa, me llamo Catherine, soy su hija. Debe estar arriba en su oficina, por eso no te debe haber oído. Pasa por favor.
Le abrió la puerta trasera y lo condujo por un pasillo estrecho de decadente iluminación. En su camino pasaron una puerta de la cual emanaba un aroma a podredumbre insoportable, aunque Tyler no se atrevió a preguntar a qué se debía semejante olor; sintió de pronto que no debería estar en esa casa. Sólo esperaba que su viaje valiera la pena. Llegaron a la última puerta del corredor y la muchacha la abrió con cuidado. La oficina estaba a oscuras, excepto por una lámpara que proporcionaba un tenue resplandor sobre un escritorio y una silla giratoria de espaldas; de esta última sobresalía una cabellera rubia, casi blanca, de apariencia pajosa y reseca. El presentimiento de Tyler se incrementaba a medida que se acercaba a la silla, posaba su mano y tiraba de ella. En ese momento algo duro impactó contra su cabeza, dejándolo tirado en el piso, inconsciente, e implantando como última imagen un esqueleto con las extremidades cercenadas.
El aroma que lo había despertado se le hacía familiar y le escocía las fosas nasales. Sentía algo ajustado que vendaba sus ojos y sus extremidades entumecidas a causa del frío y la humedad que reinaba en el lugar. Chirrió una puerta sobre su cabeza; unos pasos lentos y pesados descendieron, haciendo gemir los peldaños de madera.
—Buenas noches dulzura, ¿dormiste bien?
—Catherine… ¿eres tú? ¡Desátame, déjame ir!
—Mhmm… Nah.
—¿Qué hago aquí? —La chica descubrió los ojos de Tyler de un tirón, pero aun así él no podía distinguirla en la habitación, las luces estaban apagadas. A lo lejos oyó encenderse una ducha.
—Déjame decirte que no tienes buena facha. Vamos a limpiarte un poco, ¿te parece?
—¿Qué quieres? ¿Dónde está Fearlord?
—Justo frente a ti.
Acto seguido, las luces se encienden una a una, casi deteniendo el corazón de Tyler. Frente a él, cuatro paredes revestidas de moho a causa de la humedad exponían orgullosas decenas de relatos e historias enmarcadas y prolijamente colgadas. Bajo cada una, un esqueleto, cadáver o cuerpo en descomposición con los brazos extendidos simulaba estar sosteniéndola a lo alto.
El muchacho quedó pasmado, inerte en la silla en la que una psicópata lo había sentado y amordazado.
—Son bellísimos de verdad; cada uno de esos cuerpos fueron mis musas en su respectivo momento, y cada uno sostiene su deceso con honor. ¿Por eso querías conocerme? Pues aquí tienes, mi secreto más preciado, ante tus ojos. Bien, ¿serás un chico bueno y dejarás que te limpie?
Ahora que Tyler conocía sus intenciones, el pánico lo estaba invadiendo con la rapidez y la fuerza de un huracán. Tenía que seguirle la corriente, permanecer en su juego.
—Sí, te haré caso —respondió.
—Voy a desatarte. Si llegas a intentar escapar… me obligarías a presentarte a uno de mis mejores amigos en la vida —dijo sacando de su pantalón un cuchillo largo, afilado y puntiagudo. Lo pasó a lo largo de su propio brazo derecho y, cuando estaba por llegar a su mano, lo deslizó con rapidez ejerciendo un poco más de presión. Un fino hilo de sangre cayó al piso, demostrándole a Tyler una simple prueba del daño que ese instrumento podía infligir sin usar fuerza. Catherine se acercó a desatar al muchacho por atrás al tiempo que mantenía presionada el arma contra su cuello, mientras tanto, él escudriñaba frenéticamente el lugar con la mirada en busca de una salida segura. Sin embargo, la única puerta de la habitación se hallaba escaleras arriba, y eso si lograba distraerla o herirla. En ese instante, ella acercó su rostro al de Tyler, pegando su boca a su oreja, y susurró—: Pienso que seríamos un gran equipo, dulzura. Tú y yo juntos, tu mente y mi pluma, crearíamos una obra maestra, porque eso es lo que crees que son —Posó su mirada en los cadáveres—. ¿O me equivoco?
El chico contestó con un fuerte puñetazo al rostro de Catherine y vio cómo ésta caía al suelo; pero no estaba herida, sólo un poco aturdida. Tyler corrió escaleras arriba y giró con brusquedad el picaporte, pero alguien tiró de su pantalón, haciéndolo aterrizar de bruces al piso de madera. La imagen del rostro pálido y perfecto de la chica había desaparecido; ahora, el golpe había despegado parte de algo que parecía látex blanco y maquillaje corrido, revelando un semblante desfigurado por múltiples cicatrices en forma de cortes largos, profundos e infectados.
9/01/02
Las pisadas se acercan lentamente a ella. Está desesperada por el miedo, mas nada le asegura que caerá tan fácilmente. Él toma a la pequeña Roxie por los pelos y la zamarrea con fuerza; está enojado, tal como indicaron sus pasos. Ella aprieta el mango de madera con fuerza y lo eleva sobre su cabeza. El hombre no puede ver nada, las luces están apagadas.
Actualidad:
Cuenta la historia que Tyler logró escapar. Cuando la policía entró a escena, no se encontraron rastros de Catherine. Los investigadores interrogaron a la vecina de enfrente, quien contó que allí solía vivir un hombre con su esposa, pero que un día dejó de verla, por lo que supuso que se habían separado. Luego también el hombre dejó de ir; creyó que se había mudado, pero ignoraba que tuviera hijos. Unos cuantos años después, una muchacha se había trasladado allí y era constantemente visitada por chicos.
Pasó el tiempo y con el transcurrir de los meses fueron identificados los cadáveres del sótano, y la verdad sobre esa casa. El hombre mantenía a su hija encerrada en el sótano, a quien obligaba a bañarse, dormir y vivir ahí. Terminó asesinando a su esposa y sepultando su cuerpo bajo el sótano, llenando el cuarto de la pequeña niña con los intolerables gases que desprendía su cadáver a medida que se iba descomponiendo. También se hallaron registros de una bolsa que había sido abandonada a la mitad de la ruta principal que contenía extremidades humanas cercenadas, a las que identificaron como propias del padre de la niña, ya que concordaban con el esqueleto de la oficina del caserón. Nunca supieron qué fue de la hija, ni su nombre, ni tampoco quién asesinó al hombre. Los cuerpos que sostenían las historias de su deceso, inmortalizadas en una página web, pertenecían a adolescentes que seguían a FEARLORD69 desde diferentes partes de la ciudad, y todos tenían una cuenta en sitios de creepypastas. Pero sólo una cosa es segura: ten cuidado de en quien confías, por más interesante e inteligente que parezca, porque a veces… el terror puede no siempre ser producto de la imaginación.
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El Burdel de las Parafilias
[No se recomienda que lo lean las personas de poco criterio o demasiado moralistas]
Leonel había escuchado rumores acerca de un burdel clandestino en el centro de la ciudad, decían que en ese lugar se llevaban a cabo toda clase de perversiones, desde BDSM hasta canibalismo, zoofilia, coprofilia, incluso necrofilia, claro que el costo variaba de acuerdo a la perversión deseada.
Él siempre había sido un pedófilo en secreto, se paseaba constantemente fuera de las primarias observando con lascivia a las pequeñas niñas en sus uniformes escolares imaginando sus cuerpos poco desarrollados bajo estos. Deseaba tanto poseerlas como matarlas a golpes, pero por supuesto aquello era ilegal. La Deep Web era un paraíso para él: miles de fotos de pequeñas niñas desnudas realizando actos sexuales y algunas incluso siendo maltratadas, todas clasificadas por edades, sus preferidas eran las de siete años pues consideraba que dejaban de parecer bebés para empezar a tener un poco de femineidad.
Así pasaba sus solitarias tardes, masturbándose con aquellas pequeñas sin nombre, deseando poder realizar su fantasía pero controlándose al saber que terminaría en prisión. Por ello, en cuanto escuchó sobre aquél burdel sus ojos se iluminaron. Ahorraría hasta el cansancio, no le importaba cual fuera el precio: quería poseer una de esas lolitas.
Cuando por fin juntó una suma considerable de dinero acudió a la dirección que le había sido indicada. Era un viejo edificio que lucía abandonado, en la entrada estaba una anciana pidiendo limosna con una niña de aproximadamente cuatro años, sucia y harapienta, “Espero que esa no sea la clase de niñas que hay dentro”, pensó él. Le habían dicho que le preguntara a la señora por “Liss” y así lo hizo.
―Le puedo decir donde encontrarla pero… ¿Está seguro de querer verla?
Leonel respondió afirmativamente y tras darle un par de billetes a la anciana, ésta le señaló una puerta en el interior del edificio. Él percibió un extraño aroma que le recordó su visita a alguna mina pero lo ignoró y siguió caminando hasta la puerta, detrás de ella había unas escaleras descendentes
de las que provenían música y luces danzantes. Tal parecía que estaba en el lugar indicado.
Al final de las escaleras había una larga estancia en la que se estaba realizando una orgía. Eran al menos 20 personas teniendo sexo simultáneamente, todos poseían cuerpos hermosos y tentadores. Observó en particular a las mujeres de piel que parecía cincelada por Miguel Ángel, de largas cabelleras rubias, castañas, pelirrojas, delgadas y con curvas pero todas ellas de una excepcional belleza; sin embargo dentro de toda la bacanal no había una sola niña y esto le decepcionó bastante.
―¿Quieres unirte? ― le preguntó una mujer de largo cabello castaño y ropa formal pero provocativa. Leonel rechazó la propuesta y averiguó que aquella mujer era “Liss”, le dijo lo que deseaba y ella le pidió que la siguiera hasta su oficina. Ahí ella rebuscó entre una larga biblioteca y extrajo una carpeta azul que le entregó.
