¿Por qué los romanos no ponían curvas en sus carreteras (o casi)?
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¿Por qué los romanos no ponían curvas en sus carreteras (o casi)?
El interés de los romanos por dotar a sus dominios de una eficiente red de carreteras viene de antiguo, casi tan pronto como empezó la expansión territorial de la ambiciosa nación a todos los confines del Mediterráneo. Al principio se trataba de simples caminos de tierra compacta, no muy diferentes a los que ya existían en otras civilizaciones. Tampoco era nuevo el empedrar las calles, costumbre que yo conocía desde los tiempos de Babilonia, pero el despliegue de una vía tan compleja en su construcción a largas distancias fue claramente un desarrollo romano. Como en todos los aspectos de la vida en la república, su construcción se basó en la búsqueda de la eficiencia más que en la comodidad y más en razones militares que en las comerciales, aunque su uso estaba abierto a personas, vehículos, animales y cualquier otro tipo de tráfico.
Pocos ejemplos del ingenio constructor de los romanos han sobrevivido hasta los tiempos modernos en tan buenas condiciones como sus caminos, (por cierto, la Autopista Estatal 1 de la moderna Italia ocupa el mismo recorrido que la Vía Aurelia) y pocos han marcado una huella tan importante en el imaginario de los estudiosos y académicos. Un tal Dionisio de Halicarnaso, por ejemplo, dijo una vez que “La extraordinaria grandeza del Imperio Romano se manifiesta sobretodo en tres cosas: los acueductos, los caminos asfaltados y la construcción de drenajes”.
Fue a finales del siglo IV (312 a.c.) cuando se inició la construcción de la primera de las grandes carreteras romanas, la Vía Appia, , desde la capital hasta Capua, posteriormente extendida hasta Brindisi. El motivo de su construcción fue puramente militar, especialmente para solucionar problemas de abastecimiento durante las constantes luchas en que los romanos se habían enfrascado contra los samnitas, las tribus habitantes de la zona sur-centro de la península. El cuestor Appius Claudius Caecus, determinó que la solución consistía en la mejora del sistema de carreteras para esquivar las zonas de marismas que complicaban el tráfico, y la obra recibió su nombre, tradición que perduró hasta el final del imperio.
El método de construcción no difería mucho del utilizado en las calles de la capital, aunque era lo suficientemente flexible para adaptarse a las condiciones locales y a los materiales disponibles en una zona dada. El proceso arrancaba con la definición de la ruta a seguir, intentando siempre encontrar la ruta más corta aunque supusiera el tener que afrontar accidentes geográficos tales como cañadas y montañas. Pero había un problema. Para seguir el curso de un rio o un barranco, la mejor solución podría construir el camino con curvas, pero los romanos no lo hacían así, sino que unían una serie de rectas cortas que cambiaban de ángulo de acuerdo con las necesidades del terreno. ¿Por qué? Porque el sistema de alineado de los ingenieros romanos usaba una serie de balizas que era más fáciles de ver en línea recta. Podían hacer curvas, por supuesto, pues gracias a los griegos entendían de geometría, pero era simplemente un proceso más lento, y los romanos eran muy prácticos. Que la mayoría de las rutas fueran trazadas en línea recta, con muy pocas excepciones, demuestra la veracidad de esta afirmación.
Una vez planificada, el agrimensor definía el trazo con la ayuda de una groma, artefacto antecesor de los teodolitos. La construcción en si misma comenzaba cavando una zanja que sería rellenada con varias capas de diversos materiales, el firme, siguiendo los siguientes pasos: Primero, el suelo original era compactado y aplanado, usando pesados rodillos arrastrados por caballos, similares a los poderosos bulldozers de la época moderna, pero que consumían alfalfa en lugar de diesel. Seguidamente se tendía una capa de piedras del tamaño de un puño, el statumen. Sobre este último se extendía un manto de arena y gravilla llamado rudus, poroso a la vez que compacto. Encima, el núcleo consistía en un revestimiento de piedras trituradas mezcladas con cal, justo por debajo de las lozas de basalto o mármol travertino que comúnmente cubrían la superficie de las viae. Para evitar que la lluvia se estancara y erosionara las juntas, las piedras de superficie se instalaban formando ligera una cresta central para que el agua escurriera hacia los lados.
Una de las aportaciones más importantes de la ciencia de la construcción romana que no puedo dejar de mencionar y sin la cual muchas de las maravillas de su arquitectura no hubiesen llegado hasta nuestros días, fue la mejora del cemento añadiendo un aditivo no usado hasta entonces: la puzolana. Esta ceniza volcánica muy abundante en la península provocaba una reacción química en la cal que hacía del hormigón no sólo más resistente, sino que, aún más importante, impermeable. Con esta nueva mezcla los romanos pudieron construir puentes de piedra y muelles para sus puertos, aumentando el tráfico y la productividad.
Nada escapaba a la imaginación y el sentido práctico de los romanos. Tan importante como el trabajo de ingeniería en la construcción de carreteras, fue la invención de señalizaciones y servicios auxiliares que facilitaban el tráfico. Tan pronto como se terminaba un tramo, aparecían los miliarios, columnas de entre 2 y 5 metros de altura y entre 50 y 80 centímetros de diámetro que daban información sobre la carretera, el constructor de la misma, y la distancia desde este punto hasta el miliarium aureum, el kilómetro cero instalado en el foro romano, muy cerca del templo de Saturno en la capital y cuyos restos pueden aún ser admirados entre las ruinas.
