CREEPYPASTA
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El hombre de aglomerado
James Thomas Fischer siempre había sido un apasionado de la parapsicología. De hecho, su biblioteca cobijaba decenas de colecciones sobre revistas esotéricas que había adquirido a lo largo de su vida. Ahora, con treinta y cuatro años recién cumplidos, echaba la vista atrás y reparaba en que, a pesar del tiempo, algo siempre había prevalecido: James jamás creyó las historias que le contaban, aquellas de apariciones escalofriantes siempre protagonizadas por espectadores inconexos, aquellas que debías creer por el mero hecho de que un conocido te las explicaba. El filósofo David Hume lo dijo una vez, «Afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias», y James estaba completamente de acuerdo. El mismo efecto lo experimentaba cuando leía todos aquellos artículos sobre fantasmas, demonios y avistamientos. ¿Hasta qué punto se podía corroborar aquella información? ¿Por qué parecía ser el único que no había experimentado ese tipo de sucesos? Por esta y muchas otras cavilaciones llegó a la conclusión de que, por más que buscara, no se encontraría con ningún suceso inexplicable. Debía planteárselo de otra manera, en realidad decidió hacer justo lo contrario.
James se convirtió en un falso médium y se publicitó en distintos medios como un experto del ocultismo capaz de solucionar cualquier problema a un precio muy asequible. De este modo, tan sólo debía esperar sentado en el sofá de su casa a que los casos fuesen llegando. Hubo muchas llamadas y visitas a domicilio; sin embargo, la mitad de las incógnitas podían solucionarse con una simple respuesta racional y la mitad de sus clientes carecían de un saludable estado mental. La frustración por no vislumbrar con sus ojos nada en absoluto acrecentó su escepticismo y sostuvo su argumento sobre que todo era mentira. Tal fue su desengaño que decidió acabar con la estafa y quitarse la máscara. Pero justo cuando estaba empaquetando su librería para dejarla abandonada en el contenedor de basura más cercano, una llamada captó su atención de nuevo.
Su nombre era Ellen Gilbert y vivía en una urbanización en Reidsville, Carolina del Norte. En un principio, dado su inseguro tono de voz, James se adelantó suponiendo que sería un caso más por sugestión mental y que se alejaría de lo que él pretendía encontrar. Sin embargo, a medida que describía los sucesos, la curiosidad crecía en su interior. Se llegó a interesar tanto en su historia que al cabo de unos días se desplazó para hacerle una visita.
El coche abandonó la carretera que comunicaba con Reidsville y entró en un camino de tierra. El territorio era mucho más sombrío, más salvaje que el que había dejado atrás. Los árboles se cernían sobre el sendero entrelazando sus ramas con los del otro lado y formando una cúpula que impedía la filtración de la luz del sol. Al cabo de unos minutos, en tanto el vehículo brincaba a causa de los baches de la tierra, vislumbró el tejado de una casa. Detuvo su coche frente a la residencia de dos plantas y la observó; la parcela donde había sido construida era una pendiente, el terreno que la rodeaba descendía inclinado varios metros detrás de ella y finalizaba en los límites que daban paso al bosque. Antes de que pudiera seguir indagando una mujer apareció por la puerta de entrada y saludó con la mano. Mediante señas le indicó que descendiera por la rampa de hormigón y que aparcara junto a su todo-terreno Cuando lo hizo le dio la bienvenida y lo invitó a entrar en su domicilio.
—No llevo demasiado tiempo viviendo aquí —empezó a explicar Ellen—, por eso no sabría decirte si siempre ha estado sucediendo.
James depositó la taza de té en la mesita que había situada frente al sofá en el que permanecían sentados.
—Por teléfono me explicaste que los vecinos también han sufrido fenómenos parecidos.
—Sí, bueno… Hay otra casa más arriba, hablé con su mujer y me dijo que desapareció uno de sus animales.
—Entonces es posible que se trate de un coyote.
—No en mi caso, señor Thomas. Mis perros han aparecido con cortes por todo el cuerpo, pero no como si un animal los hubiera rasgado, a algunos de ellos les faltaban secciones de piel en el lomo.
James frunció el entrecejo y dio otro sorbo a la taza de té.
—Ningún coyote podría hacer algo así —añadió ella.
—¿Por qué crees que se trata de un suceso paranormal? Detrás de esto podría haber una persona desequilibrada, quizás el responsable sea de esta urbanización.
—Aún no se lo he explicado todo —siguió con una mirada acongojada por la situación.
James se cruzó de brazos y, girándose hacia ella, esperó impaciente.
—Antes dejaba a mis tres perros afuera por la noche porque en el jardín tienen una caseta donde pueden dormir, pero dada la situación decidí meterlos en el sótano.
—¿Tiene un sótano? —preguntó él.
—Bueno, no es del todo un sótano. Si se ha fijado, la casa está nivelada en la pendiente porque debajo hay una especie de planta baja que la sostiene. Dentro de ese hormigón nos quedó un espacio que aprovechamos para instalar la caldera y guardar toda clase de herramientas.
Ellen se detuvo, miró hacia las ventanas que rodeaban el comedor y continuó con su explicación.
—Hace dos noches me desperté a causa de los ladridos. Supuse que los perros habían olido a alguien así que me asomé a una de esas ventanas —señaló Ellen—. Como estaba muy oscuro decidí coger una linterna y desde aquí arriba iluminé el terreno.
Ellen agachó su cabeza con una mirada de absoluto terror y, mientras parecía visualizar lo que estaba explicando, sus manos comenzaron a temblar.
—Tranquila —dijo James, apoyando su mano sobre el hombro de ella—. ¿Qué pasó después?
—Vi algo acercándose a la casa —siguió con un tono de voz frágil.
Segundos después se detuvo de nuevo.
—Ellen, dime, ¿qué viste? —insistió.
—Es muy difícil describirlo.
—Inténtalo.
—Al principio no vi nada, pero al desplazar la luz de la linterna por el terreno descubrí que algo se movía.
Tras decir esto se puso en pie, avanzó unos pasos y se situó junto a las ventanas.
—Estaba ahí —Señaló cuando James se asomó junto a ella—. ¿Ves ese camino de tierra que sale del bosque y llega hasta aquí? Pues lo estaba siguiendo, aproximándose cada vez más.
—¿Quién era? —preguntó impaciente.
—No era nadie, señor Thomas. Cuando lo alumbré vi que algo blanco se había detenido en el camino, era una efigie humana. Aunque ni siquiera podría describirse así, era como pasta blanca, arrugada y alargada.
—¿Cómo si llevara una sábana encima?
—No, no tiene nada que ver. Era más bien como una figura acartonada, como el resultado que se obtiene al secar el papel mojado; rugoso y amorfo —Ellen se llevó la mano a la cabeza a causa de la ansiedad, después se situó un molesto mechón de pelo tras la oreja y finalmente se cruzó de brazos resguardándose del escalofrío que le provocaba aquel recuerdo—. Me quedé paralizada cuando lo vi, intenté asimilar que era aquello que había en mi parcela. Lo miré una y otra vez con la intención de catalogarlo en algún lugar, pero no podía; la figura blanquinosa no tenía extremidades. Por un momento noté algo de humano en él: de sus supuestos hombros, una prolongación ovalada parecía semejarse a una cabeza, sin cuello, sin volumen, era aplanada y arrugada como el resto de su complexión.
—Entonces, fuese lo que fuese… ¿se mantuvo quieto mientras lo iluminabas?
—Sí, pero no por mucho tiempo. Cuando hice un amago para ir a buscar el teléfono y desplacé unos centímetros la linterna de él, comenzó a moverse. Fue horrible, señor Thomas, en cuanto lo hizo intuí un sobrecogedor rostro en aquella cabeza, era una imagen muy difusa, pétrea, como si hubiese impreso el rostro de un retrato antiguo sobre aquello. Dios mío, esa cosa tenía tan poco volumen, era tan delgado, que se balanceaba mientras avanzaba, caminaba torciéndose hacia un lado, lentamente, mientras su cuerpo se contorsionaba con cada pliegue que desplazaba por el suelo.
—Ellen, ¿cómo estás segura de lo que viste? No te ofendas por lo que te digo, pero… ¿no pudo ser una pesadilla?
Tras esas palabras la mujer sonrió con ironía. Cabizbaja se dirigió a la puerta de entrada, y con un «sígueme» lo condujo afuera. Ambos se dirigieron al lateral de la residencia, descendieron unos metros por la pendiente y se situaron frente a una puerta de metal instalada en el muro que nivelaba la casa.
—Aquí es donde escondí a mis perros —dijo, sacando unas llaves de su bolsillo.
Una vez la abrió entraron, y casi al instante un hedor putrefacto asaltó el olfato de James.
—¿Qué es esta peste? —preguntó, llevándose las manos a la boca.
Ellen avanzó unos pasos y presionó un pequeño interruptor instalado en la pared.
—Aún sigues pensando…
Una pequeña bombilla se encendió en el techo alumbrando con luz tenue la enorme caldera que resonaba en toda la habitación, también mostrando una multitud de herramientas de campo, y sobre todo dejando al descubierto los cuerpos despellejados y en carne viva de tres perros muertos.
—¿…que pudo ser un sueño?
El perturbador caso resucitó aquel sentimiento de adrenalina frente a lo desconocido que tantas veces había disfrutado mientras leía todas aquellas revistas. Quizás la causa de su curiosidad se debía a que su imaginación no lograba dibujar en su mente lo que Ellen le había descrito. También resultaba intrigante pensar cómo los perros habían sido asesinados si la puerta estaba cerrada. ¿Acaso se trataba de una presencia fantasmal capaz de atravesar cualquier obstáculo? ¿Por qué cometía esos asesinatos?
A pesar de que su deseo por creer la duda siempre había disipado sus fantasías, necesitaba pruebas, de lo contrario descartaría la existencia de tal suceso. Por esa misma razón decidió visitar a los vecinos de Ellen, aquellos mismos de los que había hablado sin demasiado interés y que parecían haber sufrido un incidente similar. A diferencia de su cliente, la familia Dahmer vivía en una casa destartalada y su jardín se encontraba consumido por las malas hierbas. Una señora mayor, descuidada en cuanto a aspecto y con rostro poco afable, abrió la puerta y preguntó quién era. James se presentó muy cordialmente y para su sorpresa, lo invitó a entrar. Grethel se sentó junto a él en un clásico sofá de estampados granates y le ofreció unas galletas de un tarro de porcelana.
—Cuénteme qué sucedió aquella noche.
—Lo recuerdo como si fuese ayer —dijo la mujer desviando su mirada hacia nada en concreto—. Los gatos pueden ser muy ruidosos cuando están en peligro, ¿sabe? Negrita se había quedado preñada y algunas veces el padre la había acechado a causa de los celos. Los había escuchado pelear en varias ocasiones, pero aquella vez fue distinta.
James asintió con la cabeza, demostrándole que estaba atento a sus palabras.
—Agarré este bastón —dijo, golpeando el extremo contra el suelo— y salí fuera para ahuyentarlo. Busqué a mi gata, pero no la encontré; la llamé por su nombre pero no acudió a mí. Ya no había nadie en el jardín.
La expresión de Grethel decayó aún más, y con ojos tristes observó la fotografía que tenía situada sobre el mueble del comedor.
—La encontré a la mañana siguiente, sin pelo y con el vientre abierto. Habían sacado a todas las crías y las habían despellejado también.
