Cabañas: cuando España humilló a una temible flota de «piratas» holandeses
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Cabañas: cuando España humilló a una temible flota de «piratas» holandeses
En 1638, el vasco Carlos de Ibarra logró evitar que Holanda robara un cargamento de oro que la escuadra hispana transportaba desde las Américas hasta la Península
Decenas fueron los navíos mercantes del Imperio español que, desde que comenzó la conquista de América, dieron con sus maderas en el fondo del mar cuando intentaban trasladar los tesoros obtenidos en el Nuevo Mundo hasta la Península debido a la piratería. No obstante, también hubo momentos en los que los asaltantes tuvieron que retirarse entre sollozos al haber sido derrotados por nuestros buques. Eso fue, precisamente, lo que aconteció entre el 30 de agosto y el 3 de septiembre de 1638 cuando una flota holandesa formada por 17 naves trató de asaltar un convoy español defendido por unos pocos barcos de guerra al mando de Carlos de Ibarra en Cabañas (cerca de La Habana). Ese día, el arrojo peninsular acabó con las pretensiones de aquellos militares de los futuros Países Bajos que, aunque decían que combatían por su país, se limitaban a comportarse como corsarios y suspiraban por una moneda de plata.
Para entender las causas que motivaron que hispanos y holandeses se dieran de bofetadas al otro lado del mundo, es necesario retroceder en el tiempo hasta los inicios del siglo XVI. Corría por entonces una época en la que España se encontraba embarcada (nunca mejor dicho) en la conquista del recién descubierto Nuevo Mundo. Eran aquellos, a su vez, unos años en los que la monarquía no escatimaba recursos a la hora de extraer y trasladar el oro y la plata que, desde los puertos de las Américas, arribaban a la Península a través de navíos que atravesaban con más gónadas que cabeza el Océano Atlántico. Sin embargo, el riesgo les merecía la pena, pues la llegada de estos tesoros suponía la supervivencia de un país maltrecho y con decenas de conflictos en medio mundo.
Con las rutas establecidas y la promesa de conseguir toneladas de oro y plata viajando hasta el Nuevo Mundo, en pocos meses el Océano se llenó de marinos españoles deseosos de llenar las bodegas de sus buques hasta los topes y regresar a la Península como «nuevos ricos». No obstante, los tesoros también atrajeron a traficantes, piratas y toda aquella región enemiga de España con el suficiente presupuesto como para enviar alguna que otra flota a saquearnos. Todos ellos, huelga decirlo, estaban deseosos de esquilmar hasta el último ducado -a base de arcabuz y una buena cara dura- de los navíos que viajaban hasta las Américas. Así pues, las malas artes de estos invitados muy molestos e inesperados llevaron al fondo del mar a muchos de los bajeles de la «Carrera de Indias» que, sin escolta y equipados con algún que otro cañón solitario, se aventuraban a cruzar el Océano.
Tal fue la pérdida de riquezas, hombres y buques que, hasta el gorro de tanto corsario por aquí y pirata por allá, Felipe II estableció en 1561 que, regularmente, viajarían desde la Península varios convoyes con dirección a las Américas bajo la escolta de varios navíos militares. El objetivo era sencillo: ponérselo lo más difícil posible al avispado que quisiera llenarse los bolsillos de monedas a costa española. «En los principios del comercio de Indias qualquiera navío aprestado conforme a las ordenanzas tuvo libertad de emprender su navegación solo y en el tiempo que conviniese a su dueño, y aún después de que el temor de los corsarios obligó a no salir sino en conserva de otros buques, quedó en arbitrio de los comerciantes executarlo cuando les pareciese. […] En cambio, por Cédula de 16 de julio de 1561 “se mandó que no saliese de (España) nao alguna sino en flota, pena de perdimiento de ella y quanto llevase» explica Rafael Antúnez y Acevedo en su obra «Memorias históricas sobre la legislación y gobierno del comercio de los españoles con sus colonias en las Indias Occidentales».