―Éste es nuestro catálogo de niñas de entre 6 y 9 años, están ordenadas por fecha de nacimiento, avíseme cuando encuentre alguna de su agrado.
Leonel pasó aquellas hojas, tenían varias fotografías de cuerpo completo y debajo de ellas su nombre y algunos datos: “Le gusta morder”, “buena para trabajos manuales”, “muda”, “sin dientes”… Ninguna le llamaba del todo la atención hasta que vio una fotografía que resaltaba entre las demás: una hermosa pelirroja de ojos color miel “Haley R.: tímida, recién llegada, sin usar”, rozó ligeramente la fotografía con el dedo índice. Supo que era la correcta y así se lo dijo a la mujer.
―Perfecto, ¿y será desechable?
―¿Disculpe?
―Me refiero a que sí no podremos ocuparla después, ¿piensa cercenarla o comerla?
―Ah, claro, será desechable.
―En eso caso ¿quiere algunas herramientas en la habitación?
―Sí, eso estaría bien.
―Perfecto y ¿gusta algún escenario en especial? ¿Un confesionario, un manicomio, un salón de clases?
―El salón de clases – dijo él inmediatamente.
―Entonces supongo que le gustaría que la niña llevara un uniforme escolar.
―Sería excelente.
―Es usted demasiado predecible, pero me parece bien, la habitación estará lista en una hora, mientras puede unirse a la orgía en la estancia.
Leonel regresó a contemplar la maraña de cuerpos, eran diferentes participantes pero igual de bellos que los primeros. Se sentó en una sillón a observar aquella actividad, supuso que se le cobraría más si participaba así que se contuvo, aunque en realidad aún no había preguntado cuál sería el precio pero no le importó, tenía suficiente dinero como para pagar una casa.
Una hermosa joven desnuda se acercó a él con una charola repleta de rollos de sushi y unas cuantas copas de lo que parecía vino.
―Son…¿humanos? – preguntó nervioso creyendo que aquella chica se reiría de él.
―Sólo la mitad de la derecha, tenemos algunos clientes quisquillosos.
―¿Y exactamente de qué son?
―Los california tienen pezón, los filadelfia tienen vagina y los tampico corazón, de beber tengo sangre A+, O+ y vino espumoso, ¿gusta algo? – Leonel pidió un poco de todo y le preguntó a la mujer si unirse a la orgía tendría un costo adicional.
―Oh no se preocupe, ya es demasiado lo que cobramos por su fantasía como para cobrar extras.
―¿Y si no me alcanza para pagarles?
―Siempre se cumplen los pagos – dijo ella apenas conteniendo una sonrisa perversa.
Mordisqueó su sushi de pezón y jugueteó con él en su lengua, eso lo excitó bastante. Miró hacia la masa de cuerpos frente a él: una bella mujer pelirrosa con una perforación en la lengua le realizaba un cunilingus a una chica tatuada y lo miraba incitadoramente, él no pudo contenerse más y se quitó los pantalones exponiendo una gran erección que de inmediato introdujo en la vagina de la mujer perforada. Ella gimió de placer y comenzó a lamer más rápidamente a su compañera que comenzó a gritar histéricamente que quería ser devorada. Un hombre se acercó a ella pero Leonel estaba muy distraído como para notarlo, escuchó algunos gritos pero no le importó hasta que fue salpicado de un líquido, abrió los ojos ojos y se dio cuenta que entre la pelirrosa y un hombre se habían comido la vagina y el rostro de la tatuada, esto le sorprendió un poco pero lo excitó más y terminó eyaculando dentro de la pelirrosa, así que se retiró de la orgía mientras los demás continuaban aún con aquel cadáver entre ellos.
Tras unos 15 minutos apareció de nuevo Liss.
―Su habitación está lista, es la 302 – dijo ella y le entregó su llave.
―Disculpe… aún no hemos hablado de cuanto me costará esto.
―Lo trataremos después de que termine, usted sólo disfrute la experiencia.
Tomó el elevador y llegó al cuarto piso, el lugar no se veía distinto de cualquier hotel, buscó el cuarto 302 y abrió la puerta nervioso.
http://creepypastas.com/el-burdel-de-las-parafilias.html
El Burdel de las Parafilias [Parte 1] | Creepypasta en español http://creepypastas.com/el-burdel-de-las-parafilias-1.html#ixzz2jL7u3KEs
Leonel había escuchado rumores acerca de un burdel clandestino en el centro de la ciudad, decían que en ese lugar se llevaban a cabo toda clase de perversiones, desde BDSM hasta canibalismo, zoofilia, coprofilia, incluso necrofilia, claro que el costo variaba de acuerdo a la perversión deseada.
Él siempre había sido un pedófilo en secreto, se paseaba constantemente fuera de las primarias observando con lascivia a las pequeñas niñas en sus uniformes escolares imaginando sus cuerpos poco desarrollados bajo estos. Deseaba tanto poseerlas como matarlas a golpes, pero por supuesto aquello era ilegal. La Deep Web era un paraíso para él: miles de fotos de pequeñas niñas desnudas realizando actos sexuales y algunas incluso siendo maltratadas, todas clasificadas por edades, sus preferidas eran las de siete años pues consideraba que dejaban de parecer bebés para empezar a tener un poco de femineidad.
Así pasaba sus solitarias tardes, masturbándose con aquellas pequeñas sin nombre, deseando poder realizar su fantasía pero controlándose al saber que terminaría en prisión. Por ello, en cuanto escuchó sobre aquél burdel sus ojos se iluminaron. Ahorraría hasta el cansancio, no le importaba cual fuera el precio: quería poseer una de esas lolitas.
Cuando por fin juntó una suma considerable de dinero acudió a la dirección que le había sido indicada. Era un viejo edificio que lucía abandonado, en la entrada estaba una anciana pidiendo limosna con una niña de aproximadamente cuatro años, sucia y harapienta, “Espero que esa no sea la clase de niñas que hay dentro”, pensó él. Le habían dicho que le preguntara a la señora por “Liss” y así lo hizo.
―Le puedo decir donde encontrarla pero… ¿Está seguro de querer verla?
Leonel respondió afirmativamente y tras darle un par de billetes a la anciana, ésta le señaló una puerta en el interior del edificio. Él percibió un extraño aroma que le recordó su visita a alguna mina pero lo ignoró y siguió caminando hasta la puerta, detrás de ella había unas escaleras descendentes
de las que provenían música y luces danzantes. Tal parecía que estaba en el lugar indicado.
Al final de las escaleras había una larga estancia en la que se estaba realizando una orgía. Eran al menos 20 personas teniendo sexo simultáneamente, todos poseían cuerpos hermosos y tentadores. Observó en particular a las mujeres de piel que parecía cincelada por Miguel Ángel, de largas cabelleras rubias, castañas, pelirrojas, delgadas y con curvas pero todas ellas de una excepcional belleza; sin embargo dentro de toda la bacanal no había una sola niña y esto le decepcionó bastante.
―¿Quieres unirte? ― le preguntó una mujer de largo cabello castaño y ropa formal pero provocativa. Leonel rechazó la propuesta y averiguó que aquella mujer era “Liss”, le dijo lo que deseaba y ella le pidió que la siguiera hasta su oficina. Ahí ella rebuscó entre una larga biblioteca y extrajo una carpeta azul que le entregó.
―Éste es nuestro catálogo de niñas de entre 6 y 9 años, están ordenadas por fecha de nacimiento, avíseme cuando encuentre alguna de su agrado.
Leonel pasó aquellas hojas, tenían varias fotografías de cuerpo completo y debajo de ellas su nombre y algunos datos: “Le gusta morder”, “buena para trabajos manuales”, “muda”, “sin dientes”… Ninguna le llamaba del todo la atención hasta que vio una fotografía que resaltaba entre las demás: una hermosa pelirroja de ojos color miel “Haley R.: tímida, recién llegada, sin usar”, rozó ligeramente la fotografía con el dedo índice. Supo que era la correcta y así se lo dijo a la mujer.
―Perfecto, ¿y será desechable?
―¿Disculpe?
―Me refiero a que sí no podremos ocuparla después, ¿piensa cercenarla o comerla?
―Ah, claro, será desechable.
―En eso caso ¿quiere algunas herramientas en la habitación?
―Sí, eso estaría bien.
―Perfecto y ¿gusta algún escenario en especial? ¿Un confesionario, un manicomio, un salón de clases?
―El salón de clases – dijo él inmediatamente.
―Entonces supongo que le gustaría que la niña llevara un uniforme escolar.
―Sería excelente.
―Es usted demasiado predecible, pero me parece bien, la habitación estará lista en una hora, mientras puede unirse a la orgía en la estancia.
Leonel regresó a contemplar la maraña de cuerpos, eran diferentes participantes pero igual de bellos que los primeros. Se sentó en una sillón a observar aquella actividad, supuso que se le cobraría más si participaba así que se contuvo, aunque en realidad aún no había preguntado cuál sería el precio pero no le importó, tenía suficiente dinero como para pagar una casa.
Una hermosa joven desnuda se acercó a él con una charola repleta de rollos de sushi y unas cuantas copas de lo que parecía vino.
―Son…¿humanos? – preguntó nervioso creyendo que aquella chica se reiría de él.
―Sólo la mitad de la derecha, tenemos algunos clientes quisquillosos.
―¿Y exactamente de qué son?
―Los california tienen pezón, los filadelfia tienen vagina y los tampico corazón, de beber tengo sangre A+, O+ y vino espumoso, ¿gusta algo? – Leonel pidió un poco de todo y le preguntó a la mujer si unirse a la orgía tendría un costo adicional.
―Oh no se preocupe, ya es demasiado lo que cobramos por su fantasía como para cobrar extras.
―¿Y si no me alcanza para pagarles?
―Siempre se cumplen los pagos – dijo ella apenas conteniendo una sonrisa perversa.