James miró hacia el cuadro que contemplaba y pudo ver a dos personas posando para la cámara junto a ella.
—¿Son su marido y su hijo? —preguntó.
Grethel asintió.
—¿Dónde están? Creía que vivía con ellos.
—Él me dejó hace unas semanas, también se llevó a mi niño.
—Vaya… bueno, se debe sentir un poco sola —supuso James—. Pero se ven de vez en cuando, ¿verdad?
Lamentablemente la señora Dahmer no respondió esta vez, permaneció con la mirada perdida y con su mente en otra parte.
El sol se había ocultado tras las montañas y James decidió pasar la noche vigilando a través de la ventana de la casa de Ellen. En su mano derecha sostenía la linterna que le había prestado, alumbrando con regularidad el exterior mientras permanecía sentado en una incómoda silla. Al principio la demora se hizo amena, ella le daba conversación estirada desde el sofá de la casa mientras observaba los chasquidos de la madera en la chimenea. Sin embargo, al cabo de unas horas se quedó dormida, y James sintió que la noche se desplomaba sobre su espalda. Intentó concentrarse en lo que estaba haciendo y se esforzó por no dejar de alumbrar hacia el oscuro camino de tierra que conducía al bosque; lamentablemente, al cabo de unos minutos de absoluto silencio, el peso de sus párpados pudo con su empeño.
La linterna cayó contra el suelo formando un gran estruendo. James abrió los ojos y, desorientado, descubrió que se había quedado dormido. Inmediatamente la buscó a sus pies y pudo ver que la carcasa se había abierto y que una de las pilas había rodado hasta el sofá. Procurando no formar más escándalo, la recogió con cuidado y, una vez la recompuso, enfocó hacia el exterior de nuevo.
—¡Joder!
De pronto Ellen se desveló a causa del sobresalto.
—¿Qué pasa? —preguntó incorporándose de medio lado.
—He visto algo.
—¿Qué? ¿Qué has visto?
—Había alguien ahí fuera. Acaba de meterse corriendo en el bosque.
—Dios mío, ¿viste lo que era?
—No, estaba demasiado oscuro.
—¿Qué podemos hacer?
—Voy a buscarlo —dijo James, poniéndose en pie.
—¿Qué? ¿Lo dices en serio?
—¿Cómo si no vamos a descubrir lo que está pasando?
—Pero… sabemos que es peligroso, ha matado a mis perros. ¿Estás seguro de lo que haces?
Haciendo caso omiso a su pregunta, James se dirigió con rapidez hacia el dormitorio de invitados en donde había dejado sus pertenencias. De mientras, Ellen, completamente asustada, miró hacia la ventana y se estremeció al presenciar la absoluta negrura que rodeaba la casa. Al cabo de unos segundos James regresó al comedor sosteniendo una videocámara en sus manos.
—¿A dónde vas con eso? —preguntó ella con los nervios a flor de piel.
—Voy a grabarlo todo, necesito demostrar al mundo y a mí mismo que esto realmente está ocurriendo.
—Por favor, llévate algo para protegerte.
—No te preocupes, filmaré y volveré enseguida.
—¿Y yo que tengo que hacer? —preguntó de forma insistente.
—Tú tienes que quedarte aquí hasta que yo vuelva.
Sin nada más que decir, se dirigió a la salida, atravesó la puerta de entrada y con cámara en mano salió al exterior. Una vez fuera el frío de la noche caló sus huesos y el vaho se manifestó en su respiración; en el silencio de la montaña lo primero que pudo escuchar fue el chirrido de los grillos, pero una vez que encendió la linterna también percibió el tétrico canto de un búho lejano. Sin perder un solo segundo más caminó hacia el lateral de la casa, después descendió por la maleza, evitando resbalar a causa de la humedad de la noche, y ya situado en la parte trasera de la residencia echó la vista al primer piso. Como suponía, Ellen se encontraba vigilando a través de la ventana; tan sólo podía vislumbrar su silueta recortada en el fondo del comedor, pero podía intuir la expresión de incertidumbre que debía mostrar su rostro.
James continuó con su trayecto, alcanzó el camino de tierra y descendió hacia la arboleda. Sus pasos se escuchaban en aquel suelo salvaje, sobre la broza se hacían visibles y a medida que se desplazaba temía ser delatado por ellos. La luz de la linterna se plasmaba sobre los troncos de los árboles, deformándose a causa de las protuberancias en la corteza. Podía escuchar el crujir de las ramas, aquellas que no alcanzaba a ver, aquellas que se balanceaban solemnes en la oscuridad. La vegetación desarrollaba con facilidad su imaginación, recreando formas humanas y escalofriantes efigies como la que Ellen le había descrito. Sí, lo asumía, aquel lugar le producía respeto, y los sucesos que le habían explicado durante el día ahora resurgían en su mente sugestionándole.
«Tengo que tranquilizarme», se dijo a sí mismo.
Sin embargo, cuando se dispuso a recobrar la calma, cuando hizo un esfuerzo por no dejarse llevar por el miedo, de repente, un infernal alarido se escuchó desde lo más profundo del bosque. James se detuvo al instante, con los ojos completamente abiertos y con el palpito del corazón resonando en sus oídos. ¿Qué había sido aquello? ¿Acaso también había formado parte de su imaginación?
Un segundo grito respondió a su pregunta, demostrándole de nuevo la seriedad del asunto.
No hubo lugar para más cavilaciones, había decidido que aquel sería el caso definitivo, aquel que determinaría si debía creer en lo desconocido.
James se armó de valor y aceleró sus pasos hacia la fuente de sus temores. Corrió hacia aquellos gritos inhumanos, quejumbrosos chillidos que se repetían una y otra vez encogiéndole el corazón. Necesitaba saber qué era, qué estaba sucediendo, debía descubrir qué de cierto había detrás de aquello. Lo descubrió al alcanzar un pequeño claro en el bosque, un lugar donde un círculo de árboles rodeaba lo que parecía ser los restos de un animal muerto. El cuerpo de un jabalí completamente desangrado y sin pelaje yacía en el suelo, con las patas traseras atadas; junto a él, Grethel permanecía agachada con un machete en su mano.
—¡James! —gritó ella tan sólo al verle.
—¿Grethel? ¿Qué coño está pasando aquí?
Antes de que pudiese recibir una aclaración por su parte, algo cayó sobre la mano con la que sostenía la videocámara, y desconcertado observó que también había salpicado parte del objeto. Acercándoselo a la cara, lo examinó, y completamente horrorizado se percató de que se trataba de sangre.
—¡Salió de mi cabeza! ¡No pude ayudar a mi familia, no pude salvarles!
Alzó sus ojos lentamente, condujo su camino con la luz de la linterna y separó sus labios como un presagio a la sorpresa. El foco de luz se arrastró distorsionándose sobre la costra de los árboles, en dirección a sus copas, perdiendo su intensidad en la lejanía. Fue allí arriba donde la descubrió, bajo un cielo terriblemente estrellado, a unos diez metros de distancia, la brutal escena asaltó todos sus sentidos. Decenas de grotescas pieles se encontraban enrolladas en los troncos de los árboles, extendidas repugnantemente alrededor de la madera y tiñéndola de rojo. La sangre chorreaba aún fresca de uno de ellos, dejándose caer sobre su rostro, derramando por sus labios su vomitiva espesura.
James se deshizo de aquella asquerosidad limpiándose con la manga de la chaqueta, e inmediatamente salió corriendo.
—¡No te vayas, déjame explicártelo!
Con el pulso a cien ascendió por la montaña lo más rápido que pudo. A medida que la linterna bailaba en la oscuridad del bosque, pudo escuchar los amenazantes gritos de Grethel. Podía imaginarla correr tras él, alzando el machete sobre su cabeza, intentando alcanzarle para exponer su piel en aquella perturbadora galería de muerte. Para su suerte, finalmente alcanzó la parcela, y una vez llegó a la puerta, Ellen lo recibió para auxiliarle.
A la mañana siguiente encontraron el cuerpo sin vida de Grethel en su propio domicilio, sobre el sofá de estampados granates, y sosteniendo entre sus brazos la fotografía de su familia. Según les explicaron, se había suicidado seccionándose la garganta con el machete. El detective Fuller también les comentó que en la residencia de la señora Dahmer hallaron todo tipo de material enfermizo relacionado con las ciencias paranormales, lo que confirmaba su desequilibrado estado mental. Las pieles fueron analizadas por el forense y, como supusieron desde un principio, algunas de ellas correspondían a su hijo y marido, desaparecidos desde hacía más de tres semanas.
Por otro lado, James y Ellen decidieron pasar el día alejados lo máximo posible de aquel sitio. Concretamente hicieron un picnic en el parque estatal Haw River, donde también practicaron senderismo y tiro al arco, con el fin de distraerse de lo ocurrido. Aquella sería la última noche que Ellen pasaría en la casa de Reidsville; se lo planteó cuando acontecieron los primeros incidentes, pero después de lo ocurrido decidió llevarlo a cabo. Prefería vivir en una ciudad bulliciosa que aislada de la civilización, donde no necesitaba coger el coche para ir a comprar el pan. «El bosque es un lugar precioso, pero difícil para vivir solo», dijo cuando se lo explicó. Tal era su aversión por aquella casa ahora que le suplicó que se quedase una noche más, no quería volver a estar sola en aquel lugar. James aceptó sin pensárselo dos veces, pero por una razón muy diferente. Su amabilidad se veía justificada por el deseo de confesarle sus sentimientos. James había finiquitado su interés por el mundo de la parapsicología y ahora quería continuar con su vida. En realidad, sentía la necesidad de recuperar el tiempo perdido, un tiempo que tan sólo confirmó lo que desde pequeño había supuesto, que todo era mentira. Ahora quería conducir su existencia a lo común, quería adquirir un trabajo, disfrutar de una relación y formar una familia.
James se despertó de repente en la cama y pestañeó desorientado. Miró a su alrededor y finalmente se situó: se encontraba en el dormitorio de invitados de la casa de Ellen. Con el cabello completamente empapado de sudor, se giró de medio lado e intentó conciliar el sueño; sin embargo, algo lo había desvelado y la razón permanecía en su subconsciente inquietándole. «¿No había sido una pesadilla?», se preguntó desconcertado. ¿Qué lo había despertado?
James miró sobre su cabeza y observó la ventana que daba al exterior. No estaba lloviendo, ni siquiera el viento hacía retumbar el cristal. Entonces, ¿por qué tenía la sensación de que algo había ocurrido? Se detuvo unos segundos más, cerró sus ojos y cuando estuvo a punto de dormirse de nuevo, su cuerpo comenzó a temblar. Lo recordaba, sabía cuál había sido la causa, y cuanto más lo pensaba más real se volvía en sus tímpanos. El sonido de un grito de Ellen había alcanzado su habitación, había retumbado por sus paredes y lo había despertado. Instantáneamente el caso regresó a su mente y puso en duda sus evidencias.
¿Por qué Ellen insistió en que vio algo paranormal? ¿Qué sentido tenía que Grethel cometiera todos aquellos asesinatos?
«¡Salió de mi cabeza! ¡No pude ayudar a mi familia, no pude salvarles!».
James abrió sus ojos con sorpresa al recordar esa frase y en la situación en la que se encontraba cuando la escuchó. Algo no tenía sentido, y la policía lo había pasado por alto. ¿Cómo había logrado Grethel cubrir aquellos troncos con las pieles a más de diez metros de altura? Era prácticamente imposible.