Una flota de «Tierra Firme»...sigue
Decenas fueron los navíos mercantes del Imperio español que, desde que comenzó la conquista de América, dieron con sus maderas en el fondo del mar cuando intentaban trasladar los tesoros obtenidos en el Nuevo Mundo hasta la Península debido a la piratería. No obstante, también hubo momentos en los que los asaltantes tuvieron que retirarse entre sollozos al haber sido derrotados por nuestros buques. Eso fue, precisamente, lo que aconteció entre el 30 de agosto y el 3 de septiembre de 1638 cuando una flota holandesa formada por 17 naves trató de asaltar un convoy español defendido por unos pocos barcos de guerra al mando de Carlos de Ibarra en Cabañas (cerca de La Habana). Ese día, el arrojo peninsular acabó con las pretensiones de aquellos militares de los futuros Países Bajos que, aunque decían que combatían por su país, se limitaban a comportarse como corsarios y suspiraban por una moneda de plata.
Para entender las causas que motivaron que hispanos y holandeses se dieran de bofetadas al otro lado del mundo, es necesario retroceder en el tiempo hasta los inicios del siglo XVI. Corría por entonces una época en la que España se encontraba embarcada (nunca mejor dicho) en la conquista del recién descubierto Nuevo Mundo. Eran aquellos, a su vez, unos años en los que la monarquía no escatimaba recursos a la hora de extraer y trasladar el oro y la plata que, desde los puertos de las Américas, arribaban a la Península a través de navíos que atravesaban con más gónadas que cabeza el Océano Atlántico. Sin embargo, el riesgo les merecía la pena, pues la llegada de estos tesoros suponía la supervivencia de un país maltrecho y con decenas de conflictos en medio mundo.
La Carrera de Indias
En vista de que, desde las Américas, los tesoros llegaban a manos llenas, los navegantes no tardaron en establecer una serie de rutas marítimas rápidas y seguras para trasladarse desde la Península hasta el Nuevo Mundo. Éstas fueron conocidas, en pocos meses, como la «Carrera de Indias». «La “Carrera de Indias” eran las rutas españolas que cruzaban el Atlántico en su sentido transversal. Fueron inventadas en 1492 y se fueron conformando en los tiempos sucesivos, a medida que se iban, a la par, ocupando espacios y fundando núcleos urbanos. […] La “Carrera” obtiene su nombre bien tempranamente, cuando se conforma sobre unos puertos precisos, uniendo los puertos del suroeste español con los hispanoamericanos del Caribe y del Seno Mexicano (entre otros)», explica Francisco de Solano –Profesor del C.E.H. del Consejo Superior de Investigaciones Científicas- en su dossier «La Carrera de Indias después de 1588».Con las rutas establecidas y la promesa de conseguir toneladas de oro y plata viajando hasta el Nuevo Mundo, en pocos meses el Océano se llenó de marinos españoles deseosos de llenar las bodegas de sus buques hasta los topes y regresar a la Península como «nuevos ricos». No obstante, los tesoros también atrajeron a traficantes, piratas y toda aquella región enemiga de España con el suficiente presupuesto como para enviar alguna que otra flota a saquearnos. Todos ellos, huelga decirlo, estaban deseosos de esquilmar hasta el último ducado -a base de arcabuz y una buena cara dura- de los navíos que viajaban hasta las Américas. Así pues, las malas artes de estos invitados muy molestos e inesperados llevaron al fondo del mar a muchos de los bajeles de la «Carrera de Indias» que, sin escolta y equipados con algún que otro cañón solitario, se aventuraban a cruzar el Océano.
Tal fue la pérdida de riquezas, hombres y buques que, hasta el gorro de tanto corsario por aquí y pirata por allá, Felipe II estableció en 1561 que, regularmente, viajarían desde la Península varios convoyes con dirección a las Américas bajo la escolta de varios navíos militares. El objetivo era sencillo: ponérselo lo más difícil posible al avispado que quisiera llenarse los bolsillos de monedas a costa española. «En los principios del comercio de Indias qualquiera navío aprestado conforme a las ordenanzas tuvo libertad de emprender su navegación solo y en el tiempo que conviniese a su dueño, y aún después de que el temor de los corsarios obligó a no salir sino en conserva de otros buques, quedó en arbitrio de los comerciantes executarlo cuando les pareciese. […] En cambio, por Cédula de 16 de julio de 1561 “se mandó que no saliese de (España) nao alguna sino en flota, pena de perdimiento de ella y quanto llevase» explica Rafael Antúnez y Acevedo en su obra «Memorias históricas sobre la legislación y gobierno del comercio de los españoles con sus colonias en las Indias Occidentales».
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