El Estado autonómico, un cáncer que nos devora a todos
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El Estado autonómico, un cáncer que nos devora a todos
No hablaremos hoy sobre la esquizofrenia de una masa de aficionados independentistas del País Vasco y Cataluña que recorrerán cientos de kilómetros y pagarán en algunos casos hasta 300 euros para presenciar la final de la competición española por excelencia. Tampoco sobre la imbecilidad del presidente azulgrana al defender el derecho de los aficionados vascos y catalanes a expresarse con libertad. ¿Hubiese defendido el cretino el mismo derecho de quien acudiese a un estadio catalán para insultar a Cataluña haciendo uso de esa misma libertad expresiva?
Tampoco ganaríamos nada repitiéndoles la opinión que al diputado vasco Erkoreka le merece la pitada al himno de España prevista el próximo viernes. “Con Franco no podíamos pitar”. No, claro está, a Franco preferían darle la insignia de oro y brillantes del club, que es lo que hizo la directiva del Athletic de Bilbao de 19 de mayo de 1959, justo en víspera de una final copera.
Tampoco analizaremos las razones de que la expresión: “Con Franco no pasaban estas cosas” haya recobrado de súbito plena vigencia en el ánimo colectivo. Ni de ningún modo escribiremos sobre Oriol Pujol, a cuyo padre libró de un exilio seguro hace 31 años, o de algo peor aún, quien da nombre a la Copa, cosa por otra parte que hubiesen lamentado muy pocos lectores de este diario.
No, el mal que hay que atacar no son los miles de cafres que pitarán al himno español en las gradas del Calderón, sino el veneno incubado por los nacionalismos vasco y catalán en miles de personas, a través de la vía intravenosa de la Constitución de 1978.
Su odio a España es enfermizo, más grande que su amor al pueblo vasco o al pueblo catalán.
La responsabilidad de los incidentes que tendrán lugar el viernes en el estadio Vicente Calderón no será de la masa voncinglera y adoctrinada, sino del Sistema mismo que permite tales cosas.
Serían muchos los españoles que apoyarían la adopción de drásticas medidas encaminadas a vernos libres de las autonomías, a vernos libres de la opresión de los nacionalistas, de la desigualdad jurídica entre los españoles, de las injustas reglas de reparto electoral y de todas esas actitudes banderizas que rozarían la sedición en cualquier nación con voluntad de seguir siéndolo.
Desde 1978, algunos presidentes y gobiernos autonómicos han ido construyendo sus identidades antiespañolas sobre anacrónicas confrontaciones, falsos mitos y supuestos derechos nacionales históricos. Aulas, medios de comunicación y equipos deportivos son sus elementos de legitimación y propaganda. Completados los estatutos de autonomía, no han dudado en inventar nuevas necesidades para inventar la necesidad de reformas estatutarias.
La traición a la confianza de todo el pueblo español se concreta usando fraudulentamente competencias autonómicas para satanizar al Estado en la escasa presencia que va teniendo, y atacando su raíz: la esencia nacional del pueblo soberano que lo legitima. No vacilan en utilizar un problema de gestión para pedir la independencia ni en adherir sus sentimientos de pertenencia a España en la recepción o no de más dinero.
Como fulanas. O peor aún.
Mientras, nacionalistas supuestamente moderados se van radicalizando al tiempo que el Estado se debilita. ¿Y qué hacen los dos partidos nacionales mayoritarios? Ceden competencias del Gobierno central a cambio de que los nacionalistas les garanticen estabilidad a sus gobiernos centrales.
La ley sirve a los nacionalistas. Una ley electoral obsoleta y nociva convierte a minorías nacionalistas y a sus reyes de taifas en bisagras de la estabilidad del gobierno de una España a la que quieren destruir, unido a una Constitución que, por ambigua en el reparto, posibilita el mercadeo de competencias a cambio de sillones políticos: la falta de mayorías cualificadas para decidir sobre cuestiones angulares; la ausencia de listas abiertas y, sobre todo, una falta de estadistas dirigentes que cierren filas en el interés de todos.
Si tuviésemos estadistas y no políticos tan mediocres y corrompidos considerarían imperioso limitar el poder de las autonomías donde se pueda deteriorar el principio de unidad. Dichos límites derivan del interés general, la igualdad en las condiciones de vida, la unidad de mercado y el principio de solidaridad, que implica lealtad de los entes territoriales menores a un sistema superior que les trasciende y origina.