De repente, unos crujidos provenientes del mismo cuarto lo distrajeron de sus pensamientos; eran parecidos al sonido que se obtiene al comprimir una lata de aluminio, pero sin ese eco metálico. James se arrastró entre las sábanas y, asomándose con cuidado, buscó cuál era la causa. El gélido pánico se manifestó en su interior al percibirlo entre la oscuridad: bajo la puerta del dormitorio, en el insignificante espacio que queda entre el suelo y la madera, algo estaba entrando en la habitación. La entidad se filtraba con dificultad mediante convulsiones esporádicas y acompañadas por el escalofriante crepitar que lo había alertado. Podía contemplar cómo, a medida que se deslizaba, también se curvaba, alzándose hacia el techo, adquiriendo aquella forma que Ellen se esforzó en describir. «Así lo había hecho», dedujo él, «así había entrado en el sótano donde escondía a sus perros».
A pesar de sus pensamientos, James se había quedado paralizado, su mente se encontraba demasiado ocupada en asimilar lo que estaba presenciando; resultaba tan surrealista como terriblemente sobrecogedor. Podía ver cómo se formaba, cómo sus pliegues se retorcían sobre sí mismos, contorsionándose y adquiriendo una apariencia semejante a la humana. Sin embargo, lo peor de la situación llegó cuando comenzó a acercarse: fue entonces cuando James reaccionó, incorporándose en la cama. La luz de la luna iluminó su acartonada cabeza cuando se inclinó hacia él, y una vez la dejó al descubierto, James gritó con horror. Lo podía ver con sus ojos, aquello no era un ser etéreo, era completamente palpable, su cuerpo era como el cartón, un aglomerado de todas las pieles que había adquirido durante años, y su rostro era la suma de todas las caras que arrancó de sus víctimas.
«¡James, no te vayas, déjame explicártelo!».
Ahora lo comprendía; mientras cientos de cortes desgarraban la piel de su carne, descifró las palabras de Grethel. Cómo ella misma se había encargado durante semanas de satisfacer al hombre de aglomerado facilitándole animales, con la única intención de alejarlo de la gente y de evitar que sufrieran el mismo destino que su familia.
A pesar del brutal dolor que experimentaba a medida que estaba siendo despellejado, James sintió la satisfacción de finalmente haber encontrado respuestas a su eterna curiosidad, de poder afirmar con seguridad que realmente existía lo paranormal. Lamentablemente nadie jamás lo sabría, porque él ya no viviría el tiempo suficiente para poder explicarlo.
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James se convirtió en un falso médium y se publicitó en distintos medios como un experto del ocultismo capaz de solucionar cualquier problema a un precio muy asequible. De este modo, tan sólo debía esperar sentado en el sofá de su casa a que los casos fuesen llegando. Hubo muchas llamadas y visitas a domicilio; sin embargo, la mitad de las incógnitas podían solucionarse con una simple respuesta racional y la mitad de sus clientes carecían de un saludable estado mental. La frustración por no vislumbrar con sus ojos nada en absoluto acrecentó su escepticismo y sostuvo su argumento sobre que todo era mentira. Tal fue su desengaño que decidió acabar con la estafa y quitarse la máscara. Pero justo cuando estaba empaquetando su librería para dejarla abandonada en el contenedor de basura más cercano, una llamada captó su atención de nuevo.
Su nombre era Ellen Gilbert y vivía en una urbanización en Reidsville, Carolina del Norte. En un principio, dado su inseguro tono de voz, James se adelantó suponiendo que sería un caso más por sugestión mental y que se alejaría de lo que él pretendía encontrar. Sin embargo, a medida que describía los sucesos, la curiosidad crecía en su interior. Se llegó a interesar tanto en su historia que al cabo de unos días se desplazó para hacerle una visita.
El coche abandonó la carretera que comunicaba con Reidsville y entró en un camino de tierra. El territorio era mucho más sombrío, más salvaje que el que había dejado atrás. Los árboles se cernían sobre el sendero entrelazando sus ramas con los del otro lado y formando una cúpula que impedía la filtración de la luz del sol. Al cabo de unos minutos, en tanto el vehículo brincaba a causa de los baches de la tierra, vislumbró el tejado de una casa. Detuvo su coche frente a la residencia de dos plantas y la observó; la parcela donde había sido construida era una pendiente, el terreno que la rodeaba descendía inclinado varios metros detrás de ella y finalizaba en los límites que daban paso al bosque. Antes de que pudiera seguir indagando una mujer apareció por la puerta de entrada y saludó con la mano. Mediante señas le indicó que descendiera por la rampa de hormigón y que aparcara junto a su todo-terreno Cuando lo hizo le dio la bienvenida y lo invitó a entrar en su domicilio.
—No llevo demasiado tiempo viviendo aquí —empezó a explicar Ellen—, por eso no sabría decirte si siempre ha estado sucediendo.
James depositó la taza de té en la mesita que había situada frente al sofá en el que permanecían sentados.
—Por teléfono me explicaste que los vecinos también han sufrido fenómenos parecidos.
—Sí, bueno… Hay otra casa más arriba, hablé con su mujer y me dijo que desapareció uno de sus animales.
—Entonces es posible que se trate de un coyote.
—No en mi caso, señor Thomas. Mis perros han aparecido con cortes por todo el cuerpo, pero no como si un animal los hubiera rasgado, a algunos de ellos les faltaban secciones de piel en el lomo.
James frunció el entrecejo y dio otro sorbo a la taza de té.
—Ningún coyote podría hacer algo así —añadió ella.
—¿Por qué crees que se trata de un suceso paranormal? Detrás de esto podría haber una persona desequilibrada, quizás el responsable sea de esta urbanización.
—Aún no se lo he explicado todo —siguió con una mirada acongojada por la situación.
James se cruzó de brazos y, girándose hacia ella, esperó impaciente.
—Antes dejaba a mis tres perros afuera por la noche porque en el jardín tienen una caseta donde pueden dormir, pero dada la situación decidí meterlos en el sótano.
—¿Tiene un sótano? —preguntó él.
—Bueno, no es del todo un sótano. Si se ha fijado, la casa está nivelada en la pendiente porque debajo hay una especie de planta baja que la sostiene. Dentro de ese hormigón nos quedó un espacio que aprovechamos para instalar la caldera y guardar toda clase de herramientas.
Ellen se detuvo, miró hacia las ventanas que rodeaban el comedor y continuó con su explicación.
—Hace dos noches me desperté a causa de los ladridos. Supuse que los perros habían olido a alguien así que me asomé a una de esas ventanas —señaló Ellen—. Como estaba muy oscuro decidí coger una linterna y desde aquí arriba iluminé el terreno.
Ellen agachó su cabeza con una mirada de absoluto terror y, mientras parecía visualizar lo que estaba explicando, sus manos comenzaron a temblar.
—Tranquila —dijo James, apoyando su mano sobre el hombro de ella—. ¿Qué pasó después?
—Vi algo acercándose a la casa —siguió con un tono de voz frágil.
Segundos después se detuvo de nuevo.
—Ellen, dime, ¿qué viste? —insistió.
—Es muy difícil describirlo.
—Inténtalo.
—Al principio no vi nada, pero al desplazar la luz de la linterna por el terreno descubrí que algo se movía.
Tras decir esto se puso en pie, avanzó unos pasos y se situó junto a las ventanas.
—Estaba ahí —Señaló cuando James se asomó junto a ella—. ¿Ves ese camino de tierra que sale del bosque y llega hasta aquí? Pues lo estaba siguiendo, aproximándose cada vez más.
—¿Quién era? —preguntó impaciente.
—No era nadie, señor Thomas. Cuando lo alumbré vi que algo blanco se había detenido en el camino, era una efigie humana. Aunque ni siquiera podría describirse así, era como pasta blanca, arrugada y alargada.
—¿Cómo si llevara una sábana encima?
—No, no tiene nada que ver. Era más bien como una figura acartonada, como el resultado que se obtiene al secar el papel mojado; rugoso y amorfo —Ellen se llevó la mano a la cabeza a causa de la ansiedad, después se situó un molesto mechón de pelo tras la oreja y finalmente se cruzó de brazos resguardándose del escalofrío que le provocaba aquel recuerdo—. Me quedé paralizada cuando lo vi, intenté asimilar que era aquello que había en mi parcela. Lo miré una y otra vez con la intención de catalogarlo en algún lugar, pero no podía; la figura blanquinosa no tenía extremidades. Por un momento noté algo de humano en él: de sus supuestos hombros, una prolongación ovalada parecía semejarse a una cabeza, sin cuello, sin volumen, era aplanada y arrugada como el resto de su complexión.
—Entonces, fuese lo que fuese… ¿se mantuvo quieto mientras lo iluminabas?
—Sí, pero no por mucho tiempo. Cuando hice un amago para ir a buscar el teléfono y desplacé unos centímetros la linterna de él, comenzó a moverse. Fue horrible, señor Thomas, en cuanto lo hizo intuí un sobrecogedor rostro en aquella cabeza, era una imagen muy difusa, pétrea, como si hubiese impreso el rostro de un retrato antiguo sobre aquello. Dios mío, esa cosa tenía tan poco volumen, era tan delgado, que se balanceaba mientras avanzaba, caminaba torciéndose hacia un lado, lentamente, mientras su cuerpo se contorsionaba con cada pliegue que desplazaba por el suelo.
—Ellen, ¿cómo estás segura de lo que viste? No te ofendas por lo que te digo, pero… ¿no pudo ser una pesadilla?
Tras esas palabras la mujer sonrió con ironía. Cabizbaja se dirigió a la puerta de entrada, y con un «sígueme» lo condujo afuera. Ambos se dirigieron al lateral de la residencia, descendieron unos metros por la pendiente y se situaron frente a una puerta de metal instalada en el muro que nivelaba la casa.
—Aquí es donde escondí a mis perros —dijo, sacando unas llaves de su bolsillo.
Una vez la abrió entraron, y casi al instante un hedor putrefacto asaltó el olfato de James.
—¿Qué es esta peste? —preguntó, llevándose las manos a la boca.
Ellen avanzó unos pasos y presionó un pequeño interruptor instalado en la pared.
—Aún sigues pensando…
Una pequeña bombilla se encendió en el techo alumbrando con luz tenue la enorme caldera que resonaba en toda la habitación, también mostrando una multitud de herramientas de campo, y sobre todo dejando al descubierto los cuerpos despellejados y en carne viva de tres perros muertos.
—¿…que pudo ser un sueño?
El perturbador caso resucitó aquel sentimiento de adrenalina frente a lo desconocido que tantas veces había disfrutado mientras leía todas aquellas revistas. Quizás la causa de su curiosidad se debía a que su imaginación no lograba dibujar en su mente lo que Ellen le había descrito. También resultaba intrigante pensar cómo los perros habían sido asesinados si la puerta estaba cerrada. ¿Acaso se trataba de una presencia fantasmal capaz de atravesar cualquier obstáculo? ¿Por qué cometía esos asesinatos?
