Las élites europeas están decididas a destruir Europa y acabar con su cultura con el arma de la “diversidad”
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Las élites europeas están decididas a destruir Europa y acabar con su cultura con el arma de la “diversidad”
DM/GM.- Europa está llena de incertidumbre en 2017. Las crisis de la eurozona, los interminables desafíos de la Unión Europea, las elecciones nacionales que se asemejan a disparos fallidos por revólveres cada vez con menos balas. Sin embargo, incluso estos acontecimientos son insignificantes en comparación con los profundos cambios tectónicos que están teniendo lugar bajo la política del continente, cambios que los europeos -y sus aliados- ignoran tanto como el peligro que representan.
A lo largo de la crisis migratoria de los últimos años he viajado por el continente, desde las islas de recepción hasta los suburbios en los que acaban. Esto no sucedería si algunos gobiernos no les invitasen a venir. Angela Merkel fue la primera en invitarles a establecerse junto a sus familias. Luego admitió que nadie esperaba que se quedaran.
Sin embargo, se quedaron. Y lo hicieron pese a que no habían puestos de trabajo para ellos. Y el problema es que siguen llegando. Y más aún que los dirigentes europeos no hacen nada por remediarlo.
Los barcos salen regularmente de Turquía y del norte de África para entrar ilegalmente en Europa. Los sirios que huían de la guerra civil fueron los primeros en llegar de forma masiva. Luego les siguieron gente del África subsahariana, del norte de África, del Medio y Extremo Oriente.
Aunque la mayoría de medios informativos no se ocupan de los inmigrantes, estos siguen llegando en gran número. Cerca de 10.000 personas alcanzan territorio italiano cada semana. ¿Dónde van después? ¿Qué esperan? ¿Y qué esperamos de ellos?
Para encontrar la respuesta a estas y otras preguntas es necesario formular otras más profundas. ¿Por qué Europa decidió que podía acoger a los pobres y desposeídos del mundo? ¿Por qué decidimos que cualquier persona que huyese de la guerra, o simplemente buscara una vida mejor, terminara llegando a Europa y estableciéndose en ella, en la mayoría de los casos a costa de los recursos públicos?
La razón principal está, una vez más, en el sentimiento de culpa que las autoridades alemanas siguen alimentando. Este sentimiento de culpa se ha extendido a buena parte del continente e incluso ha alcanzado a nuestros primos culturales de América y Australia. Hemos aceptado que somos los culpables de todos los males que han ocurrido en el mundo, desde el supuesto holocausto a la esclavitud, y que tenemos que expiar ese “pecado” siendo castigados, incluso si el resultado no es otro que el cambio demográfico en nuestros países.
La canciller alemana Angela Merkel creó las condiciones que han hecho posible este sentimiento colectivo de culpa. Ella acarrea con una tremenda responsabilidad. Geert Wilders, diputado de los Países Bajos, la acusó de tener sangre en sus manos. Lleva razón.
Cuando Merkel decidió abrir las puertas de Alemania a cientos de miles de musulmanes de Oriente Medio y otros países más lejanos, tuvo que saber que los yihadistas se ocultaban entre la gente que entraba en avalancha. También tuvo que saber que la policía alemana no tenía forma de controlar la masa que entraba y que se vería rápidamente superada por el número de gente que tendría que controlar. Y aún así, lo hizo.
Cuando se produjeron cientos de violaciones y agresiones sexuales en Colonia y otras ciudades de Alemania en Nochevieja el año pasado, dijo que los perpetradores serían castigados “con independencia de su origen”, pero no cambió su política. Cuando se produjeron ataques en Hanover, Essen, Wurzburgo y Múnich, tardó en hacer declaraciones, y después pronunció frases esterilizadas sobre la “necesidad” de combatir el crimen y el terrorismo. Pero siguió sin cambiar de política.
No cambió de postura hasta hace poco, al parecer porque quería volver a ser candidata en 2017 y estaba viendo decrecer su popularidad.
