La "corrección política", un arma de destrucción masiva
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La "corrección política", un arma de destrucción masiva
Muchos intelectuales e informadores advirtieron del irresistible ascenso de Donald Trump. Pero muy pocos se tomaron la molestia de analizarlo con rigor, de determinar cuáles eran las corrientes de fondo que impulsaban con fuerza al magnate neoyorkino. Y diríase que la dimensión del “fenómeno Trump” era directamente proporcional a la estupidez de no pocos analistas, mucho más dispuestos a escandalizarse, a rasgarse las vestiduras, que a investigar sus verdaderas causas.
Que un personaje como Trump obtuviera el apoyo de decenas de millones de ciudadanos, obligaba a un análisis mucho más profundo y objetivo, libre de aspavientos de cara a la galería. Trump no sólo ganó apoyos en la “América profunda”, sino también en el nordeste, incluso en regiones tan industriales y prósperas como Virginia y Massachusetts. Sus seguidores crecieron en el Norte y en Sur, en el Oeste y en el Este: en todas partes. Así pues, el misterio estaba en el origen de esa potente mar de fondo que no sólo generaba turbulencias en EEUU sino también al otro lado del Atlántico.
Nada de lo que hoy está sucediendo puede entenderse sin tener en cuenta la perversa acción de los políticos durante las pasadas décadas: su intromisión en la vida privada de los ciudadanos, su insistencia en legislar basándose en lo que llamaron derechos colectivos y, especialmente, su pretensión de imponer a la población una nueva ideología: la corrección política. Todo ello ha acabado comprometiendo la libertad individual, la igualdad ante la ley, los principios, la honradez, el juego limpio, el pensamiento crítico y, por supuesto, el bienestar económico. Y de aquellos polvos, estos lodos.
Durante décadas, los políticos aprovecharon el viento de popa de la prosperidad económica para desviarse de sus obligaciones y dedicarse a “defender al ser humano de sí mismo”, de su codicia y capacidad de destrucción. Utilizaron la seguridad, la salud y el medioambiente como coartadas para perseguir sus propios intereses. Para ello, promulgaron infinidad de leyes y normas que se inmiscuían cada vez más en el ámbito íntimo de las personas e interferían de forma inexorable en sus legítimas aspiraciones. Las consecuencias más evidentes de esta deriva fueron, por ejemplo, los enormes obstáculos administrativos para abrir una empresa, por modesta que fuera, o simplemente encontrar un trabajo decente.
Los políticos descubrieron que dividir a la sociedad en rebaños, en constante pugna entre ellos, es la mejor forma de tenerla controlada. Por ello, la política ha primado los derechos colectivos en detrimento de los derechos individuales, unos derechos grupales que implican, por definición, la prevalencia de unos grupos en perjuicio del resto. La consecuencia más grave, sin duda, ha sido la quiebra de la igualdad ante la ley. Pero también el decaimiento del esfuerzo y la eficiencia, dado que lo que cuenta no es el mérito individual sino la pertenencia a un grupo. O la desaparición de la responsabilidad individual: al fin y al cabo, si los sujetos se ven obligados a compartir el fruto de sus aciertos, ¿por qué no habrían de trasladar a los demás los costes de sus errores? El sistema de favores, prebendas y privilegios acaba deformando la mentalidad de muchas personas, genera ciudadanos infantiles, acostumbrados al paternalismo, a reivindicar más que a esforzarse.
Así, la adhesión a grupos interesados constituye la vía más directa hacia la ventaja y el privilegio. El sistema de derechos por colectivos no sólo discrimina; también favorece la picaresca, el abuso de unos pocos sobre la mayoría, cuando los beneficios se asignan con criterios meramente burocráticos. Al final, muchas personas no encuentran trabajo, simplemente por no conocer a nadie que les enchufe, consiga un certificado de discapacidad, por no haber denunciado a su pareja o por no pertenecer a alguno de los múltiples grupos con ventajas para ser empleados o subvencionados.