Los romanos se convirtieron con el tiempo en adictos a la construcción de carreteras, cada vez más necesarias para transportar sus numerosas legiones a todos los confines de su territorio. De hecho, la estabilidad de un imperio que se extendía por tres continentes y más de cinco millones de kilómetros cuadrados dependía claramente de la calidad y alcance de sus arterias. Para cuando los bárbaros conquistaron la Ciudad Eterna, más de 51.000 kilómetros habían sido construidos, eso sí, la mayoría sin curvas. Arte y Pasión
Pocos ejemplos del ingenio constructor de los romanos han sobrevivido hasta los tiempos modernos en tan buenas condiciones como sus caminos, (por cierto, la Autopista Estatal 1 de la moderna Italia ocupa el mismo recorrido que la Vía Aurelia) y pocos han marcado una huella tan importante en el imaginario de los estudiosos y académicos. Un tal Dionisio de Halicarnaso, por ejemplo, dijo una vez que “La extraordinaria grandeza del Imperio Romano se manifiesta sobretodo en tres cosas: los acueductos, los caminos asfaltados y la construcción de drenajes”.
Fue a finales del siglo IV (312 a.c.) cuando se inició la construcción de la primera de las grandes carreteras romanas, la Vía Appia, , desde la capital hasta Capua, posteriormente extendida hasta Brindisi. El motivo de su construcción fue puramente militar, especialmente para solucionar problemas de abastecimiento durante las constantes luchas en que los romanos se habían enfrascado contra los samnitas, las tribus habitantes de la zona sur-centro de la península. El cuestor Appius Claudius Caecus, determinó que la solución consistía en la mejora del sistema de carreteras para esquivar las zonas de marismas que complicaban el tráfico, y la obra recibió su nombre, tradición que perduró hasta el final del imperio.
El método de construcción no difería mucho del utilizado en las calles de la capital, aunque era lo suficientemente flexible para adaptarse a las condiciones locales y a los materiales disponibles en una zona dada. El proceso arrancaba con la definición de la ruta a seguir, intentando siempre encontrar la ruta más corta aunque supusiera el tener que afrontar accidentes geográficos tales como cañadas y montañas. Pero había un problema. Para seguir el curso de un rio o un barranco, la mejor solución podría construir el camino con curvas, pero los romanos no lo hacían así, sino que unían una serie de rectas cortas que cambiaban de ángulo de acuerdo con las necesidades del terreno. ¿Por qué? Porque el sistema de alineado de los ingenieros romanos usaba una serie de balizas que era más fáciles de ver en línea recta. Podían hacer curvas, por supuesto, pues gracias a los griegos entendían de geometría, pero era simplemente un proceso más lento, y los romanos eran muy prácticos. Que la mayoría de las rutas fueran trazadas en línea recta, con muy pocas excepciones, demuestra la veracidad de esta afirmación.
Una vez planificada, el agrimensor definía el trazo con la ayuda de una groma, artefacto antecesor de los teodolitos. La construcción en si misma comenzaba cavando una zanja que sería rellenada con varias capas de diversos materiales, el firme, siguiendo los siguientes pasos: Primero, el suelo original era compactado y aplanado, usando pesados rodillos arrastrados por caballos, similares a los poderosos bulldozers de la época moderna, pero que consumían alfalfa en lugar de diesel. Seguidamente se tendía una capa de piedras del tamaño de un puño, el statumen. Sobre este último se extendía un manto de arena y gravilla llamado rudus, poroso a la vez que compacto. Encima, el núcleo consistía en un revestimiento de piedras trituradas mezcladas con cal, justo por debajo de las lozas de basalto o mármol travertino que comúnmente cubrían la superficie de las viae. Para evitar que la lluvia se estancara y erosionara las juntas, las piedras de superficie se instalaban formando ligera una cresta central para que el agua escurriera hacia los lados.
Una de las aportaciones más importantes de la ciencia de la construcción romana que no puedo dejar de mencionar y sin la cual muchas de las maravillas de su arquitectura no hubiesen llegado hasta nuestros días, fue la mejora del cemento añadiendo un aditivo no usado hasta entonces: la puzolana. Esta ceniza volcánica muy abundante en la península provocaba una reacción química en la cal que hacía del hormigón no sólo más resistente, sino que, aún más importante, impermeable. Con esta nueva mezcla los romanos pudieron construir puentes de piedra y muelles para sus puertos, aumentando el tráfico y la productividad.
Nada escapaba a la imaginación y el sentido práctico de los romanos. Tan importante como el trabajo de ingeniería en la construcción de carreteras, fue la invención de señalizaciones y servicios auxiliares que facilitaban el tráfico. Tan pronto como se terminaba un tramo, aparecían los miliarios, columnas de entre 2 y 5 metros de altura y entre 50 y 80 centímetros de diámetro que daban información sobre la carretera, el constructor de la misma, y la distancia desde este punto hasta el miliarium aureum, el kilómetro cero instalado en el foro romano, muy cerca del templo de Saturno en la capital y cuyos restos pueden aún ser admirados entre las ruinas.
Los romanos se convirtieron con el tiempo en adictos a la construcción de carreteras, cada vez más necesarias para transportar sus numerosas legiones a todos los confines de su territorio. De hecho, la estabilidad de un imperio que se extendía por tres continentes y más de cinco millones de kilómetros cuadrados dependía claramente de la calidad y alcance de sus arterias. Para cuando los bárbaros conquistaron la Ciudad Eterna, más de 51.000 kilómetros habían sido construidos, eso sí, la mayoría sin curvas. Arte y Pasión
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