Mordisqueó su sushi de pezón y jugueteó con él en su lengua, eso lo excitó bastante. Miró hacia la masa de cuerpos frente a él: una bella mujer pelirrosa con una perforación en la lengua le realizaba un cunilingus a una chica tatuada y lo miraba incitadoramente, él no pudo contenerse más y se quitó los pantalones exponiendo una gran erección que de inmediato introdujo en la vagina de la mujer perforada. Ella gimió de placer y comenzó a lamer más rápidamente a su compañera que comenzó a gritar histéricamente que quería ser devorada. Un hombre se acercó a ella pero Leonel estaba muy distraído como para notarlo, escuchó algunos gritos pero no le importó hasta que fue salpicado de un líquido, abrió los ojos ojos y se dio cuenta que entre la pelirrosa y un hombre se habían comido la vagina y el rostro de la tatuada, esto le sorprendió un poco pero lo excitó más y terminó eyaculando dentro de la pelirrosa, así que se retiró de la orgía mientras los demás continuaban aún con aquel cadáver entre ellos.
Tras unos 15 minutos apareció de nuevo Liss.
―Su habitación está lista, es la 302 – dijo ella y le entregó su llave.
―Disculpe… aún no hemos hablado de cuanto me costará esto.
―Lo trataremos después de que termine, usted sólo disfrute la experiencia.
Tomó el elevador y llegó al cuarto piso, el lugar no se veía distinto de cualquier hotel, buscó el cuarto 302 y abrió la puerta nervioso.
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Leyendo Like A Sir
De ninguna manera me parece sorprendente que el extraordinario caso del señor Valdemar haya provocado tantas discusiones. Hubiera sido un milagro que ocurriera lo contrario, especialmente en tales circunstancias. Aunque todos los participantes deseábamos mantener el asunto alejado del público —al menos por el momento, o hasta que se nos ofrecieran nuevas oportunidades de investigación—, a pesar de nuestros esfuerzos no tardó en difundirse una versión tan espuria como exagerada que se convirtió en fuente de muchas desagradables tergiversaciones y, como es natural, de profunda incredulidad.
El momento ha llegado de que yo dé a conocer los hechos —en la medida en que me es posible comprenderlos—. Helos aquí sucintamente:
Durante los últimos años el estudio del hipnotismo había atraído repetidamente mi atención. Hace unos nueve meses, se me ocurrió súbitamente que en la serie de experimentos efectuados hasta ahora existía una omisión tan curiosa como inexplicable: jamás se había hipnotizado a nadie in articulo mortis. Quedaba por verse si, en primer lugar, un paciente en esas condiciones sería susceptible de influencia magnética; segundo, en caso de que lo fuera, si su estado aumentaría o disminuiría dicha susceptibilidad, y tercero, hasta qué punto, o por cuánto tiempo, el proceso hipnótico sería capaz de detener la intrusión de la muerte. Quedaban por aclarar otros puntos, pero éstos eran los que más excitaban mi curiosidad, sobre todo el último, dada la inmensa importancia que podían tener sus consecuencias.
Pensando si entre mis relaciones habría algún sujeto que me permitiera verificar esos puntos, me acordé de mi amigo Ernest Valdemar, renombrado compilador de la Bibliotheca Forensica y autor (bajo el nom de plume de Issachar Marx) de las versiones polacas de Wallenstein y Gargantúa. El señor Valdemar, residente desde 1839 en Harlem, Nueva York, es (o era) especialmente notable por su extraordinaria delgadez, tanto que sus extremidades inferiores se parecían mucho a las de John Randolph, y también por la blancura de sus patillas, en violento contraste con sus cabellos negros, lo cual llevaba a suponer con frecuencia que usaba peluca. Tenía un temperamento muy nervioso, que le convertía en buen sujeto para experiencias hipnóticas. Dos o tres veces le había adormecido sin gran trabajo, pero me decepcionó no alcanzar otros resultados que su especial constitución me había hecho prever. Su voluntad no quedaba nunca bajo mi entero dominio, y, por lo que respecta a la clarividencia, no se podía confiar en nada de lo que había conseguido con él. Atribuía yo aquellos fracasos al mal estado de salud de mi amigo. Unos meses antes de trabar relación con él, los médicos le habían declarado tuberculoso. El señor Valdemar acostumbraba referirse con toda calma a su próximo fin, como algo que no cabe ni evitar ni lamentar.
Cuando las ideas a que he aludido se me ocurrieron por primera vez, lo más natural fue que acudiese a Valdemar. Demasiado bien conocía la serena filosofía de mi amigo para temer algún escrúpulo de su parte; por lo demás, no tenía parientes en América que pudieran intervenir para oponerse. Le hablé francamente del asunto y, para mi sorpresa, noté que se interesaba vivamente. Digo para mi sorpresa, pues si bien hasta entonces se había prestado libremente a mis experimentos, jamás demostró el menor interés por lo que yo hacía. Su enfermedad era de las que permiten un cálculo preciso sobre el momento en que sobrevendrá la muerte. Convinimos, pues, en que me mandaría llamar veinticuatro horas antes del momento fijado por sus médicos para su fallecimiento.
Hace más de siete meses que recibí la siguiente nota, de puño y letra de Valdemar:
Estimado P…:
Ya puede usted venir. D… y F… coinciden en que no pasaré de mañana a medianoche, y me parece que han calculado el tiempo con mucha exactitud.
Valdemar.
Recibí el billete media hora después de escrito, y quince minutos más tarde estaba en el dormitorio del moribundo. No le había visto en los últimos diez días y me aterró la espantosa alteración que se había producido en tan breve intervalo. Su rostro tenía un color plomizo, no había el menor brillo en los ojos y, tan terrible era su delgadez, que la piel se había abierto en los pómulos. Expectoraba continuamente y el pulso era casi imperceptible. Conservaba no obstante una notable claridad mental, y cierta fuerza. Me habló con toda claridad, tomó algunos calmantes sin ayuda ajena y, en el momento de entrar en su habitación, le encontré escribiendo unas notas en una libreta. Se mantenía sentado en el lecho con ayuda de varias almohadas, y estaban a su lado los doctores D… y E..
Luego de estrechar la mano de Valdemar, llevé aparte a los médicos y les pedí que me explicaran detalladamente el estado del enfermo. Desde hacía dieciocho meses, el pulmón izquierdo se hallaba en un estado semióseo o cartilaginoso, y, como es natural, no funcionaba en absoluto. En su porción superior el pulmón derecho aparecía parcialmente osificado, mientras la inferior era tan sólo una masa de tubérculos purulentos que se confundían unos con otros. Existían varias dilatadas perforaciones y en un punto se había producido una adherencia permanente a las costillas. Todos estos fenómenos del lóbulo derecho eran de fecha reciente; la osificación se había operado con insólita rapidez, ya que un mes antes no existían señales de la misma y la adherencia sólo había sido comprobable en los últimos tres días. Aparte de la tuberculosis los médicos sospechaban un aneurisma de la aorta, pero los síntomas de osificación volvían sumamente difícil un diagnóstico. Ambos facultativos opinaban que Valdemar moriría hacia la medianoche del día siguiente (un domingo). Eran ahora las siete de la tarde del sábado.
Al abandonar la cabecera del moribundo para conversar conmigo, los doctores D… y F… se habían despedido definitivamente de él. No era su intención volver a verle, pero, a mi pedido, convinieron en examinar al paciente a las diez de la noche del día siguiente.
Una vez que se fueron, hablé francamente con Valdemar sobre su próximo fin, y me referí en detalle al experimento que le había propuesto. Nuevamente se mostró dispuesto, e incluso ansioso por llevarlo a cabo, y me pidió que comenzara de inmediato. Dos enfermeros, un hombre y una mujer, atendían al paciente, pero no me sentí autorizado a llevar a cabo una intervención de tal naturaleza frente a testigos de tan poca responsabilidad en caso de algún accidente repentino. Aplacé, por tanto, el experimento hasta las ocho de la noche del día siguiente, cuando la llegada de un estudiante de medicina de mi conocimiento (el señor Theodore L…l) me libró de toda preocupación. Mi intención inicial había sido la de esperar a los médicos, pero me vi obligado a proceder, primeramente por los urgentes pedidos de Valdemar y luego por mi propia convicción de que no había un minuto que perder, ya que con toda evidencia el fin se acercaba rápidamente.
El señor L…l tuvo la amabilidad de acceder a mi pedido, así como de tomar nota de todo lo que ocurriera. Lo que voy a relatar ahora procede de sus apuntes, ya sea en forma condensada o verbatim.
Faltaban cinco minutos para las ocho cuando, después de tomar la mano de Valdemar, le pedí que manifestara con toda la claridad posible, en presencia de L…l, que estaba dispuesto a que yo le hipnotizara en el estado en que se encontraba.
Débil, pero distintamente, el enfermo respondió: «Sí, quiero ser hipnotizado», agregando de inmediato: «Me temo que sea demasiado tarde».
Mientras así decía, empecé a efectuar los pases que en las ocasiones anteriores habían sido más efectivos con él. Sentía indudablemente la influencia del primer movimiento lateral de mi mano por su frente, pero, aunque empleé todos mis poderes, me fue imposible lograr otros efectos hasta algunos minutos después de las diez, cuando llegaron los doctores D… y F…, tal como lo habían prometido. En pocas palabras les expliqué cuál era mi intención, y, como no opusieron inconveniente, considerando que el enfermo se hallaba ya en agonía, continué sin vacilar, cambiando, sin embargo, los pases laterales por otros verticales y concentrando mi mirada en el ojo derecho del sujeto.
A esta altura su pulso era imperceptible y respiraba entre estertores, a intervalos de medio minuto.