A pesar de que su deseo por creer la duda siempre había disipado sus fantasías, necesitaba pruebas, de lo contrario descartaría la existencia de tal suceso. Por esa misma razón decidió visitar a los vecinos de Ellen, aquellos mismos de los que había hablado sin demasiado interés y que parecían haber sufrido un incidente similar. A diferencia de su cliente, la familia Dahmer vivía en una casa destartalada y su jardín se encontraba consumido por las malas hierbas. Una señora mayor, descuidada en cuanto a aspecto y con rostro poco afable, abrió la puerta y preguntó quién era. James se presentó muy cordialmente y para su sorpresa, lo invitó a entrar. Grethel se sentó junto a él en un clásico sofá de estampados granates y le ofreció unas galletas de un tarro de porcelana.
—Cuénteme qué sucedió aquella noche.
—Lo recuerdo como si fuese ayer —dijo la mujer desviando su mirada hacia nada en concreto—. Los gatos pueden ser muy ruidosos cuando están en peligro, ¿sabe? Negrita se había quedado preñada y algunas veces el padre la había acechado a causa de los celos. Los había escuchado pelear en varias ocasiones, pero aquella vez fue distinta.
James asintió con la cabeza, demostrándole que estaba atento a sus palabras.
—Agarré este bastón —dijo, golpeando el extremo contra el suelo— y salí fuera para ahuyentarlo. Busqué a mi gata, pero no la encontré; la llamé por su nombre pero no acudió a mí. Ya no había nadie en el jardín.
La expresión de Grethel decayó aún más, y con ojos tristes observó la fotografía que tenía situada sobre el mueble del comedor.
—La encontré a la mañana siguiente, sin pelo y con el vientre abierto. Habían sacado a todas las crías y las habían despellejado también.
James miró hacia el cuadro que contemplaba y pudo ver a dos personas posando para la cámara junto a ella.
—¿Son su marido y su hijo? —preguntó.
Grethel asintió.
—¿Dónde están? Creía que vivía con ellos.
—Él me dejó hace unas semanas, también se llevó a mi niño.
—Vaya… bueno, se debe sentir un poco sola —supuso James—. Pero se ven de vez en cuando, ¿verdad?
Lamentablemente la señora Dahmer no respondió esta vez, permaneció con la mirada perdida y con su mente en otra parte.
El sol se había ocultado tras las montañas y James decidió pasar la noche vigilando a través de la ventana de la casa de Ellen. En su mano derecha sostenía la linterna que le había prestado, alumbrando con regularidad el exterior mientras permanecía sentado en una incómoda silla. Al principio la demora se hizo amena, ella le daba conversación estirada desde el sofá de la casa mientras observaba los chasquidos de la madera en la chimenea. Sin embargo, al cabo de unas horas se quedó dormida, y James sintió que la noche se desplomaba sobre su espalda. Intentó concentrarse en lo que estaba haciendo y se esforzó por no dejar de alumbrar hacia el oscuro camino de tierra que conducía al bosque; lamentablemente, al cabo de unos minutos de absoluto silencio, el peso de sus párpados pudo con su empeño.
La linterna cayó contra el suelo formando un gran estruendo. James abrió los ojos y, desorientado, descubrió que se había quedado dormido. Inmediatamente la buscó a sus pies y pudo ver que la carcasa se había abierto y que una de las pilas había rodado hasta el sofá. Procurando no formar más escándalo, la recogió con cuidado y, una vez la recompuso, enfocó hacia el exterior de nuevo.
—¡Joder!
De pronto Ellen se desveló a causa del sobresalto.
—¿Qué pasa? —preguntó incorporándose de medio lado.
—He visto algo.
—¿Qué? ¿Qué has visto?
—Había alguien ahí fuera. Acaba de meterse corriendo en el bosque.
—Dios mío, ¿viste lo que era?
—No, estaba demasiado oscuro.
—¿Qué podemos hacer?
—Voy a buscarlo —dijo James, poniéndose en pie.
—¿Qué? ¿Lo dices en serio?
—¿Cómo si no vamos a descubrir lo que está pasando?
—Pero… sabemos que es peligroso, ha matado a mis perros. ¿Estás seguro de lo que haces?
Haciendo caso omiso a su pregunta, James se dirigió con rapidez hacia el dormitorio de invitados en donde había dejado sus pertenencias. De mientras, Ellen, completamente asustada, miró hacia la ventana y se estremeció al presenciar la absoluta negrura que rodeaba la casa. Al cabo de unos segundos James regresó al comedor sosteniendo una videocámara en sus manos.
—¿A dónde vas con eso? —preguntó ella con los nervios a flor de piel.
—Voy a grabarlo todo, necesito demostrar al mundo y a mí mismo que esto realmente está ocurriendo.
—Por favor, llévate algo para protegerte.
—No te preocupes, filmaré y volveré enseguida.
—¿Y yo que tengo que hacer? —preguntó de forma insistente.
—Tú tienes que quedarte aquí hasta que yo vuelva.
Sin nada más que decir, se dirigió a la salida, atravesó la puerta de entrada y con cámara en mano salió al exterior. Una vez fuera el frío de la noche caló sus huesos y el vaho se manifestó en su respiración; en el silencio de la montaña lo primero que pudo escuchar fue el chirrido de los grillos, pero una vez que encendió la linterna también percibió el tétrico canto de un búho lejano. Sin perder un solo segundo más caminó hacia el lateral de la casa, después descendió por la maleza, evitando resbalar a causa de la humedad de la noche, y ya situado en la parte trasera de la residencia echó la vista al primer piso. Como suponía, Ellen se encontraba vigilando a través de la ventana; tan sólo podía vislumbrar su silueta recortada en el fondo del comedor, pero podía intuir la expresión de incertidumbre que debía mostrar su rostro.
James continuó con su trayecto, alcanzó el camino de tierra y descendió hacia la arboleda. Sus pasos se escuchaban en aquel suelo salvaje, sobre la broza se hacían visibles y a medida que se desplazaba temía ser delatado por ellos. La luz de la linterna se plasmaba sobre los troncos de los árboles, deformándose a causa de las protuberancias en la corteza. Podía escuchar el crujir de las ramas, aquellas que no alcanzaba a ver, aquellas que se balanceaban solemnes en la oscuridad. La vegetación desarrollaba con facilidad su imaginación, recreando formas humanas y escalofriantes efigies como la que Ellen le había descrito. Sí, lo asumía, aquel lugar le producía respeto, y los sucesos que le habían explicado durante el día ahora resurgían en su mente sugestionándole.
«Tengo que tranquilizarme», se dijo a sí mismo.
Sin embargo, cuando se dispuso a recobrar la calma, cuando hizo un esfuerzo por no dejarse llevar por el miedo, de repente, un infernal alarido se escuchó desde lo más profundo del bosque. James se detuvo al instante, con los ojos completamente abiertos y con el palpito del corazón resonando en sus oídos. ¿Qué había sido aquello? ¿Acaso también había formado parte de su imaginación?
Un segundo grito respondió a su pregunta, demostrándole de nuevo la seriedad del asunto.
No hubo lugar para más cavilaciones, había decidido que aquel sería el caso definitivo, aquel que determinaría si debía creer en lo desconocido.
James se armó de valor y aceleró sus pasos hacia la fuente de sus temores. Corrió hacia aquellos gritos inhumanos, quejumbrosos chillidos que se repetían una y otra vez encogiéndole el corazón. Necesitaba saber qué era, qué estaba sucediendo, debía descubrir qué de cierto había detrás de aquello. Lo descubrió al alcanzar un pequeño claro en el bosque, un lugar donde un círculo de árboles rodeaba lo que parecía ser los restos de un animal muerto. El cuerpo de un jabalí completamente desangrado y sin pelaje yacía en el suelo, con las patas traseras atadas; junto a él, Grethel permanecía agachada con un machete en su mano.
—¡James! —gritó ella tan sólo al verle.
—¿Grethel? ¿Qué coño está pasando aquí?
Antes de que pudiese recibir una aclaración por su parte, algo cayó sobre la mano con la que sostenía la videocámara, y desconcertado observó que también había salpicado parte del objeto. Acercándoselo a la cara, lo examinó, y completamente horrorizado se percató de que se trataba de sangre.
—¡Salió de mi cabeza! ¡No pude ayudar a mi familia, no pude salvarles!
Alzó sus ojos lentamente, condujo su camino con la luz de la linterna y separó sus labios como un presagio a la sorpresa. El foco de luz se arrastró distorsionándose sobre la costra de los árboles, en dirección a sus copas, perdiendo su intensidad en la lejanía. Fue allí arriba donde la descubrió, bajo un cielo terriblemente estrellado, a unos diez metros de distancia, la brutal escena asaltó todos sus sentidos. Decenas de grotescas pieles se encontraban enrolladas en los troncos de los árboles, extendidas repugnantemente alrededor de la madera y tiñéndola de rojo. La sangre chorreaba aún fresca de uno de ellos, dejándose caer sobre su rostro, derramando por sus labios su vomitiva espesura.
James se deshizo de aquella asquerosidad limpiándose con la manga de la chaqueta, e inmediatamente salió corriendo.
—¡No te vayas, déjame explicártelo!
Con el pulso a cien ascendió por la montaña lo más rápido que pudo. A medida que la linterna bailaba en la oscuridad del bosque, pudo escuchar los amenazantes gritos de Grethel. Podía imaginarla correr tras él, alzando el machete sobre su cabeza, intentando alcanzarle para exponer su piel en aquella perturbadora galería de muerte. Para su suerte, finalmente alcanzó la parcela, y una vez llegó a la puerta, Ellen lo recibió para auxiliarle.
A la mañana siguiente encontraron el cuerpo sin vida de Grethel en su propio domicilio, sobre el sofá de estampados granates, y sosteniendo entre sus brazos la fotografía de su familia. Según les explicaron, se había suicidado seccionándose la garganta con el machete. El detective Fuller también les comentó que en la residencia de la señora Dahmer hallaron todo tipo de material enfermizo relacionado con las ciencias paranormales, lo que confirmaba su desequilibrado estado mental. Las pieles fueron analizadas por el forense y, como supusieron desde un principio, algunas de ellas correspondían a su hijo y marido, desaparecidos desde hacía más de tres semanas.
Por otro lado, James y Ellen decidieron pasar el día alejados lo máximo posible de aquel sitio. Concretamente hicieron un picnic en el parque estatal Haw River, donde también practicaron senderismo y tiro al arco, con el fin de distraerse de lo ocurrido. Aquella sería la última noche que Ellen pasaría en la casa de Reidsville; se lo planteó cuando acontecieron los primeros incidentes, pero después de lo ocurrido decidió llevarlo a cabo. Prefería vivir en una ciudad bulliciosa que aislada de la civilización, donde no necesitaba coger el coche para ir a comprar el pan. «El bosque es un lugar precioso, pero difícil para vivir solo», dijo cuando se lo explicó. Tal era su aversión por aquella casa ahora que le suplicó que se quedase una noche más, no quería volver a estar sola en aquel lugar. James aceptó sin pensárselo dos veces, pero por una razón muy diferente. Su amabilidad se veía justificada por el deseo de confesarle sus sentimientos. James había finiquitado su interés por el mundo de la parapsicología y ahora quería continuar con su vida. En realidad, sentía la necesidad de recuperar el tiempo perdido, un tiempo que tan sólo confirmó lo que desde pequeño había supuesto, que todo era mentira. Ahora quería conducir su existencia a lo común, quería adquirir un trabajo, disfrutar de una relación y formar una familia.
