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Así degollaron los comanches a decenas de españoles en el Lejano Oeste de la Monarquía Hispánica

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Así degollaron los comanches a decenas de españoles en el Lejano Oeste de la Monarquía Hispánica Empty Así degollaron los comanches a decenas de españoles en el Lejano Oeste de la Monarquía Hispánica

Mensaje por Infornauta Miér Dic 09, 2020 4:07 pm

El 16 de marzo de 1758, unos dos mil indios asaltaron la misión de San Sabá, ubicada en Texas, y aniquilaron a todos los que residían en ella. El suceso es recordado como uno de los más tristes de nuestro castizo far west

Con permiso de García Márquez, los tristes hechos que hicieron estremecerse a los españoles de la Misión de Santa Cruz de San Sabá (ubicada en Texas) allá por 1758 fueron la crónica de una muerte anunciada. Ya lo dijo el Padre Presidente al mando antes de que se abrieran de par en par las puertas del averno: «Todo el infierno junto está confederado para impedir esta empresa». Se marchó de este mundo sabiendo que tenía razón, aunque fue la única satisfacción que se llevó a la tumba cuando miles de comanches, ataviados con sus pinturas de guerra, penetraron feroces en la hacienda y pasaron a cuchillo a los religiosos, civiles y soldados que la habitaban.

Lo acontecido en la Misión supuso el culmen de una escalada de tensión y violencia que había enrarecido, durante muchas décadas, las relaciones entre los nativos comanches y los españoles afincados en la frontera norte de Texas. Aunque todavía hoy existe controversia sobre su finalidad. Algunos consideran el ataque un mero golpe mano para obtener vituallas y caballos de una hacienda ubicada demasiado cerca de territorio hostil. En cambio, otros tantos como el investigador y divulgador histórico León Arsenal son partidarios de que la razzia estaba planeada hasta en el más mínimo detalle y anhelaba sembrar la semilla del terror entre los soldados hispanos para ahuyentarlos; algo que confirma en su reciente «Enemigos del Imperio» (Edaf).

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Restos del presidio de San Luis de las Amarillas

Si su objetivo era valerse del miedo el resultado fue desigual. Es bien cierto que la noticia del ataque y de las barbaridades perpetradas contra los religiosos se extendieron por todos los terrenos de Ultramar. Y si no, valga como ejemplo que el mismísimo Fray Junípero Serra hizo referencia a ellas en una misiva enviada, el 29 de septiembre de ese mismo año, a su amigo Miquel de Petra: «[Oí que] fueron los cristianos del cercano presidio en busca de los cadáveres para darles sepultura, y a los seis días fue hallado el del Padre Fr. Joseph. La cabeza poco apartada del cuerpo con las mismas circunstancias. Su cuerpo ceñido de tres cilicios de hierro». Los pueblos, a su vez, se llenaron con crónicas que narraban las crueldades de los nativos.


Sin embargo, tan cierto como ello es que, sabedor de que no podía permitirse el privilegio de dejar pasar aquella afrenta si quería mantener el orden entre el resto de tribus locales, Diego Ortiz de Parrilla dirigió en agosto una columna de medio millar de hombres que, armados y con sed de venganza, se adentraron en territorio enemigo para castigar, hierro y fuego mediante, a los culpables. El resultado fue una serie de batallas sucesivas que, aunque no ayudaron a expandir el todavía extenso Imperio español en la región, si contuvieron el ímpetu comanche. Así lo confirman Fernando Martínez Laínez y Carlos Canales en su obra «Banderas Lejanas»: «A finales del verano de 1759 todo estaba listo para castigar a los culpables de la masacre, […] que terminó el 25 de octubre».

Problemas entre indios

Esta historia de nuestro particular y desconocido far west comenzó después de una extensa (que no por ello buena) relación con los nativos. En pleno siglo XVIII, con Nuevo México, Texas y Luisiana compartiendo frontera con las tribus locales, América del Norte se había convertido en una verdadera mezcolanza de pueblos. Y todos ansiosos por hacerse con su particular hueco en la zona. De entre ellos, sin embargo, hubo dos que cobraron relevancia por sus constantes luchas internas: los comanches (belicosos y siempre ansiosos por robar caballos a la Monarquía hispánica, a la que solían estorbar de forma intermitente) y los apaches (igual de beligerantes, pero acostumbrados a saborear la derrota cuando se enfrentaban a sus hermanos).

A mediados del siglo XVIII la situación albergaba sus claros y sus oscuros. Al Imperio español, ajeno hasta entonces a las luchas entre tribus, no le quedó más remedio que ponerse en guardia para defender sus territorios de los revoltosos comanches. El gobernador Tomás Vélez de Cachupín tuvo suerte en Nuevo México y, tras organizar una expedición de castigo, consiguió aplacar la sed de territorios y combates de sus enemigos. En Texas, por su parte, la tensión aumentó cuando estos nativos iniciaron una campaña contra los apaches lipanes, también enemigos de la Corona (aunque menos peligrosos que sus colegas, todo sea dicho), en las cercanías de la frontera norte.