Esta situación se mantuvo sin variantes durante un cuarto de hora. Al expirar este período, sin embargo, un suspiro perfectamente natural, aunque muy profundo, escapó del pecho del moribundo, mientras cesaba la respiración estertorosa o, mejor dicho, dejaban de percibirse los estertores; en cuanto a los intervalos de la respiración, siguieron siendo los mismos.
Las extremidades del paciente estaban heladas.
A las once menos cinco, advertí inequívocas señales de influencia hipnótica. La vidriosa mirada de los ojos fue reemplazada por esa expresión de intranquilo examen interior que jamás se ve sino en casos de hipnotismo, y sobre la cual no cabe engañarse. Mediante unos rápidos pases laterales hice palpitar los párpados, como al acercarse el sueño, y con unos pocos más los cerré por completo. No bastaba esto para satisfacerme, sin embargo, sino que continué vigorosamente mis manipulaciones, poniendo en ellas toda mi voluntad, hasta que hube logrado la completa rigidez de los miembros del durmiente, a quien previamente había colocado en la posición que me pareció más cómoda. Las piernas estaban completamente estiradas; los brazos reposaban en el lecho, a corta distancia de los flancos. La cabeza había sido ligeramente levantada.
Al dar esto por terminado era ya medianoche y pedí a los presentes que examinaran el estado de Valdemar. Luego de unas pocas verificaciones, admitieron que se encontraba en un estado insólitamente perfecto de trance hipnótico. La curiosidad de ambos médicos se había despertado en sumo grado. El doctor D… decidió pasar toda la noche a la cabecera del paciente, mientras el doctor F… se marchaba, con promesa de volver por la mañana temprano. L…l y los enfermeros se quedaron.
Dejamos a Valdemar en completa tranquilidad hasta las tres de la madrugada, hora en que me acerqué y vi que seguía en el mismo estado que al marcharse el doctor F…; vale decir, yacía en la misma posición y su pulso era imperceptible. Respiraba sin esfuerzo, aunque casi no se advertía su aliento, salvo que se aplicara un espejo a los labios. Los ojos estaban cerrados con naturalidad y las piernas tan rígidas y frías como si fueran de mármol. No obstante ello, la apariencia general distaba mucho de la de la muerte.
Al acercarme intenté un ligero esfuerzo para influir sobre el brazo derecho, a fin de que siguiera los movimientos del mío, que movía suavemente sobre su cuerpo. En esta clase de experimento jamás había logrado buen resultado con Valdemar, pero ahora, para mi estupefacción, vi que su brazo, débil pero seguro, seguía todas las direcciones que le señalaba el mío. Me decidí entonces a intentar un breve diálogo.
—Valdemar…, ¿duerme usted? —pregunté.
No me contestó, pero noté que le temblaban los labios, por lo cual repetí varias veces la pregunta. A la tercera vez, todo su cuerpo se agitó con un ligero temblor; los párpados se levantaron lo bastante para mostrar una línea del blanco del ojo; moviéronse lentamente los labios, mientras en un susurro apenas audible brotaban de ellos estas palabras:
—Sí… ahora duermo. ¡No me despierte! ¡Déjeme morir así!
Palpé los miembros, encontrándolos tan rígidos como antes. Volví a interrogar al hipnotizado:
—¿Sigue sintiendo dolor en el pecho, Valdemar?
La respuesta tardó un momento y fue aún menos audible que la anterior:
—No sufro… Me estoy muriendo.
No me pareció aconsejable molestarle más por el momento, y no volví a hablarle hasta la llegada del doctor F…, que arribó poco antes de la salida del sol y se quedó absolutamente estupefacto al encontrar que el paciente se hallaba todavía vivo. Luego de tomarle el pulso y acercar un espejo a sus labios, me pidió que le hablara otra vez, a lo cual accedí.
—Valdemar —dije—. ¿Sigue usted durmiendo?
Como la primera vez, pasaron unos minutos antes de lograr respuesta, y durante el intervalo el moribundo dio la impresión de estar juntando fuerzas para hablar. A la cuarta repetición de la pregunta, y con voz que la debilidad volvía casi inaudible, murmuró:
—Sí… Dormido… Muriéndome.
La opinión o, mejor, el deseo de los médicos era que no se arrancase a Valdemar de su actual estado de aparente tranquilidad hasta que la muerte sobreviniera, cosa que, según consenso general, sólo podía tardar algunos minutos. Decidí, sin embargo, hablarle una vez más, limitándome a repetir mi pregunta anterior.
Mientras lo hacía, un notable cambio se produjo en las facciones del hipnotizado. Los ojos se abrieron lentamente, aunque las pupilas habían girado hacia arriba; la piel adquirió una tonalidad cadavérica, más semejante al papel blanco que al pergamino, y los círculos hécticos, que hasta ese momento se destacaban fuertemente en el centro de cada mejilla, se apagaron bruscamente. Empleo estas palabras porque lo instantáneo de su desaparición trajo a mi memoria la imagen de una bujía que se apaga de un soplo. Al mismo tiempo el labio superior se replegó, dejando al descubierto los dientes que antes cubría completamente, mientras la mandíbula inferior caía con un sacudimiento que todos oímos, dejando la boca abierta de par en par y revelando una lengua hinchada y ennegrecida. Supongo que todos los presentes estaban acostumbrados a los horrores de un lecho de muerte, pero la apariencia de Valdemar era tan espantosa en aquel instante, que se produjo un movimiento general de retroceso.
Comprendo que he llegado ahora a un punto de mi relato en el que el lector se sentirá movido a una absoluta incredulidad. Me veo, sin embargo, obligado a continuarlo.
El más imperceptible signo de vitalidad había cesado en Valdemar; seguros de que estaba muerto lo confiábamos ya a los enfermeros, cuando nos fue dado observar un fuerte movimiento vibratorio de la lengua. La vibración se mantuvo aproximadamente durante un minuto. Al cesar, de aquellas abiertas e inmóviles mandíbulas brotó una voz que sería insensato pretender describir. Es verdad que existen dos o tres epítetos que cabría aplicarle parcialmente: puedo decir, por ejemplo, que su sonido era áspero y quebrado, así como hueco. Pero el todo es indescriptible, por la sencilla razón de que jamás un oído humano ha percibido resonancias semejantes. Dos características, sin embargo —según lo pensé en el momento y lo sigo pensando—, pueden ser señaladas como propias de aquel sonido y dar alguna idea de su calidad extraterrena. En primer término, la voz parecía llegar a nuestros oídos (por lo menos a los míos) desde larga distancia, o desde una caverna en la profundidad de la tierra. Segundo, me produjo la misma sensación (temo que me resultará imposible hacerme entender) que las materias gelatinosas y viscosas producen en el sentido del tacto.
He hablado al mismo tiempo de «sonido» y de «voz». Quiero decir que el sonido consistía en un silabeo clarísimo, de una claridad incluso asombrosa y aterradora. El señor Valdemar hablaba, y era evidente que estaba contestando a la interrogación formulada por mí unos minutos antes. Como se recordará, le había preguntado si seguía durmiendo. Y ahora escuché:
—Sí… No… Estuve durmiendo… y ahora… ahora… estoy muerto.
Ninguno de los presentes pretendió siquiera negar ni reprimir el inexpresable, estremecedor espanto que aquellas pocas palabras, así pronunciadas, tenían que producir. L…l, el estudiante, cayó desvanecido. Los enfermeros escaparon del aposento y fue imposible convencerlos de que volvieran. Por mi parte, no trataré de comunicar mis propias impresiones al lector. Durante una hora, silenciosos, sin pronunciar una palabra, nos esforzamos por reanimar a L…l. Cuando volvió en sí, pudimos dedicarnos a examinar el estado de Valdemar.
Seguía, en todo sentido, como lo he descrito antes, salvo que el espejo no proporcionaba ya pruebas de su respiración. Fue inútil que tratáramos de sangrarlo en el brazo. Debo agregar que éste no obedecía ya a mi voluntad. En vano me esforcé por hacerle seguir la dirección de mi mano. La única señal de la influencia hipnótica la constituía ahora el movimiento vibratorio de la lengua cada vez que volvía a hacer una pregunta a Valdemar. Se diría que trataba de contestar, pero que carecía ya de voluntad suficiente. Permanecía insensible a toda pregunta que le formulara cualquiera que no fuese yo, aunque me esforcé por poner a cada uno de los presentes en relación hipnótica con el paciente. Creo que con esto he señalado todo lo necesario para que se comprenda cuál era la condición del hipnotizado en ese momento. Se llamó a nuevos enfermeros, y a las diez de la mañana abandoné la morada en compañía de ambos médicos y de L…l.
Volvimos por la tarde a ver al paciente. Su estado seguía siendo el mismo. Discutimos un rato sobre la conveniencia y posibilidad de despertarlo, pero poco nos costó llegar a la conclusión de que nada bueno se conseguiría con eso. Resultaba evidente que hasta ahora, la muerte (o eso que de costumbre se denomina muerte) había sido detenida por el proceso hipnótico. Parecía claro que, si despertábamos a Valdemar, lo único que lograríamos seria su inmediato o, por lo menos, su rápido fallecimiento.
Desde este momento hasta fines de la semana pasada —vale decir, casi siete meses— continuamos acudiendo diariamente a casa de Valdemar, acompañados una y otra vez por médicos y otros amigos. Durante todo este tiempo el hipnotizado se mantuvo exactamente como lo he descrito. Los enfermeros le atendían continuamente.
Por fin, el viernes pasado resolvimos hacer el experimento de despertarlo, o tratar de
despertarlo: probablemente el lamentable resultado del mismo es el que ha dado lugar a tanta discusión en los círculos privados y a una opinión pública que no puedo dejar de considerar como injustificada.