Es imposible que ignorara las advertencias de los servicios de inteligencia alemanes y estadounidenses respecto a que los terroristas del Estado Islámico se estaban ocultando entre los refugiados y que planeaban utilizar camiones en atentados en periodo navideño. La situación soportada por los alemanes ha sido extremadamente difícil de sobrellevar durante más de un año. La tasa de crímenes se ha disparado; han entrado enfermedades erradicadas hace décadas, sin vacunas –que se dejaron de fabricar hace tiempo– para tratarlas; el Gobierno está confiscando segundas viviendas para acoger a los migrantes sin compensar a los dueños, y así sucesivamente. No llevó mucho tiempo descubrir que el principal sospechoso del atentado en Berlín era un solicitante de asilo que vivía en un centro de refugiados.
En otro país, Merkel habría tenido que dimitir por la vergüenza; en Alemania, se presenta a la reelección.
La población alemana está envejecida y la tasa de natalidad es peligrosamente baja: 1,38 hijos por cada mujer. Los inmigrantes están reemplazando a la población alemana, que ha ido desapareciendo poco a poco. Los alemanes que fallecen son cristianos o, más a menudo, laicistas no religiosos. Como en todas partes en Europa, el cristianismo está desapareciendo; los inmigrantes que están reemplazando a los alemanes son musulmanes.
La economía alemana sigue fuerte, pero está perdiendo impulso. Los retornos sobre el capital invertido van en descenso. En un momento en que el capital humano es la principal fuente de beneficios, el alemán está colapsando: la gente de países subdesarrollados no puede reemplazar fácilmente a los alemanes, altamente cualificados. La mayoría no tiene competencias para competir en el mercado; los recién llegados permanecen mucho tiempo en el paro y la dependencia. Del millón doscientos mil migrantes que llegaron a Alemania en 2014 y 2015, sólo 34.000 encontraron trabajo. Si la tasa de desempleo es baja, es porque hay una creciente escasez de trabajo: hoy, el 61 % de los alemanes tiene entre 20 y 64 años. Se espera que, para mediados de siglo, la cifra caiga al 41 %.
Los discursos de la propaganda políticamente correcta que se emiten infatigablemente en Alemania –como en el resto de Europa– nunca hablan de demografía. En su lugar, refutan cualquier evidencia de que la economía alemana no vaya bien. También dicen que el islam y el cristianismo son equivalentes; son obstinadamente ciegos al hecho de que el islam es más que una religión: es un sistema político, económico y moral que abarca todos los aspectos de la vida, y que jamás ha coexistido durante mucho tiempo o en paz con una cultura distinta a la suya. Estos discursos ignoran casi completamente el auge del islam radical y el terrorismo islámico; sostienen, en cambio, que el islam radical es una confesión marginal, y que el terrorismo islamista sólo recluta a lobos solitarios o enfermos mentales. Sobre todo, repiten constantemente que cualquier crítica a la migración o el islam es ignominiosa y racista.
La población alemana está intimidada por el miedo, por la conducta antisocial de muchos inmigrantes y por la política de declaraciones de sus propios Gobiernos. Muchos alemanes ni siquiera se atreven a hablar. Los que usan el transporte público se resignan a los insultos. Agachan la cabeza y corren a refugiarse en sus casas. La asistencia a restaurantes y cines está cayendo en picado. Las mujeres se han resignado a llevar ropas “modestas” y a cuidarse de no salir solas. Las protestas organizadas por Pegida (Europeos Patriotas contra la Islamización de Occidente) jamás han atraído a más de un millar de personas después de que sacaran una foto de su fundador donde aparecía caracterizado de Hitler.
Alternativa para Alemania (AfD), el partido que pide frenar la inmigración musulmana en Alemania y no deja de sumar votos, sigue siendo no obstante un partido minoritario. La ley que condena la incitación al odio (Volksverhetzung), presumiblemente concebida para evitar una vuelta a las ideas nazis, es esgrimida como una espada contra cualquiera que hable con demasiada crudeza de la creciente islamización del país.
