Ruanda: el genocidio que la ONU no quiso ver
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Ruanda: el genocidio que la ONU no quiso ver
En la región africana de los Grandes Lagos, en el corazón de un continente acostumbrado a sufrir, cuentan que África tiene forma de pistola y el Congo es el gatillo. Junto a ese gatillo, las tinieblas oscurecieron Ruanda en 1994. Durante tres meses, no hubo leyes ni compasión en el bello país de las mil colinas. Sólo el horror. 800.000 tutsis fueron exterminados, la gran mayoría a machetazos, a manos de sus compatriotas hutus, que tampoco tuvieron piedad con los propios miembros de su etnia que intentaron proteger a los desdichados. La sombra de ese horror alcanzó también a la ONU, que en una de sus actuaciones más bochornosas abandonó el país a su suerte y, cuando reaccionó, las fértiles tierras ruandesas ya estaban repletas de cadáveres. El genocidio de Ruanda está desde entonces en los libros de Historia como la página más negra de un continente desgraciadamente habituado a desangrarse.
El 6 de abril de 1994, hoy hace veinte años, dos misiles derribaron el avión del presidente ruandés, Juvenal Habyarimana, que viajaba con su homónimo de Burundi, Cyprien Ntaryamira, hutus ambos, desde Dar es Salam a Kigali. Dos décadas después, la autoría del atentado todavía no está clara. Pero los hutus extremistas de Ruanda dictaron sentencia ese mismo día: los culpables eran los tutsis, la etnia minoritaria del país (apenas un 15 por ciento de la población), contra la que clamaron venganza arrastrando a miles de hutus a una locura colectiva de asesinatos sin fin que terminó con el exterminio del 75 por ciento de los 1,3 millones de tutsis que vivían en Ruanda.
Tres meses antes, el responsable de la misión de la ONU en el país africano, Romeo Dallaire, había dado la voz de alarma al comprobar que los hutus más radicales se estaban armando con el objetivo de acometer el exterminio tutsi. Pero nadie hizo caso, para sonrojo de las Naciones Unidas.
El altavoz de la masacre fue la Radio de las Mil Colinas, que alentó a la población hutu a salir de sus casas para cazar «cucarachas» («inyenzi» en idioma kinyaruanda, el término con el que despectivamente se referían los hutus a los tutsis). Las milicias extremistas de los «interahamwe» (los que matan juntos) abrieron la veda de la caza del tutsi horas después del magnicidio presidencial, convirtiendo Ruanda en una gran matanza colectiva.
«Sinceramente, no puedo decirle a cuántos maté porque se me olvidaron muchos por el camino (....) No me han dejado huella en la memoria. Me pareció que no era nada del otro mundo; ni siquiera noté, mientras los mataba, nada que me convirtiera en asesino», contaba con frialdad Léopord, uno de los autores de la masacre, al corresponsal de «Libération» Jean Hatfeld en su estremecedor «Una temporada de machetes» (Anagrama, 2004). Testimonios como éste reflejan la sinrazón colectiva que arrastró a muchos hutus –poseídos de un irrefrenable resentimiento histórico contra sus compatriotras tutsis– a convertirse en asesinos sin piedad durante 100 días.
Occidente, mientras tanto, hacía las maletas. Se cerraron las embajadas y se evacuó al grueso del contingente de la ONU. Los «interahamwe» tenían vía libre para empuñar el «masu», el machete local, contra los tutsis. Y lo hicieron sin contemplaciones. Sólo unos días después de que los cascos azules dejaran el país, se asesinó a casi 5.000 tutsis que se habían refugiado en la iglesia católica de Nyamata, quizá la imagen más escalofriante del genocidio.
Cuando el Consejo de Seguridad de la ONU fue consciente de la magnitud de las matanzas, en julio de 1994, el Frente Patriótico Ruandés (FPR), la guerrilla tutsi, ya se había hecho con el control de un país diezmado por el genocidio. Y los hutus sabían que había que huir. Casi dos millones de hutus caminaron hacia el exilio, la mayoría al vecino Zaire (hoy Congo), entre ellos numerosos autores de las matanzas que se confundieron con la multitud en los campos de refugiados. La respuesta tutsi llegó a finales de los 90 con la matanza de miles de hutus (100.000 según los cálculos más elevados). La ONU, abochornada por su mala conciencia, prefirió mirar para otro lado.