A efectos de librar del trance hipnótico al paciente, acudí a los pases habituales. De entrada resultaron infructuosos. La primera indicación de un retorno a la vida lo proporcionó el descenso parcial del iris. Como detalle notable se observó que este descenso de la pupila iba acompañado de un abundante flujo de icor amarillento, procedente de debajo de los párpados, que despedía un olor penetrante y fétido. Alguien me sugirió que tratara de influir sobre el brazo del paciente, como al comienzo. Lo intenté, sin resultado. Entonces el doctor F… expresó su deseo de que interrogara al paciente. Así lo hice, con las siguientes palabras:
—Señor Valdemar… ¿puede explicarnos lo que siente y lo que desea?
Instantáneamente reaparecieron los círculos hécticos en las mejillas; la lengua tembló, o, mejor dicho, rodó violentamente en la boca (aunque las mandíbulas y los labios siguieron rígidos como antes), y entonces resonó aquella horrenda voz que he tratado ya de describir:
—¡Por amor de Dios… pronto… pronto… hágame dormir… o despiérteme… pronto… despiérteme! ¡Le digo que estoy muerto!
Perdí por completo la serenidad y, durante un momento, me quedé sin saber qué hacer. Por fin, intenté calmar otra vez al paciente, pero al fracasar, debido a la total suspensión de la voluntad, cambié el procedimiento y luché con todas mis fuerzas para despertarlo. Pronto me di cuenta de que lo lograría, o, por lo menos, así me lo imaginé; y estoy seguro de que todos los asistentes se hallaban preparados para ver despertar al paciente.
Pero lo que realmente ocurrió fue algo para lo cual ningún ser humano podía estar preparado.
Mientras ejecutaba rápidamente los pases hipnóticos, entre los clamores de: «¡Muerto! ¡Muerto!», que literalmente explotaban desde la lengua y no desde los labios del sufriente, bruscamente todo su cuerpo, en el espacio de un minuto, o aún menos, se encogió, se deshizo… se pudrió entre mis manos. Sobre el lecho, ante todos los presentes, no quedó más que una masa casi líquida de repugnante, de abominable putrefacción.
Leyendo Like A Sir | Creepypasta en español http://creepypastas.com/leyendo-like-a-sir-1.html#ixzz2jL8OBIay
El momento ha llegado de que yo dé a conocer los hechos —en la medida en que me es posible comprenderlos—. Helos aquí sucintamente:
Durante los últimos años el estudio del hipnotismo había atraído repetidamente mi atención. Hace unos nueve meses, se me ocurrió súbitamente que en la serie de experimentos efectuados hasta ahora existía una omisión tan curiosa como inexplicable: jamás se había hipnotizado a nadie in articulo mortis. Quedaba por verse si, en primer lugar, un paciente en esas condiciones sería susceptible de influencia magnética; segundo, en caso de que lo fuera, si su estado aumentaría o disminuiría dicha susceptibilidad, y tercero, hasta qué punto, o por cuánto tiempo, el proceso hipnótico sería capaz de detener la intrusión de la muerte. Quedaban por aclarar otros puntos, pero éstos eran los que más excitaban mi curiosidad, sobre todo el último, dada la inmensa importancia que podían tener sus consecuencias.
Pensando si entre mis relaciones habría algún sujeto que me permitiera verificar esos puntos, me acordé de mi amigo Ernest Valdemar, renombrado compilador de la Bibliotheca Forensica y autor (bajo el nom de plume de Issachar Marx) de las versiones polacas de Wallenstein y Gargantúa. El señor Valdemar, residente desde 1839 en Harlem, Nueva York, es (o era) especialmente notable por su extraordinaria delgadez, tanto que sus extremidades inferiores se parecían mucho a las de John Randolph, y también por la blancura de sus patillas, en violento contraste con sus cabellos negros, lo cual llevaba a suponer con frecuencia que usaba peluca. Tenía un temperamento muy nervioso, que le convertía en buen sujeto para experiencias hipnóticas. Dos o tres veces le había adormecido sin gran trabajo, pero me decepcionó no alcanzar otros resultados que su especial constitución me había hecho prever. Su voluntad no quedaba nunca bajo mi entero dominio, y, por lo que respecta a la clarividencia, no se podía confiar en nada de lo que había conseguido con él. Atribuía yo aquellos fracasos al mal estado de salud de mi amigo. Unos meses antes de trabar relación con él, los médicos le habían declarado tuberculoso. El señor Valdemar acostumbraba referirse con toda calma a su próximo fin, como algo que no cabe ni evitar ni lamentar.
Cuando las ideas a que he aludido se me ocurrieron por primera vez, lo más natural fue que acudiese a Valdemar. Demasiado bien conocía la serena filosofía de mi amigo para temer algún escrúpulo de su parte; por lo demás, no tenía parientes en América que pudieran intervenir para oponerse. Le hablé francamente del asunto y, para mi sorpresa, noté que se interesaba vivamente. Digo para mi sorpresa, pues si bien hasta entonces se había prestado libremente a mis experimentos, jamás demostró el menor interés por lo que yo hacía. Su enfermedad era de las que permiten un cálculo preciso sobre el momento en que sobrevendrá la muerte. Convinimos, pues, en que me mandaría llamar veinticuatro horas antes del momento fijado por sus médicos para su fallecimiento.
Hace más de siete meses que recibí la siguiente nota, de puño y letra de Valdemar:
Estimado P…:
Ya puede usted venir. D… y F… coinciden en que no pasaré de mañana a medianoche, y me parece que han calculado el tiempo con mucha exactitud.
Valdemar.
Recibí el billete media hora después de escrito, y quince minutos más tarde estaba en el dormitorio del moribundo. No le había visto en los últimos diez días y me aterró la espantosa alteración que se había producido en tan breve intervalo. Su rostro tenía un color plomizo, no había el menor brillo en los ojos y, tan terrible era su delgadez, que la piel se había abierto en los pómulos. Expectoraba continuamente y el pulso era casi imperceptible. Conservaba no obstante una notable claridad mental, y cierta fuerza. Me habló con toda claridad, tomó algunos calmantes sin ayuda ajena y, en el momento de entrar en su habitación, le encontré escribiendo unas notas en una libreta. Se mantenía sentado en el lecho con ayuda de varias almohadas, y estaban a su lado los doctores D… y E..
Luego de estrechar la mano de Valdemar, llevé aparte a los médicos y les pedí que me explicaran detalladamente el estado del enfermo. Desde hacía dieciocho meses, el pulmón izquierdo se hallaba en un estado semióseo o cartilaginoso, y, como es natural, no funcionaba en absoluto. En su porción superior el pulmón derecho aparecía parcialmente osificado, mientras la inferior era tan sólo una masa de tubérculos purulentos que se confundían unos con otros. Existían varias dilatadas perforaciones y en un punto se había producido una adherencia permanente a las costillas. Todos estos fenómenos del lóbulo derecho eran de fecha reciente; la osificación se había operado con insólita rapidez, ya que un mes antes no existían señales de la misma y la adherencia sólo había sido comprobable en los últimos tres días. Aparte de la tuberculosis los médicos sospechaban un aneurisma de la aorta, pero los síntomas de osificación volvían sumamente difícil un diagnóstico. Ambos facultativos opinaban que Valdemar moriría hacia la medianoche del día siguiente (un domingo). Eran ahora las siete de la tarde del sábado.
Al abandonar la cabecera del moribundo para conversar conmigo, los doctores D… y F… se habían despedido definitivamente de él. No era su intención volver a verle, pero, a mi pedido, convinieron en examinar al paciente a las diez de la noche del día siguiente.
Una vez que se fueron, hablé francamente con Valdemar sobre su próximo fin, y me referí en detalle al experimento que le había propuesto. Nuevamente se mostró dispuesto, e incluso ansioso por llevarlo a cabo, y me pidió que comenzara de inmediato. Dos enfermeros, un hombre y una mujer, atendían al paciente, pero no me sentí autorizado a llevar a cabo una intervención de tal naturaleza frente a testigos de tan poca responsabilidad en caso de algún accidente repentino. Aplacé, por tanto, el experimento hasta las ocho de la noche del día siguiente, cuando la llegada de un estudiante de medicina de mi conocimiento (el señor Theodore L…l) me libró de toda preocupación. Mi intención inicial había sido la de esperar a los médicos, pero me vi obligado a proceder, primeramente por los urgentes pedidos de Valdemar y luego por mi propia convicción de que no había un minuto que perder, ya que con toda evidencia el fin se acercaba rápidamente.
El señor L…l tuvo la amabilidad de acceder a mi pedido, así como de tomar nota de todo lo que ocurriera. Lo que voy a relatar ahora procede de sus apuntes, ya sea en forma condensada o verbatim.
Faltaban cinco minutos para las ocho cuando, después de tomar la mano de Valdemar, le pedí que manifestara con toda la claridad posible, en presencia de L…l, que estaba dispuesto a que yo le hipnotizara en el estado en que se encontraba.
Débil, pero distintamente, el enfermo respondió: «Sí, quiero ser hipnotizado», agregando de inmediato: «Me temo que sea demasiado tarde».
Mientras así decía, empecé a efectuar los pases que en las ocasiones anteriores habían sido más efectivos con él. Sentía indudablemente la influencia del primer movimiento lateral de mi mano por su frente, pero, aunque empleé todos mis poderes, me fue imposible lograr otros efectos hasta algunos minutos después de las diez, cuando llegaron los doctores D… y F…, tal como lo habían prometido. En pocas palabras les expliqué cuál era mi intención, y, como no opusieron inconveniente, considerando que el enfermo se hallaba ya en agonía, continué sin vacilar, cambiando, sin embargo, los pases laterales por otros verticales y concentrando mi mirada en el ojo derecho del sujeto.
A esta altura su pulso era imperceptible y respiraba entre estertores, a intervalos de medio minuto.
Esta situación se mantuvo sin variantes durante un cuarto de hora. Al expirar este período, sin embargo, un suspiro perfectamente natural, aunque muy profundo, escapó del pecho del moribundo, mientras cesaba la respiración estertorosa o, mejor dicho, dejaban de percibirse los estertores; en cuanto a los intervalos de la respiración, siguieron siendo los mismos.