Nada describe mejor el actual estado de Alemania que el triste destino de Maria Landenburger, una muchacha de 19 años asesinada a principios de diciembre. Maria Landenburger, miembro de una organización de ayuda a los refugiados, estaba entre los que dieron la bienvenida a los migrantes en 2015. Fue violada y asesinada por una de las personas a las que estaba ayudando. Su familia pidió a quienes quisieran rendir homenaje a su hija que donaran dinero a a las asociaciones de ayuda a los refugiados, para que pudieran venir más refugiados a Alemania.
La gran mayoría de los alemanes no quiere ver que Alemania está en guerra porque un enemigo inmisericorde se la ha declarado. No quieren ver que se ha declarado la guerra contra la civilización occidental.
Aceptan la derrota y hacen dócilmente lo que los yihadistas quieren que hagan: someterse.
En un análisis sobre el atentado del 19 de diciembre contra el mercado navideño, el periodista alemán Josef Joffe, director de Die Zeit, explicó la decisión de Merkel de acoger a los refugiados como “un acto de expiación”, y una forma de dar cobijo a una población amenazada siete décadas después del Holocausto. También explicó la pasividad de muchos alemanes por un sentimiento de culpa colectiva.
Si muchos alemanes se sienten llenos de culpa colectiva dando la bienvenida a cientos de miles de musulmanes que dicen abiertamente que quieren sustituir la cultura cristiana de Alemania con el islam, y que están reemplazando a su población cristiana con una musulmana –que incluirá asesinos despiadados entre sus filas–, es una prueba de que, o bien los alemanes se odian hoy tanto a sí mismos que desean su propia destrucción, o bien han perdido la voluntad de plantar cara por aquello que les importa: un acto al que se le llama rendición.
También hay, para Europa, el sentido de lo que llamamos cansancio -el sentimiento de que la historia podría haberse agotado: que hemos intentado la religión, todas las formas imaginables de la política, y que cada una de ellas, una tras otra, nos ha llevado al desastre . Cuando contaminamos todas las ideas que tocamos, tal vez un cambio sea tan bueno como un descanso.
A menudo se argumenta que nuestras sociedades son viejas, con una población gris, y por eso necesitamos inmigrantes. Cuando se cuestionan estas teorías -por ejemplo, por qué la próxima generación de la fuerza de trabajo de Alemania no puede venir de Grecia desempleada en lugar de Eritrea- se nos dice que necesitamos trabajadores poco calificados que no hablan nuestras lenguas porque hace que Europa sea más interesante culturalmente. Es como si un gran agujero estuviera en el corazón de la cultura de Dante, Bach y Wren.
Cuando la gente objeta que a una mayor inmigración de países musulmanes, aumenta el riesgo de atentados terroristas, se le dice que es algo inevitable debido a la globalización. Algo así como un “mal menor” con el que hay que aprender a convivir.
Los políticos mundialistas europeos no están dispuestos a variar el rumbo y, ocurra lo que ocurra, no van a renunciar al objetivo de aniquilar la cultura europea y destruir nuestro viejo continente. Cuentan para ello con poderosísimos apoyos económicos y mediáticos.
La única esperanza que queda es el rechazo masivo de los ciudadanos europeos a las siniestras pretensiones de los líderes continentales. Hay algunos datos que nos invitan al optimismo. Crece el rechazo a la llegada de inmigrantes. A principios de este año se llevó a cabo una encuesta entre ciudadanos de 10 países europeos: Se les preguntó si estaban o no de acuerdo con la inmigración musulmana en sus países. En ocho de esos diez países, incluidos Francia y Alemania, los ciudadanos respondieron negativamente.
En las últimas décadas, Europa ha pretendido redefinirse apostando por el fracasado modelo de la “diversidad”. A medida que el terrorismo crecía y llegaban más inmigrantes, la opinión pública comenzó a mostrarse refractaria. Hoy, la “diversidad” sólo es defendida por las élites. Sospechosamente sordas al creciente clamor en contra, insisten en este modelo como el único posible para Europa.