Lo más grave, con diferencia, es la pretensión de políticos y burócratas de moldear la forma de pensar de las personas para evitar que se resistan a la arbitrariedad, al atropello. Generaron, para ello, una ideología favorable a los intereses grupales, una religión laica: la corrección política, que arroja a la hoguera a todo aquel que cuestiona su ortodoxia. Esta doctrina determina qué palabras pueden pronunciarse y cuales son tabú, aplicando el principio orwelliano de que todo aquello que no puede decirse… tampoco puede pensarse. Propugna que la identidad de un individuo está determinada por su adscripción a un determinado grupo y dicta que la discriminación puede ser buena: para ello la llama “positiva”. Pero toda persona sabe en su fuero interno que ninguna discriminación es positiva.
En los países con convenciones democráticas consolidadas, con una sociedad civil desarrollada y consciente de sus derechos y obligaciones, celosa de sus principios y convicciones, el avance de esta mentalidad ha sido lento, aunque inexorable. En países como España, sin embargo, carentes de tradición democrática, con una mayoría que cree que la democracia consiste solo en votar, la ortodoxia de lo políticamente correcto progresó a una velocidad vertiginosa, convirtiéndose en dogma de general aceptación a izquierda y derecha en tiempo récord.
Pero, tarde o temprano, estos sistemas, como cualquier otro basado en la mentira, acaban saltando por los aires. En ocasiones, porque la crisis lleva a una reducción del botín a repartir, con el consiguiente choque entre grupos interesados. Otras, por el hartazgo de muchas personas hartas de tanta trampa y marrullería que les impide ganarse la vida dignamente, o cansadas de que otros les señalen, pisoteen y vivan a su costa. Pero también por una reacción exacerbada, desmesurada, contra la imposición de los códigos políticamente correctos. Es lo que se conoce en psicología como reactancia, una reacción emocional que se opone a ciertas reglas censoras, vistas como absurdas y arbitrarias por reprimir conductas e ideas que el sujeto considera justas y lícitas.
El péndulo oscila al extremo contrario, la tortilla se voltea, y muchos ciudadanos acaban apoyando posiciones igualmente alejadas de la moderación. Donald Trump, o el ascenso de la extrema derecha en algunos países europeos, surgen tras décadas de imposición de la corrección política, por el hartazgo de muchas personas que, tan cabreadas como desesperadas, se pasan al extremo opuesto. Cierto es que, cuando una campaña es netamente emocional, la racionalidad es lo de menos. Pero, cuidado, millones de personas no caen en el error por obra y gracia del marketing o de consignas falaces, sino por la verdad que en ese error se encierra. Menos aún irán en contra del intimidante statu quo si no existe un caldo de cultivo adecuado, una potente causa de fondo: mentiras que han estado golpeando sus oídos, y su conciencia, durante años.
Para que el sistema volviera a ser justo, eficiente y racional, deberían cambiarse las leyes, simplificarlas, retirar muchas trabas administrativas, eliminar las normas que conceden prebendas y privilegios, restaurar la igualdad ante la ley. Pero aún haría falta más: habría que desterrar la nefasta corrección política, esa ideología justificadora de privilegios grupales y sustituirla por convenciones sanas: honradez, inclinación al juego limpio, ética, libertad y responsabilidad individual.
Es una muy mala noticia que las élites políticas, y sus grupos aliados, insistan en lo políticamente correcto. Ocurre que en muchos países que no son los Estados Unidos, el control que ejerce el establishment alcanza cotas inaceptables en aquellas latitudes. Y muy pocos medios osan desafiar sus directrices. Pero lo que pudiera parecer un seguro en el corto plazo, generará a la larga tensiones extraordinarias. Solo hace falta levantar la cabeza y mirar a nuestro alrededor para comprobar que cada vez son más las personas hastiadas de tanta discriminación y tanta majadería, personas que desean ser ellas mismas, no clones sin identidad dentro del grupo asignado. Y de seguir así, podría llegar el día en el que el fenómeno Trump, en comparación, nos parezca una broma.