James se despertó de repente en la cama y pestañeó desorientado. Miró a su alrededor y finalmente se situó: se encontraba en el dormitorio de invitados de la casa de Ellen. Con el cabello completamente empapado de sudor, se giró de medio lado e intentó conciliar el sueño; sin embargo, algo lo había desvelado y la razón permanecía en su subconsciente inquietándole. «¿No había sido una pesadilla?», se preguntó desconcertado. ¿Qué lo había despertado?
James miró sobre su cabeza y observó la ventana que daba al exterior. No estaba lloviendo, ni siquiera el viento hacía retumbar el cristal. Entonces, ¿por qué tenía la sensación de que algo había ocurrido? Se detuvo unos segundos más, cerró sus ojos y cuando estuvo a punto de dormirse de nuevo, su cuerpo comenzó a temblar. Lo recordaba, sabía cuál había sido la causa, y cuanto más lo pensaba más real se volvía en sus tímpanos. El sonido de un grito de Ellen había alcanzado su habitación, había retumbado por sus paredes y lo había despertado. Instantáneamente el caso regresó a su mente y puso en duda sus evidencias.
¿Por qué Ellen insistió en que vio algo paranormal? ¿Qué sentido tenía que Grethel cometiera todos aquellos asesinatos?
«¡Salió de mi cabeza! ¡No pude ayudar a mi familia, no pude salvarles!».
James abrió sus ojos con sorpresa al recordar esa frase y en la situación en la que se encontraba cuando la escuchó. Algo no tenía sentido, y la policía lo había pasado por alto. ¿Cómo había logrado Grethel cubrir aquellos troncos con las pieles a más de diez metros de altura? Era prácticamente imposible.
De repente, unos crujidos provenientes del mismo cuarto lo distrajeron de sus pensamientos; eran parecidos al sonido que se obtiene al comprimir una lata de aluminio, pero sin ese eco metálico. James se arrastró entre las sábanas y, asomándose con cuidado, buscó cuál era la causa. El gélido pánico se manifestó en su interior al percibirlo entre la oscuridad: bajo la puerta del dormitorio, en el insignificante espacio que queda entre el suelo y la madera, algo estaba entrando en la habitación. La entidad se filtraba con dificultad mediante convulsiones esporádicas y acompañadas por el escalofriante crepitar que lo había alertado. Podía contemplar cómo, a medida que se deslizaba, también se curvaba, alzándose hacia el techo, adquiriendo aquella forma que Ellen se esforzó en describir. «Así lo había hecho», dedujo él, «así había entrado en el sótano donde escondía a sus perros».
A pesar de sus pensamientos, James se había quedado paralizado, su mente se encontraba demasiado ocupada en asimilar lo que estaba presenciando; resultaba tan surrealista como terriblemente sobrecogedor. Podía ver cómo se formaba, cómo sus pliegues se retorcían sobre sí mismos, contorsionándose y adquiriendo una apariencia semejante a la humana. Sin embargo, lo peor de la situación llegó cuando comenzó a acercarse: fue entonces cuando James reaccionó, incorporándose en la cama. La luz de la luna iluminó su acartonada cabeza cuando se inclinó hacia él, y una vez la dejó al descubierto, James gritó con horror. Lo podía ver con sus ojos, aquello no era un ser etéreo, era completamente palpable, su cuerpo era como el cartón, un aglomerado de todas las pieles que había adquirido durante años, y su rostro era la suma de todas las caras que arrancó de sus víctimas.
«¡James, no te vayas, déjame explicártelo!».
Ahora lo comprendía; mientras cientos de cortes desgarraban la piel de su carne, descifró las palabras de Grethel. Cómo ella misma se había encargado durante semanas de satisfacer al hombre de aglomerado facilitándole animales, con la única intención de alejarlo de la gente y de evitar que sufrieran el mismo destino que su familia.
A pesar del brutal dolor que experimentaba a medida que estaba siendo despellejado, James sintió la satisfacción de finalmente haber encontrado respuestas a su eterna curiosidad, de poder afirmar con seguridad que realmente existía lo paranormal. Lamentablemente nadie jamás lo sabría, porque él ya no viviría el tiempo suficiente para poder explicarlo.
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Había salido con unos amigos a pasar el rato paseando por la colonia local, visitando tiendas de videojuegos y de música. Era lo usual cuando estaba con mis camaradas Alan y Mario. Íbamos por el autobús platicando de trivialidades, como cuál era la chica que considerábamos más sexy en la escuela o qué tanto alcohol podíamos aguantar antes de comenzar a actuar como idiotas. Íbamos hechos una carcajada en el autobús, cuando notamos en nuestros relojes que ya eran más de las nueve de la noche y que nuestros padres debían estar preocupados. Telefoneé a mi madre para avisarle que llegaría un poco tarde, y como siempre solía hacer, puse una excusa que me pareció astuta: le avisé que nos habían invitado a cenar a Mario y a mí en casa de Alan. Eso siempre servía, siendo que él vivía con sus hermanas mayores y su tío. Sin embargo, cuando íbamos a medio camino en el autobús, nos dimos cuenta de que había una desviación en una de las avenidas debido a un accidente automovilístico. Debido al problema, podíamos hacer una de dos cosas: esperar a que el conductor del autobús tomara otra ruta, o podíamos bajarnos, caminar unas calles y tomar otro autobús que llegaría en menos tiempo. Optamos por la segunda opción. Lo que no teníamos en cuenta era que las calles estaban bastante oscuras y deshabitadas como para que pudiéramos pasar tranquilamente.
Pero ahí andábamos, tres jóvenes aventurados con ganas de resaltar como valientes e insultarnos si es que uno de nosotros se acobardaba. Íbamos camino por la calle principal, que iba de bajada como una rampa. Solitaria, con algunos automóviles estacionados y sin nada de luces en las casas que podíamos divisar. Recorríamos el lugar, un poco nerviosos, mientras pensaba que mis padres me desheredarían si se enteraban de que andaba en terrenos tan peligrosos. En un momento de conversaciones al azar para calmar los nervios, vimos una sombra que caminaba aleatoriamente por la calle sin tránsito alguno de vehículos, y no pudimos evitar sentirnos inquietos y más nerviosos por lo que vimos. En ese momento la sombra se detuvo, y nuestros oídos retumbaron con un chillido que lanzó antes de caer al suelo. Fue tan fuerte que sentí que me quedaría sordo. Me tapé los oídos y agaché mi cabeza.
Lo que ocurrió a continuación me acecha hasta el día de hoy. Jamás pude dormir después de lo que sucedió. No tengo esperanza de ello. Recuerdo que después de que la sombra emitiera el chillido, mis piernas se adormecieron y caí al suelo. Cuando me desperté, noté que estaba solo. Las calles se veían aún más tétricas y solitarias, pero esta vez no había nadie alrededor. Literalmente me sentí en el abandono más profundo que jamás pude haber imaginado. Corrí desesperadamente hacia adelante, buscando a mis amigos Mario y Alan. Sentía que las piernas se me doblaban por correr tanto, pero entre más recorría las calles solas y oscuras, más me daba cuenta de que el vecindario en donde estaba no era el mismo en el que los tres habíamos estado caminando. Entonces me detuve, presa de un inimaginable y frío pánico que recorría toda mi conciencia. Sentía ganas de llorar, de gritar y de pedir ayuda a todo pulmón, esperando que alguien dentro de su casa me oyese y decidiera salir a ayudarme.
Pero nada. Me hallaba solo, sumido en una desesperación increíble de la cual no tengo recuerdo de haber sentido antes. El terror de estar solo en un lugar así, un lugar tan frío y abandonado, que nada se parecía a las calles que recorría con mis camaradas. Recuerdo que me senté en posición fetal durante un par de minutos y comencé a pensar en toda la gente que extrañaba. Todos los que me apreciaban y a quienes apreciaba. También sentí un inmenso remordimiento por haberle mentido a mi adorada madre con lo de la cena en casa de Alan. Fue entonces cuando recordé mi celular, y cuando lo saqué y activé, vi la imagen de fondo, a todo color y en alta definición. Mi corazón comenzó a latir de prisa y un sudor frío me recorrió intensamente. Normalmente, tenía la imagen de uno de mis perros o algún videojuego, pero éste no era el caso. Vi una foto en la cual estaba Alan… tirado en el suelo, con la garganta cortada y sin ojos en las cuencas. Había mucha sangre.
Recuerdo que, del miedo, se me cayó el celular y se deshizo. En otras circunstancias me habría enojado por lo sucedido, pero el pánico y terror que me envolvían superaban cualquier otra emoción. Ahí fue cuando quebré en llanto. No pude soportarlo más. Me encontraba llorando desconsoladamente, arrodillado en el piso, cuando escuché que alguien se acercaba a mí. Recuerdo que tenía las manos en el rostro, pero al escuchar esos pasos giré mi cabeza y vi a Mario, parado y viéndome con una cara de seriedad que apenas podía notar. La oscuridad causada por la falta de muchas luces públicas hacía difícil distinguir con exactitud su rostro, pero llevo años de conocerlo. Sabía perfectamente que era él. Me levanté de un salto y corrí hacia él desesperadamente; sólo que él retrocedía, evitándome, lo cual me desconcertó (y me llenó de más angustia), pero aun así yo corría hacia mi amigo a paso veloz. La oscuridad era muy intensa, pero eso no me impidió divisar un detalle que me dejó helado y me detuvo en seco. Mario no retrocedía caminando… sus pies estaban a unos 10 centímetros del suelo. Flotaba, como si fuera jalado por hilos invisibles. Mi pánico no hacía sino crecer. Quería alumbrar con la lámpara de mi celular, pero recordé que lo había dejado unas calles atrás en el suelo, todo deshecho por la caída. Preferí seguirlo lentamente, intentando disimular el intenso miedo con el que lo veía. Le preguntaba por Alan, y dónde demonios estábamos. Él no respondía… sólo flotaba hacia atrás. Dentro de mí, algo me decía que debía correr en la dirección opuesta y tocar en alguna de las casas para tratar de conseguir ayuda; pero el hecho de que Mario estuviera en ese estado me hacía querer ayudarlo.
En un punto, se posó debajo de una luz pública que estaba tenuemente encendida. En ese momento se me erizaron los vellos del brazo de una manera tan fuerte que pensé que serían como una tabla con varios clavos expuestos. La mitad del rostro de Mario había sido arrancada de su cráneo, y podía fácilmente ver la cuenca del ojo izquierdo y el resto de sus huesos faciales, con trozos de carne colgando y con sangre. Su cuerpo estaba lleno de llagas y arañazos, y noté que sus tripas colgaban de su vientre abierto. Fue horrible. Me sentí en el borde de la locura absoluta, sintiendo más y más que esa terrible pesadilla me envolvía. Esta vez, llegué a mi punto de límite. Grité y grité de manera horrenda, jalaba los cabellos de mi cabeza con mucha fuerza, e incluso sentía cómo me desprendía trozos del cuero cabelludo. Lloraba peor que un niño hambriento, lo único que quería era morirme. Entonces, algo cambió. Algo detuvo mi arranque de locura. Abrí los ojos poco a poco, mientras comenzaba a escuchar unos pasos que se dirigían hacia mí. Cuando volteé a la luz pública, ya no estaba el cuerpo de Mario, y estaba apagada. Toqué mi bolsillo y sentí el bulto que mi celular forma en mi pantalón. Entonces, lo escuché de nuevo: ese infernal chillido que oí antes de que esta horrenda pesadilla comenzase. No lo aguanté de nuevo, las piernas se me adormecieron y caí de rodillas con los ojos fuertemente cerrados y las manos en los oídos. Caí al suelo, sintiéndome muy débil. Ese chillido no cesaba, pero también escuchaba unos pasos que se acercaban lentamente hacia mí.