Las extremidades del paciente estaban heladas.
A las once menos cinco, advertí inequívocas señales de influencia hipnótica. La vidriosa mirada de los ojos fue reemplazada por esa expresión de intranquilo examen interior que jamás se ve sino en casos de hipnotismo, y sobre la cual no cabe engañarse. Mediante unos rápidos pases laterales hice palpitar los párpados, como al acercarse el sueño, y con unos pocos más los cerré por completo. No bastaba esto para satisfacerme, sin embargo, sino que continué vigorosamente mis manipulaciones, poniendo en ellas toda mi voluntad, hasta que hube logrado la completa rigidez de los miembros del durmiente, a quien previamente había colocado en la posición que me pareció más cómoda. Las piernas estaban completamente estiradas; los brazos reposaban en el lecho, a corta distancia de los flancos. La cabeza había sido ligeramente levantada.
Al dar esto por terminado era ya medianoche y pedí a los presentes que examinaran el estado de Valdemar. Luego de unas pocas verificaciones, admitieron que se encontraba en un estado insólitamente perfecto de trance hipnótico. La curiosidad de ambos médicos se había despertado en sumo grado. El doctor D… decidió pasar toda la noche a la cabecera del paciente, mientras el doctor F… se marchaba, con promesa de volver por la mañana temprano. L…l y los enfermeros se quedaron.
Dejamos a Valdemar en completa tranquilidad hasta las tres de la madrugada, hora en que me acerqué y vi que seguía en el mismo estado que al marcharse el doctor F…; vale decir, yacía en la misma posición y su pulso era imperceptible. Respiraba sin esfuerzo, aunque casi no se advertía su aliento, salvo que se aplicara un espejo a los labios. Los ojos estaban cerrados con naturalidad y las piernas tan rígidas y frías como si fueran de mármol. No obstante ello, la apariencia general distaba mucho de la de la muerte.
Al acercarme intenté un ligero esfuerzo para influir sobre el brazo derecho, a fin de que siguiera los movimientos del mío, que movía suavemente sobre su cuerpo. En esta clase de experimento jamás había logrado buen resultado con Valdemar, pero ahora, para mi estupefacción, vi que su brazo, débil pero seguro, seguía todas las direcciones que le señalaba el mío. Me decidí entonces a intentar un breve diálogo.
—Valdemar…, ¿duerme usted? —pregunté.
No me contestó, pero noté que le temblaban los labios, por lo cual repetí varias veces la pregunta. A la tercera vez, todo su cuerpo se agitó con un ligero temblor; los párpados se levantaron lo bastante para mostrar una línea del blanco del ojo; moviéronse lentamente los labios, mientras en un susurro apenas audible brotaban de ellos estas palabras:
—Sí… ahora duermo. ¡No me despierte! ¡Déjeme morir así!
Palpé los miembros, encontrándolos tan rígidos como antes. Volví a interrogar al hipnotizado:
—¿Sigue sintiendo dolor en el pecho, Valdemar?
La respuesta tardó un momento y fue aún menos audible que la anterior:
—No sufro… Me estoy muriendo.
No me pareció aconsejable molestarle más por el momento, y no volví a hablarle hasta la llegada del doctor F…, que arribó poco antes de la salida del sol y se quedó absolutamente estupefacto al encontrar que el paciente se hallaba todavía vivo. Luego de tomarle el pulso y acercar un espejo a sus labios, me pidió que le hablara otra vez, a lo cual accedí.
—Valdemar —dije—. ¿Sigue usted durmiendo?
Como la primera vez, pasaron unos minutos antes de lograr respuesta, y durante el intervalo el moribundo dio la impresión de estar juntando fuerzas para hablar. A la cuarta repetición de la pregunta, y con voz que la debilidad volvía casi inaudible, murmuró:
—Sí… Dormido… Muriéndome.
La opinión o, mejor, el deseo de los médicos era que no se arrancase a Valdemar de su actual estado de aparente tranquilidad hasta que la muerte sobreviniera, cosa que, según consenso general, sólo podía tardar algunos minutos. Decidí, sin embargo, hablarle una vez más, limitándome a repetir mi pregunta anterior.
Mientras lo hacía, un notable cambio se produjo en las facciones del hipnotizado. Los ojos se abrieron lentamente, aunque las pupilas habían girado hacia arriba; la piel adquirió una tonalidad cadavérica, más semejante al papel blanco que al pergamino, y los círculos hécticos, que hasta ese momento se destacaban fuertemente en el centro de cada mejilla, se apagaron bruscamente. Empleo estas palabras porque lo instantáneo de su desaparición trajo a mi memoria la imagen de una bujía que se apaga de un soplo. Al mismo tiempo el labio superior se replegó, dejando al descubierto los dientes que antes cubría completamente, mientras la mandíbula inferior caía con un sacudimiento que todos oímos, dejando la boca abierta de par en par y revelando una lengua hinchada y ennegrecida. Supongo que todos los presentes estaban acostumbrados a los horrores de un lecho de muerte, pero la apariencia de Valdemar era tan espantosa en aquel instante, que se produjo un movimiento general de retroceso.
Comprendo que he llegado ahora a un punto de mi relato en el que el lector se sentirá movido a una absoluta incredulidad. Me veo, sin embargo, obligado a continuarlo.
El más imperceptible signo de vitalidad había cesado en Valdemar; seguros de que estaba muerto lo confiábamos ya a los enfermeros, cuando nos fue dado observar un fuerte movimiento vibratorio de la lengua. La vibración se mantuvo aproximadamente durante un minuto. Al cesar, de aquellas abiertas e inmóviles mandíbulas brotó una voz que sería insensato pretender describir. Es verdad que existen dos o tres epítetos que cabría aplicarle parcialmente: puedo decir, por ejemplo, que su sonido era áspero y quebrado, así como hueco. Pero el todo es indescriptible, por la sencilla razón de que jamás un oído humano ha percibido resonancias semejantes. Dos características, sin embargo —según lo pensé en el momento y lo sigo pensando—, pueden ser señaladas como propias de aquel sonido y dar alguna idea de su calidad extraterrena. En primer término, la voz parecía llegar a nuestros oídos (por lo menos a los míos) desde larga distancia, o desde una caverna en la profundidad de la tierra. Segundo, me produjo la misma sensación (temo que me resultará imposible hacerme entender) que las materias gelatinosas y viscosas producen en el sentido del tacto.
He hablado al mismo tiempo de «sonido» y de «voz». Quiero decir que el sonido consistía en un silabeo clarísimo, de una claridad incluso asombrosa y aterradora. El señor Valdemar hablaba, y era evidente que estaba contestando a la interrogación formulada por mí unos minutos antes. Como se recordará, le había preguntado si seguía durmiendo. Y ahora escuché:
—Sí… No… Estuve durmiendo… y ahora… ahora… estoy muerto.
Ninguno de los presentes pretendió siquiera negar ni reprimir el inexpresable, estremecedor espanto que aquellas pocas palabras, así pronunciadas, tenían que producir. L…l, el estudiante, cayó desvanecido. Los enfermeros escaparon del aposento y fue imposible convencerlos de que volvieran. Por mi parte, no trataré de comunicar mis propias impresiones al lector. Durante una hora, silenciosos, sin pronunciar una palabra, nos esforzamos por reanimar a L…l. Cuando volvió en sí, pudimos dedicarnos a examinar el estado de Valdemar.
Seguía, en todo sentido, como lo he descrito antes, salvo que el espejo no proporcionaba ya pruebas de su respiración. Fue inútil que tratáramos de sangrarlo en el brazo. Debo agregar que éste no obedecía ya a mi voluntad. En vano me esforcé por hacerle seguir la dirección de mi mano. La única señal de la influencia hipnótica la constituía ahora el movimiento vibratorio de la lengua cada vez que volvía a hacer una pregunta a Valdemar. Se diría que trataba de contestar, pero que carecía ya de voluntad suficiente. Permanecía insensible a toda pregunta que le formulara cualquiera que no fuese yo, aunque me esforcé por poner a cada uno de los presentes en relación hipnótica con el paciente. Creo que con esto he señalado todo lo necesario para que se comprenda cuál era la condición del hipnotizado en ese momento. Se llamó a nuevos enfermeros, y a las diez de la mañana abandoné la morada en compañía de ambos médicos y de L…l.
Volvimos por la tarde a ver al paciente. Su estado seguía siendo el mismo. Discutimos un rato sobre la conveniencia y posibilidad de despertarlo, pero poco nos costó llegar a la conclusión de que nada bueno se conseguiría con eso. Resultaba evidente que hasta ahora, la muerte (o eso que de costumbre se denomina muerte) había sido detenida por el proceso hipnótico. Parecía claro que, si despertábamos a Valdemar, lo único que lograríamos seria su inmediato o, por lo menos, su rápido fallecimiento.
Desde este momento hasta fines de la semana pasada —vale decir, casi siete meses— continuamos acudiendo diariamente a casa de Valdemar, acompañados una y otra vez por médicos y otros amigos. Durante todo este tiempo el hipnotizado se mantuvo exactamente como lo he descrito. Los enfermeros le atendían continuamente.
Por fin, el viernes pasado resolvimos hacer el experimento de despertarlo, o tratar de
despertarlo: probablemente el lamentable resultado del mismo es el que ha dado lugar a tanta discusión en los círculos privados y a una opinión pública que no puedo dejar de considerar como injustificada.
A efectos de librar del trance hipnótico al paciente, acudí a los pases habituales. De entrada resultaron infructuosos. La primera indicación de un retorno a la vida lo proporcionó el descenso parcial del iris. Como detalle notable se observó que este descenso de la pupila iba acompañado de un abundante flujo de icor amarillento, procedente de debajo de los párpados, que despedía un olor penetrante y fétido. Alguien me sugirió que tratara de influir sobre el brazo del paciente, como al comienzo. Lo intenté, sin resultado. Entonces el doctor F… expresó su deseo de que interrogara al paciente. Así lo hice, con las siguientes palabras:
—Señor Valdemar… ¿puede explicarnos lo que siente y lo que desea?