Es urgente plantar cara de forma decidida a lo políticamente correcto. No es tan difícil. Es rigurosamente falso que la verdad no venda. Los monstruosos guardianes de esta nueva religión obligatoria no son más que achacosos tigres de papel. Se puede romper el tabú si se hace con convicción, explicándolo con argumentos razonables, y ganar el apoyo de un enorme sector de la población hasta ahora silenciado. Recuerden: en una época de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario. Pero hay que darse prisa: las manecillas del reloj siguen girando.
@BenegasJ & @BlancoJuanM
Que un personaje como Trump obtuviera el apoyo de decenas de millones de ciudadanos, obligaba a un análisis mucho más profundo y objetivo, libre de aspavientos de cara a la galería. Trump no sólo ganó apoyos en la “América profunda”, sino también en el nordeste, incluso en regiones tan industriales y prósperas como Virginia y Massachusetts. Sus seguidores crecieron en el Norte y en Sur, en el Oeste y en el Este: en todas partes. Así pues, el misterio estaba en el origen de esa potente mar de fondo que no sólo generaba turbulencias en EEUU sino también al otro lado del Atlántico.
Nada de lo que hoy está sucediendo puede entenderse sin tener en cuenta la perversa acción de los políticos durante las pasadas décadas: su intromisión en la vida privada de los ciudadanos, su insistencia en legislar basándose en lo que llamaron derechos colectivos y, especialmente, su pretensión de imponer a la población una nueva ideología: la corrección política. Todo ello ha acabado comprometiendo la libertad individual, la igualdad ante la ley, los principios, la honradez, el juego limpio, el pensamiento crítico y, por supuesto, el bienestar económico. Y de aquellos polvos, estos lodos.
Durante décadas, los políticos aprovecharon el viento de popa de la prosperidad económica para desviarse de sus obligaciones y dedicarse a “defender al ser humano de sí mismo”, de su codicia y capacidad de destrucción. Utilizaron la seguridad, la salud y el medioambiente como coartadas para perseguir sus propios intereses. Para ello, promulgaron infinidad de leyes y normas que se inmiscuían cada vez más en el ámbito íntimo de las personas e interferían de forma inexorable en sus legítimas aspiraciones. Las consecuencias más evidentes de esta deriva fueron, por ejemplo, los enormes obstáculos administrativos para abrir una empresa, por modesta que fuera, o simplemente encontrar un trabajo decente.
Los políticos descubrieron que dividir a la sociedad en rebaños, en constante pugna entre ellos, es la mejor forma de tenerla controlada. Por ello, la política ha primado los derechos colectivos en detrimento de los derechos individuales, unos derechos grupales que implican, por definición, la prevalencia de unos grupos en perjuicio del resto. La consecuencia más grave, sin duda, ha sido la quiebra de la igualdad ante la ley. Pero también el decaimiento del esfuerzo y la eficiencia, dado que lo que cuenta no es el mérito individual sino la pertenencia a un grupo. O la desaparición de la responsabilidad individual: al fin y al cabo, si los sujetos se ven obligados a compartir el fruto de sus aciertos, ¿por qué no habrían de trasladar a los demás los costes de sus errores? El sistema de favores, prebendas y privilegios acaba deformando la mentalidad de muchas personas, genera ciudadanos infantiles, acostumbrados al paternalismo, a reivindicar más que a esforzarse.
Así, la adhesión a grupos interesados constituye la vía más directa hacia la ventaja y el privilegio. El sistema de derechos por colectivos no sólo discrimina; también favorece la picaresca, el abuso de unos pocos sobre la mayoría, cuando los beneficios se asignan con criterios meramente burocráticos. Al final, muchas personas no encuentran trabajo, simplemente por no conocer a nadie que les enchufe, consiga un certificado de discapacidad, por no haber denunciado a su pareja o por no pertenecer a alguno de los múltiples grupos con ventajas para ser empleados o subvencionados.
Lo más grave, con diferencia, es la pretensión de políticos y burócratas de moldear la forma de pensar de las personas para evitar que se resistan a la arbitrariedad, al atropello. Generaron, para ello, una ideología favorable a los intereses grupales, una religión laica: la corrección política, que arroja a la hoguera a todo aquel que cuestiona su ortodoxia. Esta doctrina determina qué palabras pueden pronunciarse y cuales son tabú, aplicando el principio orwelliano de que todo aquello que no puede decirse… tampoco puede pensarse. Propugna que la identidad de un individuo está determinada por su adscripción a un determinado grupo y dicta que la discriminación puede ser buena: para ello la llama “positiva”. Pero toda persona sabe en su fuero interno que ninguna discriminación es positiva.