De repente, volteé y vi de reojo a mi lado derecho un par de zapatos, manchados de algún líquido oscuro que también llegaba a la bastilla del pantalón. No pude ver más, debido a que caí inconsciente. Entonces, desperté. Me encontraba en el mismo sitio en donde escuché el chillido por primera vez, pero no se veía rastro alguno de Alan o de Mario. Las luces públicas iluminaban y, en pocas casas, había ventanas que dejaban ver habitaciones con las luces encendidas. Incluso, un vehículo pasó por la calle lentamente, y dio la vuelta. Se dirigió hacia mí. La ventana del copiloto se abrió, dejando ver a una señora de no más de treinta. Me preguntó acerca de una calle circundante mientras veía su celular; le dije que no sabía de esa calle. La señora se volteó a verme, y entonces abrió los ojos de par en par con una expresión de terror animal en su rostro. Soltó un grito y cerró la ventana del automóvil mientras que el hombre que conducía aceleró de inmediato. Entonces, confundido por la reacción de la señora, me giré a la derecha para gritar los nombres de Mario y de Alan. Vi hacia abajo y, en el piso, había un rastro de sangre que conducía a un callejón cercano. La zona se veía muy solitaria y oscura.
Iluminado por la lámpara de mi celular y preocupado, seguí el rastro. Escuche unos ruidos dentro del callejón, y me asomé para ver qué era. Vi dos siluetas, una sometiendo a la otra y lastimándola con un objeto que al principio no reconocí. Grité amenazando que llamaría a la policía varias veces, pero la silueta seguía. Supe que era un poco riesgoso, pero caminé lentamente hacia donde estaban. Iluminé con mi teléfono hacia ellos y, de repente, se me heló la sangre. La silueta de arriba, la del objeto… era yo. Mi propio ser, mi persona. Y la silueta de abajo… era Mario. Lo apuñalaba sin piedad, pero ya no gritaba. Sus tripas yacían expuestas, en el suelo, y la mitad de su rostro yacía sin piel. Fue aterrador. Entonces, el «otro yo» se detuvo… y volteó a verme. Era mi rostro… pero deformado, con los ojos totalmente rojos, como inyectados de sangre, y la piel pálida. Me di la vuelta para correr, pero vi a Alan en la entrada del callejón, estático, contemplando la horrible escena. Le grité que corriera, que se alejara. Pero no escuchó.
Corrí hacia él para sacarlo de ahí, pero cuando me le acerqué soltó un grito aterrador. Luego aparecí de nuevo en el callejón oscuro, un poco desconcertado. Volteé a donde estaba Alan… pero sólo vi su cadáver, en la posición exacta en la que estaba en la foto de mi celular. Grité horriblemente, salí corriendo y cuando llegué a una gran ventana que reflejaba, me vi a mí mismo, empapado de sangre en toda la ropa y en los brazos. Sostenía un gran trozo de vidrio lleno de sangre. Sí ocurrió. Yo… yo asesiné a mis dos mejores amigos, de manera cruel y despiadada. Caí de rodillas… y sólo pronuncié un «¿por qué?». Escuché de pronto una cavernosa voz de ultratumba, tan horrible que jamás encontraré las palabras para describirla. Repitió lo que dije, pero en tono sarcástico. «¿Por qué?». Volteé a mi derecha, con la cabeza hacia abajo. Alcancé a ver unos zapatos… los mismos que traía el sujeto en mi pesadilla antes de caer inconsciente. Mis zapatos… Entonces, cerré los ojos. Puso su mano en mi hombro, y con la misma voz, pronunció algo que, hasta estos días, encerrado en la prisión a la que he sido eternamente confinado, acecha mi mente y no me deja vivir sin dolor ni angustia.
«¿Por qué no?».
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Pero ahí andábamos, tres jóvenes aventurados con ganas de resaltar como valientes e insultarnos si es que uno de nosotros se acobardaba. Íbamos camino por la calle principal, que iba de bajada como una rampa. Solitaria, con algunos automóviles estacionados y sin nada de luces en las casas que podíamos divisar. Recorríamos el lugar, un poco nerviosos, mientras pensaba que mis padres me desheredarían si se enteraban de que andaba en terrenos tan peligrosos. En un momento de conversaciones al azar para calmar los nervios, vimos una sombra que caminaba aleatoriamente por la calle sin tránsito alguno de vehículos, y no pudimos evitar sentirnos inquietos y más nerviosos por lo que vimos. En ese momento la sombra se detuvo, y nuestros oídos retumbaron con un chillido que lanzó antes de caer al suelo. Fue tan fuerte que sentí que me quedaría sordo. Me tapé los oídos y agaché mi cabeza.
Lo que ocurrió a continuación me acecha hasta el día de hoy. Jamás pude dormir después de lo que sucedió. No tengo esperanza de ello. Recuerdo que después de que la sombra emitiera el chillido, mis piernas se adormecieron y caí al suelo. Cuando me desperté, noté que estaba solo. Las calles se veían aún más tétricas y solitarias, pero esta vez no había nadie alrededor. Literalmente me sentí en el abandono más profundo que jamás pude haber imaginado. Corrí desesperadamente hacia adelante, buscando a mis amigos Mario y Alan. Sentía que las piernas se me doblaban por correr tanto, pero entre más recorría las calles solas y oscuras, más me daba cuenta de que el vecindario en donde estaba no era el mismo en el que los tres habíamos estado caminando. Entonces me detuve, presa de un inimaginable y frío pánico que recorría toda mi conciencia. Sentía ganas de llorar, de gritar y de pedir ayuda a todo pulmón, esperando que alguien dentro de su casa me oyese y decidiera salir a ayudarme.
Pero nada. Me hallaba solo, sumido en una desesperación increíble de la cual no tengo recuerdo de haber sentido antes. El terror de estar solo en un lugar así, un lugar tan frío y abandonado, que nada se parecía a las calles que recorría con mis camaradas. Recuerdo que me senté en posición fetal durante un par de minutos y comencé a pensar en toda la gente que extrañaba. Todos los que me apreciaban y a quienes apreciaba. También sentí un inmenso remordimiento por haberle mentido a mi adorada madre con lo de la cena en casa de Alan. Fue entonces cuando recordé mi celular, y cuando lo saqué y activé, vi la imagen de fondo, a todo color y en alta definición. Mi corazón comenzó a latir de prisa y un sudor frío me recorrió intensamente. Normalmente, tenía la imagen de uno de mis perros o algún videojuego, pero éste no era el caso. Vi una foto en la cual estaba Alan… tirado en el suelo, con la garganta cortada y sin ojos en las cuencas. Había mucha sangre.
Recuerdo que, del miedo, se me cayó el celular y se deshizo. En otras circunstancias me habría enojado por lo sucedido, pero el pánico y terror que me envolvían superaban cualquier otra emoción. Ahí fue cuando quebré en llanto. No pude soportarlo más. Me encontraba llorando desconsoladamente, arrodillado en el piso, cuando escuché que alguien se acercaba a mí. Recuerdo que tenía las manos en el rostro, pero al escuchar esos pasos giré mi cabeza y vi a Mario, parado y viéndome con una cara de seriedad que apenas podía notar. La oscuridad causada por la falta de muchas luces públicas hacía difícil distinguir con exactitud su rostro, pero llevo años de conocerlo. Sabía perfectamente que era él. Me levanté de un salto y corrí hacia él desesperadamente; sólo que él retrocedía, evitándome, lo cual me desconcertó (y me llenó de más angustia), pero aun así yo corría hacia mi amigo a paso veloz. La oscuridad era muy intensa, pero eso no me impidió divisar un detalle que me dejó helado y me detuvo en seco. Mario no retrocedía caminando… sus pies estaban a unos 10 centímetros del suelo. Flotaba, como si fuera jalado por hilos invisibles. Mi pánico no hacía sino crecer. Quería alumbrar con la lámpara de mi celular, pero recordé que lo había dejado unas calles atrás en el suelo, todo deshecho por la caída. Preferí seguirlo lentamente, intentando disimular el intenso miedo con el que lo veía. Le preguntaba por Alan, y dónde demonios estábamos. Él no respondía… sólo flotaba hacia atrás. Dentro de mí, algo me decía que debía correr en la dirección opuesta y tocar en alguna de las casas para tratar de conseguir ayuda; pero el hecho de que Mario estuviera en ese estado me hacía querer ayudarlo.
En un punto, se posó debajo de una luz pública que estaba tenuemente encendida. En ese momento se me erizaron los vellos del brazo de una manera tan fuerte que pensé que serían como una tabla con varios clavos expuestos. La mitad del rostro de Mario había sido arrancada de su cráneo, y podía fácilmente ver la cuenca del ojo izquierdo y el resto de sus huesos faciales, con trozos de carne colgando y con sangre. Su cuerpo estaba lleno de llagas y arañazos, y noté que sus tripas colgaban de su vientre abierto. Fue horrible. Me sentí en el borde de la locura absoluta, sintiendo más y más que esa terrible pesadilla me envolvía. Esta vez, llegué a mi punto de límite. Grité y grité de manera horrenda, jalaba los cabellos de mi cabeza con mucha fuerza, e incluso sentía cómo me desprendía trozos del cuero cabelludo. Lloraba peor que un niño hambriento, lo único que quería era morirme. Entonces, algo cambió. Algo detuvo mi arranque de locura. Abrí los ojos poco a poco, mientras comenzaba a escuchar unos pasos que se dirigían hacia mí. Cuando volteé a la luz pública, ya no estaba el cuerpo de Mario, y estaba apagada. Toqué mi bolsillo y sentí el bulto que mi celular forma en mi pantalón. Entonces, lo escuché de nuevo: ese infernal chillido que oí antes de que esta horrenda pesadilla comenzase. No lo aguanté de nuevo, las piernas se me adormecieron y caí de rodillas con los ojos fuertemente cerrados y las manos en los oídos. Caí al suelo, sintiéndome muy débil. Ese chillido no cesaba, pero también escuchaba unos pasos que se acercaban lentamente hacia mí.
De repente, volteé y vi de reojo a mi lado derecho un par de zapatos, manchados de algún líquido oscuro que también llegaba a la bastilla del pantalón. No pude ver más, debido a que caí inconsciente. Entonces, desperté. Me encontraba en el mismo sitio en donde escuché el chillido por primera vez, pero no se veía rastro alguno de Alan o de Mario. Las luces públicas iluminaban y, en pocas casas, había ventanas que dejaban ver habitaciones con las luces encendidas. Incluso, un vehículo pasó por la calle lentamente, y dio la vuelta. Se dirigió hacia mí. La ventana del copiloto se abrió, dejando ver a una señora de no más de treinta. Me preguntó acerca de una calle circundante mientras veía su celular; le dije que no sabía de esa calle. La señora se volteó a verme, y entonces abrió los ojos de par en par con una expresión de terror animal en su rostro. Soltó un grito y cerró la ventana del automóvil mientras que el hombre que conducía aceleró de inmediato. Entonces, confundido por la reacción de la señora, me giré a la derecha para gritar los nombres de Mario y de Alan. Vi hacia abajo y, en el piso, había un rastro de sangre que conducía a un callejón cercano. La zona se veía muy solitaria y oscura.