Las políticas migratorias que promueven las élites europeas nos sugieren que estamos hablando de auténticos psicópatas suicidas. Descartada la posibilidad de que cambien, sólo nos queda aferrarnos a una gigantesca movilización de los ciudadanos europeos en contra de sus dirigentes. Muchos apostamos por esa acción movilizadora como el único camino hacia nuestra supervivencia.
A lo largo de la crisis migratoria de los últimos años he viajado por el continente, desde las islas de recepción hasta los suburbios en los que acaban. Esto no sucedería si algunos gobiernos no les invitasen a venir. Angela Merkel fue la primera en invitarles a establecerse junto a sus familias. Luego admitió que nadie esperaba que se quedaran.
Sin embargo, se quedaron. Y lo hicieron pese a que no habían puestos de trabajo para ellos. Y el problema es que siguen llegando. Y más aún que los dirigentes europeos no hacen nada por remediarlo.
Los barcos salen regularmente de Turquía y del norte de África para entrar ilegalmente en Europa. Los sirios que huían de la guerra civil fueron los primeros en llegar de forma masiva. Luego les siguieron gente del África subsahariana, del norte de África, del Medio y Extremo Oriente.
Aunque la mayoría de medios informativos no se ocupan de los inmigrantes, estos siguen llegando en gran número. Cerca de 10.000 personas alcanzan territorio italiano cada semana. ¿Dónde van después? ¿Qué esperan? ¿Y qué esperamos de ellos?
Para encontrar la respuesta a estas y otras preguntas es necesario formular otras más profundas. ¿Por qué Europa decidió que podía acoger a los pobres y desposeídos del mundo? ¿Por qué decidimos que cualquier persona que huyese de la guerra, o simplemente buscara una vida mejor, terminara llegando a Europa y estableciéndose en ella, en la mayoría de los casos a costa de los recursos públicos?
La razón principal está, una vez más, en el sentimiento de culpa que las autoridades alemanas siguen alimentando. Este sentimiento de culpa se ha extendido a buena parte del continente e incluso ha alcanzado a nuestros primos culturales de América y Australia. Hemos aceptado que somos los culpables de todos los males que han ocurrido en el mundo, desde el supuesto holocausto a la esclavitud, y que tenemos que expiar ese “pecado” siendo castigados, incluso si el resultado no es otro que el cambio demográfico en nuestros países.
La canciller alemana Angela Merkel creó las condiciones que han hecho posible este sentimiento colectivo de culpa. Ella acarrea con una tremenda responsabilidad. Geert Wilders, diputado de los Países Bajos, la acusó de tener sangre en sus manos. Lleva razón.
Cuando Merkel decidió abrir las puertas de Alemania a cientos de miles de musulmanes de Oriente Medio y otros países más lejanos, tuvo que saber que los yihadistas se ocultaban entre la gente que entraba en avalancha. También tuvo que saber que la policía alemana no tenía forma de controlar la masa que entraba y que se vería rápidamente superada por el número de gente que tendría que controlar. Y aún así, lo hizo.
Cuando se produjeron cientos de violaciones y agresiones sexuales en Colonia y otras ciudades de Alemania en Nochevieja el año pasado, dijo que los perpetradores serían castigados “con independencia de su origen”, pero no cambió su política. Cuando se produjeron ataques en Hanover, Essen, Wurzburgo y Múnich, tardó en hacer declaraciones, y después pronunció frases esterilizadas sobre la “necesidad” de combatir el crimen y el terrorismo. Pero siguió sin cambiar de política.
No cambió de postura hasta hace poco, al parecer porque quería volver a ser candidata en 2017 y estaba viendo decrecer su popularidad.
Es imposible que ignorara las advertencias de los servicios de inteligencia alemanes y estadounidenses respecto a que los terroristas del Estado Islámico se estaban ocultando entre los refugiados y que planeaban utilizar camiones en atentados en periodo navideño. La situación soportada por los alemanes ha sido extremadamente difícil de sobrellevar durante más de un año. La tasa de crímenes se ha disparado; han entrado enfermedades erradicadas hace décadas, sin vacunas –que se dejaron de fabricar hace tiempo– para tratarlas; el Gobierno está confiscando segundas viviendas para acoger a los migrantes sin compensar a los dueños, y así sucesivamente. No llevó mucho tiempo descubrir que el principal sospechoso del atentado en Berlín era un solicitante de asilo que vivía en un centro de refugiados.