A cambio de arruinar las arcas públicas, el Estado autonómico sólo ha servido para avivar rencores históricos y mantener estructuras administrativas costosas e inútiles. El pueblo español ha mostrado gran valor en la defensa de la libertad y el imperio de la ley. Las Cortes del antiguo Reino de León son de las primeras de las que se tiene noticia en Europa; Bilbao lo selló con sangre en su Sitio y Málaga lo blasona en su escudo
(“la primera en el peligro de la libertad”) tanto como San Sebastián.
Por estos valores, nuestras escuelas filosóficas, teológicas, juríicas y económicas del siglo XVI y pensadores como Fray Bartolomé de las Casas son reconocidos y valorados internacionalmente. Escuelas cuyos tratados humanísticos pusieron el acento siempre en el hecho de que cada individuo es el portador de derechos, obligaciones y libertades.
Aunque los nacionalistas quieren que pensemos en España como un ente imaginario sin historia ni base nacional común, nuestro patrimonio político no tiene igual en Europa: nueve textos constitucionales o asimilados durante los últimos 200 años; una tradición fuerista de las España medieval y renacentista, y una milenaria herencia codificadora iniciada en la España hispano-visigoda del siglo VI, cuyos principios de legalidad, seguridad jurífica e igualdad ante la ley que, aunque hoy rudimentarios e incompletos, se adelantaron 12 siglos a las revoluciones francesa y estadounidense.
Pese a nuestra tradición, este Estado está cada día más debilitado. El estadio colchonero pondrá al descubierto la llaga purulenta que RTVE no podrá camuflar. Ni los partidos tradicionales pueden ya ejercer el magisterio moral de mantener España unida; ni este Estado es garantía de nuestra soberanía nacional; ni la Corona es ya símbolo vertebrador ni garantía de nuestra unidad; ni la Constitución de 1978 sirve ya a otros objetivos que a consolidar un sistema de leyes electorales que fragmentan y dividen a los españoles. No hay que tener miedo a rebasar este Estado, esta Constitución y a estos representantes políticos que responden al desafío de los nacionalistas prohibiendo una manifestación patriótica convocada en Madrid para el mismo día de la final de Copa.
Nuestro sistema político ha provocado la fragmentación y la diezma del concepto unitario de nuestra nación. Y lo peor es que carece de respuestas para preservar nuestro legado común y la pervivencia de nuestra comunidad nacional incluso con la razón de la fuerza si nuestro compromiso con la Historia lo hiciera necesario. Link
Tampoco ganaríamos nada repitiéndoles la opinión que al diputado vasco Erkoreka le merece la pitada al himno de España prevista el próximo viernes. “Con Franco no podíamos pitar”. No, claro está, a Franco preferían darle la insignia de oro y brillantes del club, que es lo que hizo la directiva del Athletic de Bilbao de 19 de mayo de 1959, justo en víspera de una final copera.
Tampoco analizaremos las razones de que la expresión: “Con Franco no pasaban estas cosas” haya recobrado de súbito plena vigencia en el ánimo colectivo. Ni de ningún modo escribiremos sobre Oriol Pujol, a cuyo padre libró de un exilio seguro hace 31 años, o de algo peor aún, quien da nombre a la Copa, cosa por otra parte que hubiesen lamentado muy pocos lectores de este diario.
No, el mal que hay que atacar no son los miles de cafres que pitarán al himno español en las gradas del Calderón, sino el veneno incubado por los nacionalismos vasco y catalán en miles de personas, a través de la vía intravenosa de la Constitución de 1978.
Su odio a España es enfermizo, más grande que su amor al pueblo vasco o al pueblo catalán.
La responsabilidad de los incidentes que tendrán lugar el viernes en el estadio Vicente Calderón no será de la masa voncinglera y adoctrinada, sino del Sistema mismo que permite tales cosas.
Serían muchos los españoles que apoyarían la adopción de drásticas medidas encaminadas a vernos libres de las autonomías, a vernos libres de la opresión de los nacionalistas, de la desigualdad jurídica entre los españoles, de las injustas reglas de reparto electoral y de todas esas actitudes banderizas que rozarían la sedición en cualquier nación con voluntad de seguir siéndolo.