Iluminado por la lámpara de mi celular y preocupado, seguí el rastro. Escuche unos ruidos dentro del callejón, y me asomé para ver qué era. Vi dos siluetas, una sometiendo a la otra y lastimándola con un objeto que al principio no reconocí. Grité amenazando que llamaría a la policía varias veces, pero la silueta seguía. Supe que era un poco riesgoso, pero caminé lentamente hacia donde estaban. Iluminé con mi teléfono hacia ellos y, de repente, se me heló la sangre. La silueta de arriba, la del objeto… era yo. Mi propio ser, mi persona. Y la silueta de abajo… era Mario. Lo apuñalaba sin piedad, pero ya no gritaba. Sus tripas yacían expuestas, en el suelo, y la mitad de su rostro yacía sin piel. Fue aterrador. Entonces, el «otro yo» se detuvo… y volteó a verme. Era mi rostro… pero deformado, con los ojos totalmente rojos, como inyectados de sangre, y la piel pálida. Me di la vuelta para correr, pero vi a Alan en la entrada del callejón, estático, contemplando la horrible escena. Le grité que corriera, que se alejara. Pero no escuchó.
Corrí hacia él para sacarlo de ahí, pero cuando me le acerqué soltó un grito aterrador. Luego aparecí de nuevo en el callejón oscuro, un poco desconcertado. Volteé a donde estaba Alan… pero sólo vi su cadáver, en la posición exacta en la que estaba en la foto de mi celular. Grité horriblemente, salí corriendo y cuando llegué a una gran ventana que reflejaba, me vi a mí mismo, empapado de sangre en toda la ropa y en los brazos. Sostenía un gran trozo de vidrio lleno de sangre. Sí ocurrió. Yo… yo asesiné a mis dos mejores amigos, de manera cruel y despiadada. Caí de rodillas… y sólo pronuncié un «¿por qué?». Escuché de pronto una cavernosa voz de ultratumba, tan horrible que jamás encontraré las palabras para describirla. Repitió lo que dije, pero en tono sarcástico. «¿Por qué?». Volteé a mi derecha, con la cabeza hacia abajo. Alcancé a ver unos zapatos… los mismos que traía el sujeto en mi pesadilla antes de caer inconsciente. Mis zapatos… Entonces, cerré los ojos. Puso su mano en mi hombro, y con la misma voz, pronunció algo que, hasta estos días, encerrado en la prisión a la que he sido eternamente confinado, acecha mi mente y no me deja vivir sin dolor ni angustia.
«¿Por qué no?».
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Como un cirujano
—Sr. Weston, el doctor está listo para recibirlo. —La enfermera apagó el intercomunicador.
Aunque Sam estaba muy nervioso, se empezó a reír porque la enfermera le dijo «señor». Ése era el nombre de su padre.
Era 31 de octubre de 1973, y Sam Weston de nueve años de edad estaba en el hospital, apunto de someterse a cirugía. Le sacarían las amígdalas.
Siguió a sus padres al consultorio del doctor en la parte trasera del hospital.
—Bien hijo —dijo el doctor—. Ups, lo siento. Me habían dicho que un niño de nueve años llamado Sam venía por una cirugía. Tú eres tan grande como yo.
Sam rió.
—¡Sólo tengo nueve! —Pensaba que era hilarante que todos en el hospital creyesen que era un adulto.
El doctor revisó el historial.
—¡Ah! ¿Una amigdalotomía? ¿Es eso a lo que tus padres me dijeron que le temías? Déjeme aclararle algo, Sr. Weston, una amigdalotomía no es algo de lo que asustarse. Sólo dolerá por un segundo. ¿Alguna vez has caído de rodillas?
Sam asintió.
—Pues, es tan doloroso como eso. A mí me sacaron las amígdalas cuando tenía tu edad. No hay nada que temer.
Sam se sentía un poco mejor.
—Oh, parece que hay un pequeño problema. No tenemos las herramientas necesarias para tu caso. Las cambiamos por herramientas nuevas y mejores, que aún no han llegado. Lo que tendremos que hacer será admitir a Sam por una noche, y pedir prestado parte del equipo del hospital en Memphis. Cuando llegue, tendremos la cirugía. Probablemente estará dormido cuando la hagamos, así que no sentirá dolor.
Sam se quedó sentado en silencio mientras sus padres arreglaban todo. Llevaron a Sam a su habitación y ellos partieron a la sala de espera, en donde estarían hasta que la cirugía tuviera lugar.
Una enfermera ayudó a Sam a acomodarse en la cama, y le dio algo de jugo. Sam volteó hacia su derecha y vio a otro niño.
—Hola, soy Sam. Pero puedes llamarme Sammy.
El niño ni siquiera le dirigió la mirada.
—Tommy está nervioso. Tiene una cirugía importante mañana —le murmuró la enfermera, al notar su interés—. Le van a cortar su pie —murmuró en voz aún más baja.
—Mi nombre no es Tommy.
La enfermera lucía triste.
Pasaron unos minutos, Sam estaba pintando en su libro de dibujos. La enfermera se había ido para dejarlo descansar.
Tommy volteó hacia Sam. Señaló una historieta que Sam tenía al pie de su cama.
—El Hombre Araña es mi favorito.
—¡El mío también!
Sam trató de lazar una red de telaraña al rostro de Tommy.
—¿Por qué estás aquí?
—Amígdalas.
—Tienes suerte.
Dicho eso, Tommy se dio la vuelta.
Pasaron unos minutos más, en silencio. Luego Tommy alzó la voz:
—¿Te gusta dormir?
A diferencia de la mayoría de los niños, a Sam le encantaba dormir. Pensaba que mientras más rápido se durmiese más podría jugar al día siguiente.
—Sí, mi mamá siempre trata de despertarme para que no llegue tarde a la escuela, pero nunca puedo escucharla. Dice que podría dormir hasta durante un terremoto.
Tommy apagó la luz y regresó a su cama. Sam entendió el gesto.
—Tenemos que darle a este niño anestesia.
Sam se despertó. Lo estaban conduciendo por un pasillo del hospital. Las luces iluminaban su rostro. Miró a los cirujanos, no los había visto antes.
Se dio cuenta de que llegó el momento, le sacarían las amígdalas. Sus padres le dijeron que podría comer helado cuando todo terminara. Pensaba en qué tipo de helado le gustaría mientras los cirujanos empujaban las puertas de una sala con una silla.
—Bien Tommy, ponte esta mascarilla. Te ayudará a dormirte.
Sam se sorprendió.
—Mi nombre no es Tommy… es Sam.
Un cirujano revisó su historial.
—Aquí dice que es Tommy, hijo.
Tenía razón. Sam lo miró también, y vio el nombre Tom Whitton.
—¡Mi nombre no es Tommy! ¡Es Sam!
—Sí… nos advirtieron que dirías eso. —El cirujano le puso la mascarilla.
Sam entró en pánico, pero sus gritos fueron silenciados por la anestesia.
Pudo dar un último vistazo al pasillo. Tommy estaba al otro lado de las puertas, sonriendo.
Sam lloró mientras caía dormido.
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Aunque Sam estaba muy nervioso, se empezó a reír porque la enfermera le dijo «señor». Ése era el nombre de su padre.
Era 31 de octubre de 1973, y Sam Weston de nueve años de edad estaba en el hospital, apunto de someterse a cirugía. Le sacarían las amígdalas.
Siguió a sus padres al consultorio del doctor en la parte trasera del hospital.
—Bien hijo —dijo el doctor—. Ups, lo siento. Me habían dicho que un niño de nueve años llamado Sam venía por una cirugía. Tú eres tan grande como yo.
Sam rió.
—¡Sólo tengo nueve! —Pensaba que era hilarante que todos en el hospital creyesen que era un adulto.
El doctor revisó el historial.
—¡Ah! ¿Una amigdalotomía? ¿Es eso a lo que tus padres me dijeron que le temías? Déjeme aclararle algo, Sr. Weston, una amigdalotomía no es algo de lo que asustarse. Sólo dolerá por un segundo. ¿Alguna vez has caído de rodillas?
Sam asintió.
—Pues, es tan doloroso como eso. A mí me sacaron las amígdalas cuando tenía tu edad. No hay nada que temer.
Sam se sentía un poco mejor.
—Oh, parece que hay un pequeño problema. No tenemos las herramientas necesarias para tu caso. Las cambiamos por herramientas nuevas y mejores, que aún no han llegado. Lo que tendremos que hacer será admitir a Sam por una noche, y pedir prestado parte del equipo del hospital en Memphis. Cuando llegue, tendremos la cirugía. Probablemente estará dormido cuando la hagamos, así que no sentirá dolor.
Sam se quedó sentado en silencio mientras sus padres arreglaban todo. Llevaron a Sam a su habitación y ellos partieron a la sala de espera, en donde estarían hasta que la cirugía tuviera lugar.
Una enfermera ayudó a Sam a acomodarse en la cama, y le dio algo de jugo. Sam volteó hacia su derecha y vio a otro niño.
—Hola, soy Sam. Pero puedes llamarme Sammy.
El niño ni siquiera le dirigió la mirada.
—Tommy está nervioso. Tiene una cirugía importante mañana —le murmuró la enfermera, al notar su interés—. Le van a cortar su pie —murmuró en voz aún más baja.
—Mi nombre no es Tommy.
La enfermera lucía triste.
Pasaron unos minutos, Sam estaba pintando en su libro de dibujos. La enfermera se había ido para dejarlo descansar.
Tommy volteó hacia Sam. Señaló una historieta que Sam tenía al pie de su cama.
—El Hombre Araña es mi favorito.
—¡El mío también!
Sam trató de lazar una red de telaraña al rostro de Tommy.
—¿Por qué estás aquí?
—Amígdalas.
—Tienes suerte.
Dicho eso, Tommy se dio la vuelta.
Pasaron unos minutos más, en silencio. Luego Tommy alzó la voz:
—¿Te gusta dormir?
A diferencia de la mayoría de los niños, a Sam le encantaba dormir. Pensaba que mientras más rápido se durmiese más podría jugar al día siguiente.
—Sí, mi mamá siempre trata de despertarme para que no llegue tarde a la escuela, pero nunca puedo escucharla. Dice que podría dormir hasta durante un terremoto.
Tommy apagó la luz y regresó a su cama. Sam entendió el gesto.
—Tenemos que darle a este niño anestesia.
Sam se despertó. Lo estaban conduciendo por un pasillo del hospital. Las luces iluminaban su rostro. Miró a los cirujanos, no los había visto antes.
Se dio cuenta de que llegó el momento, le sacarían las amígdalas. Sus padres le dijeron que podría comer helado cuando todo terminara. Pensaba en qué tipo de helado le gustaría mientras los cirujanos empujaban las puertas de una sala con una silla.
—Bien Tommy, ponte esta mascarilla. Te ayudará a dormirte.
Sam se sorprendió.
—Mi nombre no es Tommy… es Sam.
Un cirujano revisó su historial.
—Aquí dice que es Tommy, hijo.
Tenía razón. Sam lo miró también, y vio el nombre Tom Whitton.
—¡Mi nombre no es Tommy! ¡Es Sam!
—Sí… nos advirtieron que dirías eso. —El cirujano le puso la mascarilla.
Sam entró en pánico, pero sus gritos fueron silenciados por la anestesia.
Pudo dar un último vistazo al pasillo. Tommy estaba al otro lado de las puertas, sonriendo.