En otro país, Merkel habría tenido que dimitir por la vergüenza; en Alemania, se presenta a la reelección.
La población alemana está envejecida y la tasa de natalidad es peligrosamente baja: 1,38 hijos por cada mujer. Los inmigrantes están reemplazando a la población alemana, que ha ido desapareciendo poco a poco. Los alemanes que fallecen son cristianos o, más a menudo, laicistas no religiosos. Como en todas partes en Europa, el cristianismo está desapareciendo; los inmigrantes que están reemplazando a los alemanes son musulmanes.
La economía alemana sigue fuerte, pero está perdiendo impulso. Los retornos sobre el capital invertido van en descenso. En un momento en que el capital humano es la principal fuente de beneficios, el alemán está colapsando: la gente de países subdesarrollados no puede reemplazar fácilmente a los alemanes, altamente cualificados. La mayoría no tiene competencias para competir en el mercado; los recién llegados permanecen mucho tiempo en el paro y la dependencia. Del millón doscientos mil migrantes que llegaron a Alemania en 2014 y 2015, sólo 34.000 encontraron trabajo. Si la tasa de desempleo es baja, es porque hay una creciente escasez de trabajo: hoy, el 61 % de los alemanes tiene entre 20 y 64 años. Se espera que, para mediados de siglo, la cifra caiga al 41 %.
Los discursos de la propaganda políticamente correcta que se emiten infatigablemente en Alemania –como en el resto de Europa– nunca hablan de demografía. En su lugar, refutan cualquier evidencia de que la economía alemana no vaya bien. También dicen que el islam y el cristianismo son equivalentes; son obstinadamente ciegos al hecho de que el islam es más que una religión: es un sistema político, económico y moral que abarca todos los aspectos de la vida, y que jamás ha coexistido durante mucho tiempo o en paz con una cultura distinta a la suya. Estos discursos ignoran casi completamente el auge del islam radical y el terrorismo islámico; sostienen, en cambio, que el islam radical es una confesión marginal, y que el terrorismo islamista sólo recluta a lobos solitarios o enfermos mentales. Sobre todo, repiten constantemente que cualquier crítica a la migración o el islam es ignominiosa y racista.
La población alemana está intimidada por el miedo, por la conducta antisocial de muchos inmigrantes y por la política de declaraciones de sus propios Gobiernos. Muchos alemanes ni siquiera se atreven a hablar. Los que usan el transporte público se resignan a los insultos. Agachan la cabeza y corren a refugiarse en sus casas. La asistencia a restaurantes y cines está cayendo en picado. Las mujeres se han resignado a llevar ropas “modestas” y a cuidarse de no salir solas. Las protestas organizadas por Pegida (Europeos Patriotas contra la Islamización de Occidente) jamás han atraído a más de un millar de personas después de que sacaran una foto de su fundador donde aparecía caracterizado de Hitler.
Alternativa para Alemania (AfD), el partido que pide frenar la inmigración musulmana en Alemania y no deja de sumar votos, sigue siendo no obstante un partido minoritario. La ley que condena la incitación al odio (Volksverhetzung), presumiblemente concebida para evitar una vuelta a las ideas nazis, es esgrimida como una espada contra cualquiera que hable con demasiada crudeza de la creciente islamización del país.
Nada describe mejor el actual estado de Alemania que el triste destino de Maria Landenburger, una muchacha de 19 años asesinada a principios de diciembre. Maria Landenburger, miembro de una organización de ayuda a los refugiados, estaba entre los que dieron la bienvenida a los migrantes en 2015. Fue violada y asesinada por una de las personas a las que estaba ayudando. Su familia pidió a quienes quisieran rendir homenaje a su hija que donaran dinero a a las asociaciones de ayuda a los refugiados, para que pudieran venir más refugiados a Alemania.