Desde 1978, algunos presidentes y gobiernos autonómicos han ido construyendo sus identidades antiespañolas sobre anacrónicas confrontaciones, falsos mitos y supuestos derechos nacionales históricos. Aulas, medios de comunicación y equipos deportivos son sus elementos de legitimación y propaganda. Completados los estatutos de autonomía, no han dudado en inventar nuevas necesidades para inventar la necesidad de reformas estatutarias.
La traición a la confianza de todo el pueblo español se concreta usando fraudulentamente competencias autonómicas para satanizar al Estado en la escasa presencia que va teniendo, y atacando su raíz: la esencia nacional del pueblo soberano que lo legitima. No vacilan en utilizar un problema de gestión para pedir la independencia ni en adherir sus sentimientos de pertenencia a España en la recepción o no de más dinero.
Como fulanas. O peor aún.
Mientras, nacionalistas supuestamente moderados se van radicalizando al tiempo que el Estado se debilita. ¿Y qué hacen los dos partidos nacionales mayoritarios? Ceden competencias del Gobierno central a cambio de que los nacionalistas les garanticen estabilidad a sus gobiernos centrales.
La ley sirve a los nacionalistas. Una ley electoral obsoleta y nociva convierte a minorías nacionalistas y a sus reyes de taifas en bisagras de la estabilidad del gobierno de una España a la que quieren destruir, unido a una Constitución que, por ambigua en el reparto, posibilita el mercadeo de competencias a cambio de sillones políticos: la falta de mayorías cualificadas para decidir sobre cuestiones angulares; la ausencia de listas abiertas y, sobre todo, una falta de estadistas dirigentes que cierren filas en el interés de todos.
Si tuviésemos estadistas y no políticos tan mediocres y corrompidos considerarían imperioso limitar el poder de las autonomías donde se pueda deteriorar el principio de unidad. Dichos límites derivan del interés general, la igualdad en las condiciones de vida, la unidad de mercado y el principio de solidaridad, que implica lealtad de los entes territoriales menores a un sistema superior que les trasciende y origina.
A cambio de arruinar las arcas públicas, el Estado autonómico sólo ha servido para avivar rencores históricos y mantener estructuras administrativas costosas e inútiles. El pueblo español ha mostrado gran valor en la defensa de la libertad y el imperio de la ley. Las Cortes del antiguo Reino de León son de las primeras de las que se tiene noticia en Europa; Bilbao lo selló con sangre en su Sitio y Málaga lo blasona en su escudo
(“la primera en el peligro de la libertad”) tanto como San Sebastián.
Por estos valores, nuestras escuelas filosóficas, teológicas, juríicas y económicas del siglo XVI y pensadores como Fray Bartolomé de las Casas son reconocidos y valorados internacionalmente. Escuelas cuyos tratados humanísticos pusieron el acento siempre en el hecho de que cada individuo es el portador de derechos, obligaciones y libertades.
Aunque los nacionalistas quieren que pensemos en España como un ente imaginario sin historia ni base nacional común, nuestro patrimonio político no tiene igual en Europa: nueve textos constitucionales o asimilados durante los últimos 200 años; una tradición fuerista de las España medieval y renacentista, y una milenaria herencia codificadora iniciada en la España hispano-visigoda del siglo VI, cuyos principios de legalidad, seguridad jurífica e igualdad ante la ley que, aunque hoy rudimentarios e incompletos, se adelantaron 12 siglos a las revoluciones francesa y estadounidense.
Pese a nuestra tradición, este Estado está cada día más debilitado. El estadio colchonero pondrá al descubierto la llaga purulenta que RTVE no podrá camuflar. Ni los partidos tradicionales pueden ya ejercer el magisterio moral de mantener España unida; ni este Estado es garantía de nuestra soberanía nacional; ni la Corona es ya símbolo vertebrador ni garantía de nuestra unidad; ni la Constitución de 1978 sirve ya a otros objetivos que a consolidar un sistema de leyes electorales que fragmentan y dividen a los españoles. No hay que tener miedo a rebasar este Estado, esta Constitución y a estos representantes políticos que responden al desafío de los nacionalistas prohibiendo una manifestación patriótica convocada en Madrid para el mismo día de la final de Copa.