En los países con convenciones democráticas consolidadas, con una sociedad civil desarrollada y consciente de sus derechos y obligaciones, celosa de sus principios y convicciones, el avance de esta mentalidad ha sido lento, aunque inexorable. En países como España, sin embargo, carentes de tradición democrática, con una mayoría que cree que la democracia consiste solo en votar, la ortodoxia de lo políticamente correcto progresó a una velocidad vertiginosa, convirtiéndose en dogma de general aceptación a izquierda y derecha en tiempo récord.
Pero, tarde o temprano, estos sistemas, como cualquier otro basado en la mentira, acaban saltando por los aires. En ocasiones, porque la crisis lleva a una reducción del botín a repartir, con el consiguiente choque entre grupos interesados. Otras, por el hartazgo de muchas personas hartas de tanta trampa y marrullería que les impide ganarse la vida dignamente, o cansadas de que otros les señalen, pisoteen y vivan a su costa. Pero también por una reacción exacerbada, desmesurada, contra la imposición de los códigos políticamente correctos. Es lo que se conoce en psicología como reactancia, una reacción emocional que se opone a ciertas reglas censoras, vistas como absurdas y arbitrarias por reprimir conductas e ideas que el sujeto considera justas y lícitas.
El péndulo oscila al extremo contrario, la tortilla se voltea, y muchos ciudadanos acaban apoyando posiciones igualmente alejadas de la moderación. Donald Trump, o el ascenso de la extrema derecha en algunos países europeos, surgen tras décadas de imposición de la corrección política, por el hartazgo de muchas personas que, tan cabreadas como desesperadas, se pasan al extremo opuesto. Cierto es que, cuando una campaña es netamente emocional, la racionalidad es lo de menos. Pero, cuidado, millones de personas no caen en el error por obra y gracia del marketing o de consignas falaces, sino por la verdad que en ese error se encierra. Menos aún irán en contra del intimidante statu quo si no existe un caldo de cultivo adecuado, una potente causa de fondo: mentiras que han estado golpeando sus oídos, y su conciencia, durante años.
Para que el sistema volviera a ser justo, eficiente y racional, deberían cambiarse las leyes, simplificarlas, retirar muchas trabas administrativas, eliminar las normas que conceden prebendas y privilegios, restaurar la igualdad ante la ley. Pero aún haría falta más: habría que desterrar la nefasta corrección política, esa ideología justificadora de privilegios grupales y sustituirla por convenciones sanas: honradez, inclinación al juego limpio, ética, libertad y responsabilidad individual.
Es una muy mala noticia que las élites políticas, y sus grupos aliados, insistan en lo políticamente correcto. Ocurre que en muchos países que no son los Estados Unidos, el control que ejerce el establishment alcanza cotas inaceptables en aquellas latitudes. Y muy pocos medios osan desafiar sus directrices. Pero lo que pudiera parecer un seguro en el corto plazo, generará a la larga tensiones extraordinarias. Solo hace falta levantar la cabeza y mirar a nuestro alrededor para comprobar que cada vez son más las personas hastiadas de tanta discriminación y tanta majadería, personas que desean ser ellas mismas, no clones sin identidad dentro del grupo asignado. Y de seguir así, podría llegar el día en el que el fenómeno Trump, en comparación, nos parezca una broma.
Es urgente plantar cara de forma decidida a lo políticamente correcto. No es tan difícil. Es rigurosamente falso que la verdad no venda. Los monstruosos guardianes de esta nueva religión obligatoria no son más que achacosos tigres de papel. Se puede romper el tabú si se hace con convicción, explicándolo con argumentos razonables, y ganar el apoyo de un enorme sector de la población hasta ahora silenciado. Recuerden: en una época de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario. Pero hay que darse prisa: las manecillas del reloj siguen girando.
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