La gran mayoría de los alemanes no quiere ver que Alemania está en guerra porque un enemigo inmisericorde se la ha declarado. No quieren ver que se ha declarado la guerra contra la civilización occidental.
Aceptan la derrota y hacen dócilmente lo que los yihadistas quieren que hagan: someterse.
En un análisis sobre el atentado del 19 de diciembre contra el mercado navideño, el periodista alemán Josef Joffe, director de Die Zeit, explicó la decisión de Merkel de acoger a los refugiados como “un acto de expiación”, y una forma de dar cobijo a una población amenazada siete décadas después del Holocausto. También explicó la pasividad de muchos alemanes por un sentimiento de culpa colectiva.
Si muchos alemanes se sienten llenos de culpa colectiva dando la bienvenida a cientos de miles de musulmanes que dicen abiertamente que quieren sustituir la cultura cristiana de Alemania con el islam, y que están reemplazando a su población cristiana con una musulmana –que incluirá asesinos despiadados entre sus filas–, es una prueba de que, o bien los alemanes se odian hoy tanto a sí mismos que desean su propia destrucción, o bien han perdido la voluntad de plantar cara por aquello que les importa: un acto al que se le llama rendición.
También hay, para Europa, el sentido de lo que llamamos cansancio -el sentimiento de que la historia podría haberse agotado: que hemos intentado la religión, todas las formas imaginables de la política, y que cada una de ellas, una tras otra, nos ha llevado al desastre . Cuando contaminamos todas las ideas que tocamos, tal vez un cambio sea tan bueno como un descanso.
A menudo se argumenta que nuestras sociedades son viejas, con una población gris, y por eso necesitamos inmigrantes. Cuando se cuestionan estas teorías -por ejemplo, por qué la próxima generación de la fuerza de trabajo de Alemania no puede venir de Grecia desempleada en lugar de Eritrea- se nos dice que necesitamos trabajadores poco calificados que no hablan nuestras lenguas porque hace que Europa sea más interesante culturalmente. Es como si un gran agujero estuviera en el corazón de la cultura de Dante, Bach y Wren.
Cuando la gente objeta que a una mayor inmigración de países musulmanes, aumenta el riesgo de atentados terroristas, se le dice que es algo inevitable debido a la globalización. Algo así como un “mal menor” con el que hay que aprender a convivir.
Los políticos mundialistas europeos no están dispuestos a variar el rumbo y, ocurra lo que ocurra, no van a renunciar al objetivo de aniquilar la cultura europea y destruir nuestro viejo continente. Cuentan para ello con poderosísimos apoyos económicos y mediáticos.
La única esperanza que queda es el rechazo masivo de los ciudadanos europeos a las siniestras pretensiones de los líderes continentales. Hay algunos datos que nos invitan al optimismo. Crece el rechazo a la llegada de inmigrantes. A principios de este año se llevó a cabo una encuesta entre ciudadanos de 10 países europeos: Se les preguntó si estaban o no de acuerdo con la inmigración musulmana en sus países. En ocho de esos diez países, incluidos Francia y Alemania, los ciudadanos respondieron negativamente.
En las últimas décadas, Europa ha pretendido redefinirse apostando por el fracasado modelo de la “diversidad”. A medida que el terrorismo crecía y llegaban más inmigrantes, la opinión pública comenzó a mostrarse refractaria. Hoy, la “diversidad” sólo es defendida por las élites. Sospechosamente sordas al creciente clamor en contra, insisten en este modelo como el único posible para Europa.
Las políticas migratorias que promueven las élites europeas nos sugieren que estamos hablando de auténticos psicópatas suicidas. Descartada la posibilidad de que cambien, sólo nos queda aferrarnos a una gigantesca movilización de los ciudadanos europeos en contra de sus dirigentes. Muchos apostamos por esa acción movilizadora como el único camino hacia nuestra supervivencia.
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