Sam lloró mientras caía dormido.
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Amores que matan
Un dolor agudo travesó mi pecho. Noté como me desgarraba por dentro. Sentía el latido de mi corazón, como se ralentizaba. Y con una última exhalación, se hizo el silencio en mi interior.
El amor: por tantos querido y por tantos odiado. Es curioso como algo que te venden como inofensivo y maravilloso, puede llegar a ser fatal. Puede hacerte sentir como la persona más afortunada de este planeta, pero también puede acabar con tu vida. Ese fue mi caso.
Yo sólo era una chica de 16 años, inocente e ingenua. Vivía en mi propio mundo de fantasía, dónde todo era perfecto, dónde nada te hacía daño. Estaba enamorada del amor, de esas mariposas en el estómago, y soñaba con poder sentirlo. Soñaba con el amor a primera vista, con el encontrar a mi alma gemela. Soñaba en como viviríamos juntos toda la vida. Eran solo sueños.
Mi vida hasta entonces había sido un cuento de hadas. En mi cielo, el Sol siempre brillaba; no había rastro de nubes. En mi mundo, todo era luz, todo era color; no existía la oscuridad. Y entonces fue cuando lo conocí.
No me enamoré a primera vista como esperaba. Era mi compañero de clase por aquél entonces. Era amable, era cariñoso, era divertido. Era chico más maravilloso del planeta… o al menos lo parecía. Cuando quise darme cuenta, ya me había enamorado.
El día en que me confesó que ese amor era mutuo, fue el mejor día de mi vida.
Creía que de verdad había encontrado a mi alma gemela, el que me acompañaría durante toda la vida. Con él a mi lado los colores eran más brillantes. Cuando estaba con él, el tiempo no pasaba, era mi felicidad.
Yo le amaba, él me amaba: era todo perfecto. Me entregué a él en cuerpo y alma.
Un año más tarde, yo seguía tan enamorada (o quizás más) como al principio. Pero entonces todo cambió.
Cada vez le veía menos, apenas hablábamos. Echaba de menos nuestras risas, nuestros besos; le echaba de menos. Me sentía sola. El se volvió más frío y más distante, parecía que hubiera dejado de importarle. Me invadió la tristeza mientras las nubes cubrían mi cielo.
Tras unos días sin saber de él, me llamó para que nos viéramos en su casa. Fui hacía allí esperanzada, esperando encontrarlo con los brazos abiertos y con una sonrisa en el rostro, como antes.
Su aspecto me sorprendió cuando me recibió en su puerta. Físicamente era exactamente igual, la misma estatura, el mismo pelo, la misma boca… Pero al mirarle a los ojos noté algo diferente; habían perdido el brillo que los caracterizaba. Con voz queda me invitó a entrar.
No era la primera vez que entraba a su casa, había estado allí miles de veces. En cambio, aquella vez, cuando puse en pie en su interior me recorrió un escalofrío. Estaba todo en silencio, parecía abandonada. Me sentía muy incómoda allí. Bajamos al sótano para charlar un rato. Él no parecía estar muy animado, le pregunté varias veces qué le sucedía pero siempre me cambiaba de tema.
Cuando ya se hizo tarde y me preparé para irme, me pidió que me quedara con él esa noche. Me negué ya que sabía que mis padres se preocuparían y me dirigí con mis cosas hacía la puerta. No le vi coger aquél jarrón ni tampoco le escuche cuando se acercó a mi espalda. Solamente sentí un golpe sordo en mi nuca, y luego un vacío. Perdí el conocimiento.
Al volver en mí, noté un dolor agudo en la cabeza, apenas podía pensar. Cuando quise moverme, me di cuenta de que estaba inmovilizada: estaba atada a una silla en su sótano. Le vi delante de mí. Esta vez apenas le reconocí. Sus ojos estaban otra vez iluminados, pero está vez con un brillo de maldad. Se le dibujó una sonrisa grotesca en el rostro, no era el chico dulce del que yo me enamoré.
- ¡Nunca escaparás! – susurró con una voz espeluznante
El miedo me dominó. Quería escapar, quería chillar; pero sabía que eso no serviría de nada. Así que me quedé en silencio.
- ¿No vas a chillar? Qué chica tan buena… Pero si no te resistes no es divertido.
Empezó a pegarme. Me dio puñetazos en la cara, acabó rompiéndome la nariz. Me pegó en el estómago haciéndome quedar sin respiración. Aún así conseguí quedarme impasible y eso lo enfureció aún más.
Cogió mi cabello y empezó a arrancarlo a mechones. Un líquido caliente y denso me goteó la espalda y empecé a marearme. Apenas podía verle, se me nubló la vista por la pérdida de sangre y por las lágrimas. Aún así seguí sin chillar. Aún le amaba, aunque me estuviera torturando y matando de esa forma. Estaba tan perdidamente enamorada que estaba decidida a darle mi vida, si el así lo deseaba.
Entonces vi brillar un objeto en la oscuridad. Enfurecido a más no poder y con el cuchillo en alto, se abalanzó sobre mi para acabar con mi vida.
- Quiero que sepas, antes de morir, que nunca te he amado. Eras solo un juguete, no fuiste nada más para mi.
Esas fueron las últimas palabras que logré escuchar antes de sucumbir ante esa agonía. Incluso antes de que el cuchillo penetrara en mi corazón.
Un dolor agudo travesó mi pecho. Noté como me desgarraba por dentro. Sentía el latido de mi corazón, como se ralentizaba. Y con una última exhalación, se hizo el silencio en mi interior. MI CORAZÓN SE PARTIÓ EN DOS.
Cuando el frío metal del cuchillo perforo mi corazón destrozado, ya era demasiado tarde. Mi alma ya no pertenecía a mi cuerpo.
¿Cuál fue la causa de mi muerte? – EL AMOR.
Y es que hay dos clases de amores: los amores de cuento y los amores que matan.
Amores que matan
El amor: por tantos querido y por tantos odiado. Es curioso como algo que te venden como inofensivo y maravilloso, puede llegar a ser fatal. Puede hacerte sentir como la persona más afortunada de este planeta, pero también puede acabar con tu vida. Ese fue mi caso.
Yo sólo era una chica de 16 años, inocente e ingenua. Vivía en mi propio mundo de fantasía, dónde todo era perfecto, dónde nada te hacía daño. Estaba enamorada del amor, de esas mariposas en el estómago, y soñaba con poder sentirlo. Soñaba con el amor a primera vista, con el encontrar a mi alma gemela. Soñaba en como viviríamos juntos toda la vida. Eran solo sueños.
Mi vida hasta entonces había sido un cuento de hadas. En mi cielo, el Sol siempre brillaba; no había rastro de nubes. En mi mundo, todo era luz, todo era color; no existía la oscuridad. Y entonces fue cuando lo conocí.
No me enamoré a primera vista como esperaba. Era mi compañero de clase por aquél entonces. Era amable, era cariñoso, era divertido. Era chico más maravilloso del planeta… o al menos lo parecía. Cuando quise darme cuenta, ya me había enamorado.
El día en que me confesó que ese amor era mutuo, fue el mejor día de mi vida.
Creía que de verdad había encontrado a mi alma gemela, el que me acompañaría durante toda la vida. Con él a mi lado los colores eran más brillantes. Cuando estaba con él, el tiempo no pasaba, era mi felicidad.
Yo le amaba, él me amaba: era todo perfecto. Me entregué a él en cuerpo y alma.
Un año más tarde, yo seguía tan enamorada (o quizás más) como al principio. Pero entonces todo cambió.
Cada vez le veía menos, apenas hablábamos. Echaba de menos nuestras risas, nuestros besos; le echaba de menos. Me sentía sola. El se volvió más frío y más distante, parecía que hubiera dejado de importarle. Me invadió la tristeza mientras las nubes cubrían mi cielo.
Tras unos días sin saber de él, me llamó para que nos viéramos en su casa. Fui hacía allí esperanzada, esperando encontrarlo con los brazos abiertos y con una sonrisa en el rostro, como antes.
Su aspecto me sorprendió cuando me recibió en su puerta. Físicamente era exactamente igual, la misma estatura, el mismo pelo, la misma boca… Pero al mirarle a los ojos noté algo diferente; habían perdido el brillo que los caracterizaba. Con voz queda me invitó a entrar.
No era la primera vez que entraba a su casa, había estado allí miles de veces. En cambio, aquella vez, cuando puse en pie en su interior me recorrió un escalofrío. Estaba todo en silencio, parecía abandonada. Me sentía muy incómoda allí. Bajamos al sótano para charlar un rato. Él no parecía estar muy animado, le pregunté varias veces qué le sucedía pero siempre me cambiaba de tema.
Cuando ya se hizo tarde y me preparé para irme, me pidió que me quedara con él esa noche. Me negué ya que sabía que mis padres se preocuparían y me dirigí con mis cosas hacía la puerta. No le vi coger aquél jarrón ni tampoco le escuche cuando se acercó a mi espalda. Solamente sentí un golpe sordo en mi nuca, y luego un vacío. Perdí el conocimiento.
Al volver en mí, noté un dolor agudo en la cabeza, apenas podía pensar. Cuando quise moverme, me di cuenta de que estaba inmovilizada: estaba atada a una silla en su sótano. Le vi delante de mí. Esta vez apenas le reconocí. Sus ojos estaban otra vez iluminados, pero está vez con un brillo de maldad. Se le dibujó una sonrisa grotesca en el rostro, no era el chico dulce del que yo me enamoré.
- ¡Nunca escaparás! – susurró con una voz espeluznante
El miedo me dominó. Quería escapar, quería chillar; pero sabía que eso no serviría de nada. Así que me quedé en silencio.
- ¿No vas a chillar? Qué chica tan buena… Pero si no te resistes no es divertido.
Empezó a pegarme. Me dio puñetazos en la cara, acabó rompiéndome la nariz. Me pegó en el estómago haciéndome quedar sin respiración. Aún así conseguí quedarme impasible y eso lo enfureció aún más.
Cogió mi cabello y empezó a arrancarlo a mechones. Un líquido caliente y denso me goteó la espalda y empecé a marearme. Apenas podía verle, se me nubló la vista por la pérdida de sangre y por las lágrimas. Aún así seguí sin chillar. Aún le amaba, aunque me estuviera torturando y matando de esa forma. Estaba tan perdidamente enamorada que estaba decidida a darle mi vida, si el así lo deseaba.
Entonces vi brillar un objeto en la oscuridad. Enfurecido a más no poder y con el cuchillo en alto, se abalanzó sobre mi para acabar con mi vida.
- Quiero que sepas, antes de morir, que nunca te he amado. Eras solo un juguete, no fuiste nada más para mi.
Esas fueron las últimas palabras que logré escuchar antes de sucumbir ante esa agonía. Incluso antes de que el cuchillo penetrara en mi corazón.
Un dolor agudo travesó mi pecho. Noté como me desgarraba por dentro. Sentía el latido de mi corazón, como se ralentizaba. Y con una última exhalación, se hizo el silencio en mi interior. MI CORAZÓN SE PARTIÓ EN DOS.
Cuando el frío metal del cuchillo perforo mi corazón destrozado, ya era demasiado tarde. Mi alma ya no pertenecía a mi cuerpo.
¿Cuál fue la causa de mi muerte? – EL AMOR.
Y es que hay dos clases de amores: los amores de cuento y los amores que matan.
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