Un tribunal de Naciones Unidas condenó por genocidio a los inductores del exterminio tutsi. De los ejecutores se encargaron los «gacaca», tribunales populares que juzgaron a más de dos millones de personas hasta 2012. Desde entonces, Ruanda lucha día a día por la reconciliación nacional. Link
También: «La polarización entre hutus y tutsis en Ruanda nunca fue tan seria como ahora»
El 6 de abril de 1994, hoy hace veinte años, dos misiles derribaron el avión del presidente ruandés, Juvenal Habyarimana, que viajaba con su homónimo de Burundi, Cyprien Ntaryamira, hutus ambos, desde Dar es Salam a Kigali. Dos décadas después, la autoría del atentado todavía no está clara. Pero los hutus extremistas de Ruanda dictaron sentencia ese mismo día: los culpables eran los tutsis, la etnia minoritaria del país (apenas un 15 por ciento de la población), contra la que clamaron venganza arrastrando a miles de hutus a una locura colectiva de asesinatos sin fin que terminó con el exterminio del 75 por ciento de los 1,3 millones de tutsis que vivían en Ruanda.
Tres meses antes, el responsable de la misión de la ONU en el país africano, Romeo Dallaire, había dado la voz de alarma al comprobar que los hutus más radicales se estaban armando con el objetivo de acometer el exterminio tutsi. Pero nadie hizo caso, para sonrojo de las Naciones Unidas.
El altavoz de la masacre fue la Radio de las Mil Colinas, que alentó a la población hutu a salir de sus casas para cazar «cucarachas» («inyenzi» en idioma kinyaruanda, el término con el que despectivamente se referían los hutus a los tutsis). Las milicias extremistas de los «interahamwe» (los que matan juntos) abrieron la veda de la caza del tutsi horas después del magnicidio presidencial, convirtiendo Ruanda en una gran matanza colectiva.
«Sinceramente, no puedo decirle a cuántos maté porque se me olvidaron muchos por el camino (....) No me han dejado huella en la memoria. Me pareció que no era nada del otro mundo; ni siquiera noté, mientras los mataba, nada que me convirtiera en asesino», contaba con frialdad Léopord, uno de los autores de la masacre, al corresponsal de «Libération» Jean Hatfeld en su estremecedor «Una temporada de machetes» (Anagrama, 2004). Testimonios como éste reflejan la sinrazón colectiva que arrastró a muchos hutus –poseídos de un irrefrenable resentimiento histórico contra sus compatriotras tutsis– a convertirse en asesinos sin piedad durante 100 días.
Occidente, mientras tanto, hacía las maletas. Se cerraron las embajadas y se evacuó al grueso del contingente de la ONU. Los «interahamwe» tenían vía libre para empuñar el «masu», el machete local, contra los tutsis. Y lo hicieron sin contemplaciones. Sólo unos días después de que los cascos azules dejaran el país, se asesinó a casi 5.000 tutsis que se habían refugiado en la iglesia católica de Nyamata, quizá la imagen más escalofriante del genocidio.
Cuando el Consejo de Seguridad de la ONU fue consciente de la magnitud de las matanzas, en julio de 1994, el Frente Patriótico Ruandés (FPR), la guerrilla tutsi, ya se había hecho con el control de un país diezmado por el genocidio. Y los hutus sabían que había que huir. Casi dos millones de hutus caminaron hacia el exilio, la mayoría al vecino Zaire (hoy Congo), entre ellos numerosos autores de las matanzas que se confundieron con la multitud en los campos de refugiados. La respuesta tutsi llegó a finales de los 90 con la matanza de miles de hutus (100.000 según los cálculos más elevados). La ONU, abochornada por su mala conciencia, prefirió mirar para otro lado.
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