Nuestro sistema político ha provocado la fragmentación y la diezma del concepto unitario de nuestra nación. Y lo peor es que carece de respuestas para preservar nuestro legado común y la pervivencia de nuestra comunidad nacional incluso con la razón de la fuerza si nuestro compromiso con la Historia lo hiciera necesario. Link
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Avanza el rechazo al sistema autonómico y los españoles que no quieren autonomías son ya mayoría
Las diferencias entre autonomías promovidas por Pedro Sánchez, beneficiando a las más desleales y rebeldes, junto a los fracasos del poder político en Cataluña, Andalucía y el País Vasco, donde se ha producido una orgía de independentismo, corrupción y violencia, respectivamente, han terminado de dar la puntilla al sistema. Los políticos no quieren reconocerlo porque si lo reconocen se les cae encima el Estado injusto e insostenible que ellos han construido, pero la mayoría de los españoles ya rechazan el llamado Estado de las Autonomías, un concepto que identifican con abuso de poder, despilfarro, corrupción y una distribución del poder y del territorio muy costosa e inoperante que está conduciendo a España hacia el desastre.
Siguen afirmando que los que critican el Estado de las Autonomías van contra la Constitución y que son una minoría de españoles, pero ambas afirmaciones son falsas. Las autonomías no son obligatorias en el texto constitucional y las encuestas ya reflejan que los que las rechazan son más que los que las defienden, aunque esas encuestas se mantengan silenciadas o sean obscenamente cocinadas para ocultar la verdad de que la voluntad popular de los españoles se inclina ya por eliminar las taifas vergonzosas, fuentes de despilfarro, corrupción y ruptura de la unidad, y retornar a un Estado centralizado.
Las encuestas oficiales ya reconocen hasta un 30 por ciento de rechazo a las autonomías, pero la realidad, según numerosos expertos y analistas, es que el rechazo supera el 50 por ciento, ya que muchos ciudadanos, por miedo, ocultan su criterio cuando son interrogados sobre asuntos sensibles y polémicos.
Si hiciéramos un referéndum para saber si ahora la gente quiere autonomías o no, el resultado, sin duda, sería negativo y colocaría a la mayoría de los políticos y a sus partidos contra las cuerdas, tras demostrarse que ellos defienden un sistema y una arquitectura de nación rechazada por la ciudadanía.
Mis amigos sociólogos me aseguran que las encuestas que ellos realizan periódicamente, en forma de ómnibus, demuestran que los que rechazan las autonomías ya son una sólida mayoría.
Gran culpa del deterioro y de la impopularidad del sistema autonómico lo tienen Andalucia y Cataluña, sobre todo esta última, cuyo separatismo ha colocado al país en la frontera de un auténtico conflicto civil.
Andalucia por su corrupción profunda y por el estado de clientelismo intervencionista y pseudo totalitario de la Junta socialista, el País Vasco, territorio convertido por el terrorismo en un campo de batalla, y Cataluña por sus agresiones a las leyes, al orden público, a la Constitución, a la unidad de España, a la decencia y a la convivencia, todo ello incrementado con corrupción y odio, han dinamitado el prestigio de las autonomías, que fue grande cuando se aprobó la Constitución, en 1978.
Parece evidente que, tras contemplar lo que ocurrido en los cortijos de Cataluña, el País Vasco y Andalucía, muchos millones de españoles han dejado de apreciar las autonomías y quieren una España unida, limpia y disciplinada, y no una nación dividida en 18 compartimentos con su armonía destruida y llena de insensatos despilfarradores y generadores de corrupción, divisiones, envidias, odios y nacionalismo victimista.
El grueso de los españoles siente un asco creciente ante el enorme número de políticos que viven del Estado y de las trampas y arbitrariedades que protagonizan al colocar a sus familiares y amigos y al otorgar subvenciones, contratos y concesiones a familiares, amigos y compinches.
Hechos como los asesinatos de ETA, el odio, el adoctrinamiento y la colección de coches de Jordi Pujol Ferrusola, tasada en dos millones de euros, y la red clientelar tupida descubierta en Andalucía, más propia de una república soviética que de una democracia europea, son imágenes repugnantes que provocan vergüenza a millones de españoles, que, lógicamente, rechazan también el sistema autonómico que permite esos abusos y canalladas.
La sociedad española quiere un único país, igual para todos, con servicios e impuestos iguales para todo, donde no ocurran las injusticias del presente, como que a un andaluz o valenciano no lo atiendan en hospitales públicos de otras regiones o que heredar en una región represente pagar cien veces más impuestos que en otra.