Instantáneamente reaparecieron los círculos hécticos en las mejillas; la lengua tembló, o, mejor dicho, rodó violentamente en la boca (aunque las mandíbulas y los labios siguieron rígidos como antes), y entonces resonó aquella horrenda voz que he tratado ya de describir:
—¡Por amor de Dios… pronto… pronto… hágame dormir… o despiérteme… pronto… despiérteme! ¡Le digo que estoy muerto!
Perdí por completo la serenidad y, durante un momento, me quedé sin saber qué hacer. Por fin, intenté calmar otra vez al paciente, pero al fracasar, debido a la total suspensión de la voluntad, cambié el procedimiento y luché con todas mis fuerzas para despertarlo. Pronto me di cuenta de que lo lograría, o, por lo menos, así me lo imaginé; y estoy seguro de que todos los asistentes se hallaban preparados para ver despertar al paciente.
Pero lo que realmente ocurrió fue algo para lo cual ningún ser humano podía estar preparado.
Mientras ejecutaba rápidamente los pases hipnóticos, entre los clamores de: «¡Muerto! ¡Muerto!», que literalmente explotaban desde la lengua y no desde los labios del sufriente, bruscamente todo su cuerpo, en el espacio de un minuto, o aún menos, se encogió, se deshizo… se pudrió entre mis manos. Sobre el lecho, ante todos los presentes, no quedó más que una masa casi líquida de repugnante, de abominable putrefacción.
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Comenzó con mi amigo de Japón. Él era un hacker y siempre tenía su computadora encendida, junto con AIM y MSM. Cuando se desconectó de ambos, asumí que su computadora finalmente había colapsado por una sobrecarga. Pero luego descubrí que todas sus publicaciones en nuestros sitios favoritos habían desaparecido. Todas sus cuentas, todas sus entradas, todos sus comentarios.
Lo siento… tiendo a adelantarme a los hechos. Mi nombre es Nathan y vivo encerrado en mi casa. Agorafobia. Soy de Carolina del Norte y programo para ganarme la vida. Mi hermana hace las compras por mí y yo paso en el sótano. No hay ventanas. Hasta donde sé, mi condición podría ser lo único que me mantiene seguro.
Me levanté hace un mes a las tres de la madrugada y me senté en mi escritorio, con la intención de trabajar un poco pero sobre todo chatear. Fue entonces cuando me di cuenta de que KaosSrida se había ido —no sé su nombre real, así que no se molesten en preguntarme—. Fuera de algunos errores gramaticales, hablaba inglés bastante bien y disfrutaba charlando con él. También sabía bastante sobre computadoras, cosas que nunca habría creído posibles.
Por esa razón no estaba preocupado. Sabía bastante que bien que era capaz de hackear esos sitios y borrar todo lo que había publicado. Supuse que se había hartado del internet; se había estado quejando de él por años.
Traté de comentar su desaparición con un amigo en común. Pero parecía confundido, como si hubiese olvidado quién era Kaos. Este amigo era de edad; me preocupé por su estado de salud mental. Decidí dejarlo pasar y hablamos de deportes por un rato.
Para este punto, tres o cuatro personas habían dejado de conectarse. No era la cosa más inusual del mundo, las personas tienen responsabilidad o a veces no tienen ganas de hablar. Sólo que… sus publicaciones también habían desaparecido.
Luego de un par de días de la desaparición de Kaos empecé a sentirme intranquilo, así que apagué la computadora y vi televisión por algunas horas.
Fue en ese momento cuando todo el asunto comenzó a angustiarme.
Uno de los reporteros de un programa de noticias había desaparecido. El otro se volteaba confundido en ocasiones hacia donde su compañero debería de estar, y luego simplemente retomaba lo que estaba diciendo. Un programa local llamado Las tres hermanas o un nombre similar, era ahora Dos hermanas. Y sí, la tercera hermana había desaparecido. Como en el canal de noticias, a veces había momentos en los que la tercera hermana era importante para la trama y, por unos segundos, parecían recordarlo. Pero luego simplemente seguían actuando. Un programa de cocina sólo mostraba el estudio, sin anfitrión.
Soy un hombre racional y soy bueno para encontrarle sentido a todo. El reportero no estaba acostumbrado a trabajar solo, mientras que su compañero estaba enfermo, y en el programa de las hermanas todo era parte de la historia, no sabría decirlo, no lo veía. El programa de cocina era más difícil de explicar; quizá tuvieron que irse por alguna razón y dejaron la cámara transmitiendo, y los encargados no se dieron cuenta.
Traté de calmarme a mí mismo y decidí ver algo diferente. Tomé la guía de televisión que mi hermana me había dado y empecé a revisarla. Ahí vi la cosa más inquietante hasta el momento: Los dos chiflados. Me quedé pasmado viendo el título, que estaba entre una vieja comedia británica y uno de esos programas acerca de qué tan buena había sido la década de los cincuenta.
Quedaba poco para que empezara, así que cambié al canal. Ciertamente, el título decía «Los dos chiflados». Pensé que era alguna broma… pero no, comenzó justo como lo recordaba. Sólo que con un chiflado menos.
Me asusté y apagué la televisión.
Y aquí estoy. Ha pasado un mes y cerca de la mitad de mis conocidos han desaparecido. Mi hermana se ha ido también. Estoy publicando esto en cada sitio en el que puedo, con la esperanza de que le llegará a tantas personas como sea posible. Si también han notado que desaparecen personas, mi nombre es Nathan Creek y vivo en una pequeña ciudad en Carolina del Norte. Por favor contáctenme lo antes posible.
…
—Oye Bob. Bob, ven a ayudarme con esto.
El hombre veía la pantalla, frunciendo el ceño.
—¿Qué quieres, Jim?
Bob caminó hacia él con una mirada de cansancio en su rostro.
—Uno de los IA presenta un fallo técnico.
—¿Por qué lo dices?
—Eliminé varios IA y un paquete de entretenimiento para que pudiera instalar las nuevas versiones, pero los recuerdos de un IA no se eliminaron y está entrando en pánico.
—¿Qué está haciendo? ¿Trabajando? ¿Escritura creativa?
—Aquí dice que un diario autobiográfico. Creo que no instalamos el módulo en éste.
—Es probable que sea un fallo de algún tipo. Sólo elimínalo y reinicia la instalación de los otros.
Jim suspiró.
—Creo que me agrabada un poco.
—Sólo es un programa, Jim. No es como si estuviera consciente.
Jim observó la representación visual «Nathan_Creek_5 escribe frenéticamente».
—Supongo que tienes razón, Bob.
Jim hizo clic derecho en el IA y escogió eliminar.
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Lo siento… tiendo a adelantarme a los hechos. Mi nombre es Nathan y vivo encerrado en mi casa. Agorafobia. Soy de Carolina del Norte y programo para ganarme la vida. Mi hermana hace las compras por mí y yo paso en el sótano. No hay ventanas. Hasta donde sé, mi condición podría ser lo único que me mantiene seguro.
Me levanté hace un mes a las tres de la madrugada y me senté en mi escritorio, con la intención de trabajar un poco pero sobre todo chatear. Fue entonces cuando me di cuenta de que KaosSrida se había ido —no sé su nombre real, así que no se molesten en preguntarme—. Fuera de algunos errores gramaticales, hablaba inglés bastante bien y disfrutaba charlando con él. También sabía bastante sobre computadoras, cosas que nunca habría creído posibles.
Por esa razón no estaba preocupado. Sabía bastante que bien que era capaz de hackear esos sitios y borrar todo lo que había publicado. Supuse que se había hartado del internet; se había estado quejando de él por años.
Traté de comentar su desaparición con un amigo en común. Pero parecía confundido, como si hubiese olvidado quién era Kaos. Este amigo era de edad; me preocupé por su estado de salud mental. Decidí dejarlo pasar y hablamos de deportes por un rato.
Para este punto, tres o cuatro personas habían dejado de conectarse. No era la cosa más inusual del mundo, las personas tienen responsabilidad o a veces no tienen ganas de hablar. Sólo que… sus publicaciones también habían desaparecido.
Luego de un par de días de la desaparición de Kaos empecé a sentirme intranquilo, así que apagué la computadora y vi televisión por algunas horas.
Fue en ese momento cuando todo el asunto comenzó a angustiarme.
Uno de los reporteros de un programa de noticias había desaparecido. El otro se volteaba confundido en ocasiones hacia donde su compañero debería de estar, y luego simplemente retomaba lo que estaba diciendo. Un programa local llamado Las tres hermanas o un nombre similar, era ahora Dos hermanas. Y sí, la tercera hermana había desaparecido. Como en el canal de noticias, a veces había momentos en los que la tercera hermana era importante para la trama y, por unos segundos, parecían recordarlo. Pero luego simplemente seguían actuando. Un programa de cocina sólo mostraba el estudio, sin anfitrión.
Soy un hombre racional y soy bueno para encontrarle sentido a todo. El reportero no estaba acostumbrado a trabajar solo, mientras que su compañero estaba enfermo, y en el programa de las hermanas todo era parte de la historia, no sabría decirlo, no lo veía. El programa de cocina era más difícil de explicar; quizá tuvieron que irse por alguna razón y dejaron la cámara transmitiendo, y los encargados no se dieron cuenta.
Traté de calmarme a mí mismo y decidí ver algo diferente. Tomé la guía de televisión que mi hermana me había dado y empecé a revisarla. Ahí vi la cosa más inquietante hasta el momento: Los dos chiflados. Me quedé pasmado viendo el título, que estaba entre una vieja comedia británica y uno de esos programas acerca de qué tan buena había sido la década de los cincuenta.