Para colmo de males, Pedro Sánchez, al tener que pagar los apoyos recibidos del nacionalismo, ha intensificado brutalmente las diferencias entre unas regiones y otras, convirtiendo a Cataluña y el País Vasco en regiones privilegiadas y mejor dotadas de fondos que las demás. Su castigo a Murcia y a Andalucía, donde los socialistas han sido desplazados del poder, terminan de desprestigiar y convertir en odioso un sistema que, en manos del gobierno socialcomunista, millones de españoles identifican ya con corrupción, abuso, opresión e ignominia.
Francisco Rubiales
Siguen afirmando que los que critican el Estado de las Autonomías van contra la Constitución y que son una minoría de españoles, pero ambas afirmaciones son falsas. Las autonomías no son obligatorias en el texto constitucional y las encuestas ya reflejan que los que las rechazan son más que los que las defienden, aunque esas encuestas se mantengan silenciadas o sean obscenamente cocinadas para ocultar la verdad de que la voluntad popular de los españoles se inclina ya por eliminar las taifas vergonzosas, fuentes de despilfarro, corrupción y ruptura de la unidad, y retornar a un Estado centralizado.
Las encuestas oficiales ya reconocen hasta un 30 por ciento de rechazo a las autonomías, pero la realidad, según numerosos expertos y analistas, es que el rechazo supera el 50 por ciento, ya que muchos ciudadanos, por miedo, ocultan su criterio cuando son interrogados sobre asuntos sensibles y polémicos.
Si hiciéramos un referéndum para saber si ahora la gente quiere autonomías o no, el resultado, sin duda, sería negativo y colocaría a la mayoría de los políticos y a sus partidos contra las cuerdas, tras demostrarse que ellos defienden un sistema y una arquitectura de nación rechazada por la ciudadanía.
Mis amigos sociólogos me aseguran que las encuestas que ellos realizan periódicamente, en forma de ómnibus, demuestran que los que rechazan las autonomías ya son una sólida mayoría.
Gran culpa del deterioro y de la impopularidad del sistema autonómico lo tienen Andalucia y Cataluña, sobre todo esta última, cuyo separatismo ha colocado al país en la frontera de un auténtico conflicto civil.
Andalucia por su corrupción profunda y por el estado de clientelismo intervencionista y pseudo totalitario de la Junta socialista, el País Vasco, territorio convertido por el terrorismo en un campo de batalla, y Cataluña por sus agresiones a las leyes, al orden público, a la Constitución, a la unidad de España, a la decencia y a la convivencia, todo ello incrementado con corrupción y odio, han dinamitado el prestigio de las autonomías, que fue grande cuando se aprobó la Constitución, en 1978.
Parece evidente que, tras contemplar lo que ocurrido en los cortijos de Cataluña, el País Vasco y Andalucía, muchos millones de españoles han dejado de apreciar las autonomías y quieren una España unida, limpia y disciplinada, y no una nación dividida en 18 compartimentos con su armonía destruida y llena de insensatos despilfarradores y generadores de corrupción, divisiones, envidias, odios y nacionalismo victimista.
El grueso de los españoles siente un asco creciente ante el enorme número de políticos que viven del Estado y de las trampas y arbitrariedades que protagonizan al colocar a sus familiares y amigos y al otorgar subvenciones, contratos y concesiones a familiares, amigos y compinches.
Hechos como los asesinatos de ETA, el odio, el adoctrinamiento y la colección de coches de Jordi Pujol Ferrusola, tasada en dos millones de euros, y la red clientelar tupida descubierta en Andalucía, más propia de una república soviética que de una democracia europea, son imágenes repugnantes que provocan vergüenza a millones de españoles, que, lógicamente, rechazan también el sistema autonómico que permite esos abusos y canalladas.
La sociedad española quiere un único país, igual para todos, con servicios e impuestos iguales para todo, donde no ocurran las injusticias del presente, como que a un andaluz o valenciano no lo atiendan en hospitales públicos de otras regiones o que heredar en una región represente pagar cien veces más impuestos que en otra.
Para colmo de males, Pedro Sánchez, al tener que pagar los apoyos recibidos del nacionalismo, ha intensificado brutalmente las diferencias entre unas regiones y otras, convirtiendo a Cataluña y el País Vasco en regiones privilegiadas y mejor dotadas de fondos que las demás. Su castigo a Murcia y a Andalucía, donde los socialistas han sido desplazados del poder, terminan de desprestigiar y convertir en odioso un sistema que, en manos del gobierno socialcomunista, millones de españoles identifican ya con corrupción, abuso, opresión e ignominia.
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