Quedaba poco para que empezara, así que cambié al canal. Ciertamente, el título decía «Los dos chiflados». Pensé que era alguna broma… pero no, comenzó justo como lo recordaba. Sólo que con un chiflado menos.
Me asusté y apagué la televisión.
Y aquí estoy. Ha pasado un mes y cerca de la mitad de mis conocidos han desaparecido. Mi hermana se ha ido también. Estoy publicando esto en cada sitio en el que puedo, con la esperanza de que le llegará a tantas personas como sea posible. Si también han notado que desaparecen personas, mi nombre es Nathan Creek y vivo en una pequeña ciudad en Carolina del Norte. Por favor contáctenme lo antes posible.
…
—Oye Bob. Bob, ven a ayudarme con esto.
El hombre veía la pantalla, frunciendo el ceño.
—¿Qué quieres, Jim?
Bob caminó hacia él con una mirada de cansancio en su rostro.
—Uno de los IA presenta un fallo técnico.
—¿Por qué lo dices?
—Eliminé varios IA y un paquete de entretenimiento para que pudiera instalar las nuevas versiones, pero los recuerdos de un IA no se eliminaron y está entrando en pánico.
—¿Qué está haciendo? ¿Trabajando? ¿Escritura creativa?
—Aquí dice que un diario autobiográfico. Creo que no instalamos el módulo en éste.
—Es probable que sea un fallo de algún tipo. Sólo elimínalo y reinicia la instalación de los otros.
Jim suspiró.
—Creo que me agrabada un poco.
—Sólo es un programa, Jim. No es como si estuviera consciente.
Jim observó la representación visual «Nathan_Creek_5 escribe frenéticamente».
—Supongo que tienes razón, Bob.
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Tres hermanos
Estos hechos acontecieron hace algunos años en un área cercana a un hospital mental. En éste se encontraban personas enfermas de distintos males psíquicos, pero uno de sus pabellones estaba destinado en exclusiva a criminales, pues los jueces en algunos casos habían decidido que lo mejor sería que dichos criminales fuesen institucionalizados en donde se pudieran tratar sus problemas mentales, antes que en la cárcel, donde seguramente lo único que se conseguiría era agravarlos.
A unos 15 kilómetros del psiquiátrico vivían los hermanos García. Eran tres hermanos que se dedicaban al cuidado de unas pequeñas tierras que habían heredado de sus familiares, quienes siempre habían vivido por la zona.
Juan, que era el nombre del menor de los hermanos, siempre iba acompañado de su fiel perra Laika, una pastor alemán preciosa que se habían encontrado perdida en una carretera cercana. Una tarde, después de haber pasado todo el día en el campo, se dispusieron a volver a casa y cocinar unas papas con un poco de carne que habían comprado hace unos días en el pueblo. Una vez en casa, mientras Pedro preparaba la cena para Juan y para Román, el mayor de los hermanos, escucharon por la radio que Ricardo Ruiz Pérez se había fugado del psiquiátrico y podía andar por los alrededores.
Ricardo Ruiz era un peligroso psicópata, al cual encerraron por el asesinato y violación de cinco menores. Tardaron varios meses en descubrir los hechos, pues él solía descuartizar a sus víctimas y echárselas de comer a una jauría de perros. Los asesinatos de Ricardo fueron muy seguidos por el pueblo, ya que entre sus víctimas se encontraban tres hermanas de una misma familia, y esto conmocionó a la opinión pública.
Los tres hermanos se sintieron angustiados por la noticia; ellos, como el resto, habían seguido las fechorías de Ricardo. Durante la cena fue el recuerdo de los asesinatos y la poca seguridad que había en el psiquiátrico, siendo incomprensible que se hubiese podido escapar un asesino como ése.
Sobre las diez de la noche se prepararon todos para ir a dormir. En la habitación, Pedro dormía en la litera superior, Román en la del centro y Juan en la de abajo. Debajo de la litera de Juan dormía Laika, su perra, a la que le encantaba que Juan le rascase el lomo antes de dormir, y ella como muestra de cariño siempre le lamía la mano.
Media hora más tarde estaban ya todos acostados y prácticamente dormidos por el cansancio acumulado del día anterior. Pasaron las horas y, de repente, algo sobresaltó a Juan; había escuchado algo como el chirriar de la puerta. Se mantuvo expectante durante unos segundos, y luego introdujo su mano debajo de la cama para acariciar a su fiel amiga; ésta se lo agradeció como de costumbre, con unos lametones en la mano, tranquilizando a Juan y permitiéndole volver a dormir plácidamente.
Pasaron las horas y por la ventana del cuarto comenzaban a entrar los primeros rayos de luz a la diminuta estancia. Pero más que la luz del sol, lo que despertó a Juan fueron unas pequeñas gotas que caían sobre su rostro. Abrió poco a poco los ojos mientras se llevaba las manos al rostro, donde sentía que caían las gotas; cuando finalmente abrió los ojos vio que esas gotas procedían del colchón de Román, y que ese color rojizo que desprendían sólo podía ser sangre.
Se levantó de un salto de la cama y miró a su hermano, paralizándose de terror. Estaba amordazado y con una infinidad de cuchilladas en su cuerpo, y sobre él también caían gotas de sangre, provenientes del colchón superior, en donde un cuchillo atravesaba el cuello de su hermano Pedro.
Juan, incrédulo ante la escena que estaba presenciando, se arrodilló en el suelo llorando, y allí pudo encontrar a su querida perra Laika asesinada de una manera brutal, partida por la mitad. Y encontró una nota ensangrentada, en la cual se podía leer «Los locos también sabemos lamer».
Juan, aterrado, notificó los hechos a la policía diciendo que Ricardo Ruiz había asesinado a sus hermanos y a su perra, pero la policía no le creyó. Juan fue acusado del asesinato de sus hermanos a causa de un desdoblamiento de su personalidad, y encerrado durante veinte años en el psiquiátrico. Allí pudo averiguar que Ricardo había sido detenido dos horas después de su fuga, en una carretera con dirección a Barcelona.
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A unos 15 kilómetros del psiquiátrico vivían los hermanos García. Eran tres hermanos que se dedicaban al cuidado de unas pequeñas tierras que habían heredado de sus familiares, quienes siempre habían vivido por la zona.
Juan, que era el nombre del menor de los hermanos, siempre iba acompañado de su fiel perra Laika, una pastor alemán preciosa que se habían encontrado perdida en una carretera cercana. Una tarde, después de haber pasado todo el día en el campo, se dispusieron a volver a casa y cocinar unas papas con un poco de carne que habían comprado hace unos días en el pueblo. Una vez en casa, mientras Pedro preparaba la cena para Juan y para Román, el mayor de los hermanos, escucharon por la radio que Ricardo Ruiz Pérez se había fugado del psiquiátrico y podía andar por los alrededores.
Ricardo Ruiz era un peligroso psicópata, al cual encerraron por el asesinato y violación de cinco menores. Tardaron varios meses en descubrir los hechos, pues él solía descuartizar a sus víctimas y echárselas de comer a una jauría de perros. Los asesinatos de Ricardo fueron muy seguidos por el pueblo, ya que entre sus víctimas se encontraban tres hermanas de una misma familia, y esto conmocionó a la opinión pública.
Los tres hermanos se sintieron angustiados por la noticia; ellos, como el resto, habían seguido las fechorías de Ricardo. Durante la cena fue el recuerdo de los asesinatos y la poca seguridad que había en el psiquiátrico, siendo incomprensible que se hubiese podido escapar un asesino como ése.
Sobre las diez de la noche se prepararon todos para ir a dormir. En la habitación, Pedro dormía en la litera superior, Román en la del centro y Juan en la de abajo. Debajo de la litera de Juan dormía Laika, su perra, a la que le encantaba que Juan le rascase el lomo antes de dormir, y ella como muestra de cariño siempre le lamía la mano.
Media hora más tarde estaban ya todos acostados y prácticamente dormidos por el cansancio acumulado del día anterior. Pasaron las horas y, de repente, algo sobresaltó a Juan; había escuchado algo como el chirriar de la puerta. Se mantuvo expectante durante unos segundos, y luego introdujo su mano debajo de la cama para acariciar a su fiel amiga; ésta se lo agradeció como de costumbre, con unos lametones en la mano, tranquilizando a Juan y permitiéndole volver a dormir plácidamente.
Pasaron las horas y por la ventana del cuarto comenzaban a entrar los primeros rayos de luz a la diminuta estancia. Pero más que la luz del sol, lo que despertó a Juan fueron unas pequeñas gotas que caían sobre su rostro. Abrió poco a poco los ojos mientras se llevaba las manos al rostro, donde sentía que caían las gotas; cuando finalmente abrió los ojos vio que esas gotas procedían del colchón de Román, y que ese color rojizo que desprendían sólo podía ser sangre.
Se levantó de un salto de la cama y miró a su hermano, paralizándose de terror. Estaba amordazado y con una infinidad de cuchilladas en su cuerpo, y sobre él también caían gotas de sangre, provenientes del colchón superior, en donde un cuchillo atravesaba el cuello de su hermano Pedro.
Juan, incrédulo ante la escena que estaba presenciando, se arrodilló en el suelo llorando, y allí pudo encontrar a su querida perra Laika asesinada de una manera brutal, partida por la mitad. Y encontró una nota ensangrentada, en la cual se podía leer «Los locos también sabemos lamer».
Juan, aterrado, notificó los hechos a la policía diciendo que Ricardo Ruiz había asesinado a sus hermanos y a su perra, pero la policía no le creyó. Juan fue acusado del asesinato de sus hermanos a causa de un desdoblamiento de su personalidad, y encerrado durante veinte años en el psiquiátrico. Allí pudo averiguar que Ricardo había sido detenido dos horas después de su fuga, en una carretera con dirección a Barcelona.
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