Los nuestros hubieran preferido quedarse al margen de aquella guerra, pero pronto cambiaron de parecer cuando, según desvela Arsenal en su obra, «en agosto de 1749, cuatro jefes apaches acudieron a San Antonio para pedir a los españoles no solo la paz, sino una alianza y armas de fuego para luchar contra los comanches». Diría el refranero, siempre sabio, que la ocasión la pintan calva. O también que a los nuestros se les presentó una posibilidad inigualable de matar dos pájaros de un mosquetazo. Y es que podían, a la vez, terminar con una contienda abierta desde hacía décadas y detener las ansias expansionistas de los comanches sin necesidad de malgastar ni una sola vida española. Huelga decir la decisión que tomaron.

Nace San Sabá

En esas andábamos por los páramos de Texas cuando, en 1757, los apaches invitaron a los españoles a establecer una avanzadilla en las cercanías de Menard, al norte de San Antonio. La idea no era mala, al menos para ellos, pues les garantizaba ubicar una fuerza de soldados en plena Apachería que hiciera las veces, como señalan Laínez y Canales, de escudo protector frente a los comanches. ¿Qué obtenía nuestro país a cambio? Saciar las ansias franciscanas de situar una misión en dicho territorio para comenzar la cristianización de los nativos. Si había dudas sobre qué diantres hacer, estas se disiparon cuando el propietario de las minas de La Vizcaína y del Real Monte, Pedro Romero de Terreros, se ofreció a sufragar de su bolsillo los emplazamientos.
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Destrucción de San Sabá

A cambio, el empresario solicitó que las misiones en cuestión estuviesen a las órdenes de su primo, Fray Alonso Giraldo de Terreros. Nimia petición si con ello el virreinato se ahorraba el pellizco que suponía instalar los emplazamientos. Con todo, sorprende la selección de un religioso que, poco antes de partir hacia su nuevo destino, envió una serie de cartas a su pariente confesándole que, «después de tantos años de práctica con los de esta tierra ya estoy aburrido» y que «según están las cosas, y la falta de gente, no me parece posible ni en tres, ni en seis años» acometer la teoría de cristianizar a los apaches.

Más allá de las dudas de Fray Alonso, la propuesta no tardó en aceptarse y, poco después, ese mismo año, se instaló en el seno de la Apachería la Misión de Santa Cruz de San Sabá. En un intento de garantizar su protección se levantó también el presidio de San Luis de las Amarillas, al mando del capitán Parrilla, aunque algo alejado para evitar que los soldados se sintiesen atraídos por las nativas. En la operación hubo implicadas unas 300 personas entre colonos, combatientes, frailes y misioneros. Cifra más que considerable para la época, como bien determinan los autores españoles. En principio se planteó crear otra hacienda, pero la posibilidad se rechazó por los problemas a la hora de poner en funcionamiento la primera.

Triste matanza

La labor de ambos emplazamientos continúo de forma habitual hasta que, a finales de otoño, grupos de exploradores apaches arribaron a la Misión para informar de que un gigantesco contingente comanche merodeaba por la zona. Desconocían sus intenciones, pero no parecían amigables. Las noticias de continuos saqueos y ataques a las partidas españolas hicieron que Parrilla solicitase a los religiosos protegerse en el presidio, pero estos rechazaron la invitación. ¿Por qué? En su magna «San Sabá. Misión para los apaches», Juan M. Romero de Terreros ofrece la teoría de que «ignoraba que los comanches hubieran conseguido extender sus alianzas a un gran número de tribus, siendo capaces de movilizar a un número de guerreros nunca conocido en la frontera».

Los pilares del desastre se habían levantado. Al alba del 16 de marzo de 1758, unos dos mil guerreros, la mitad armados con fusiles franceses, se presentaron en la Misión. Sus intenciones eran inciertas, pero el elevado número hizo que, en primer término, los escasos soldados presentes en el lugar cerraran las puertas. Desde las rejas, con el miedo en el cuerpo, el cabo Asensio Cadena les exigió identificarse. Algunos de ellos respondieron que iban en busca de sus enemigos apaches. El reloj marcaba las 7 de la mañana, y la situación era tan precaria que el militar prefirió permitirles entrar en el lugar. De todas formas, debió pensar, era imposible contenerles.

Todo ocurrió a la velocidad del rayo. El padre Terreros recibió a los nativos con las clásicas baratijas, un presente típico para calmar los ánimos. Sin embargo, cuando los regalos se terminaron, los indios exigieron la entrega de los caballos que hubiera en el complejo. El fraile, suspicaz, alegó que no podía ofrecérselos, pero les dio una nota manuscrita que podían llevar hasta el presidio para que el capitán Parrilla se los entregase. Lo que buscaba, en realidad, era la ayuda de los militares del presidio. No era malo el plan, pero sí lo fue el resultado. «Al cabo de un tiempo varios de los indios que habían ido al presidio volvieron diciendo que les habían disparado y habían perdido tres hombres», añaden los autores españoles en su obra.

Entonces se desató el desastre. Terreros se ofreció a volver con ellos al presidio para solucionar el conflicto con Parrilla, pero fue abatido a tiros en la puerta con el soldado que se disponía a viajar con él. La ira comanche terminó de desatarse con la quema de la empalizada. El resto de habitantes de la Misión se escondieron en sus viviendas, pero les sirvió de poco. Narra Arsenal que, cuando entraron, «asesinaron a ocho frailes y apaches» sin piedad. Solo escapó uno. «A los religiosos los decapitaron, lo mismo que a la estatua de San Francisco que presidía la nave de la iglesia. Mancillaron los objetos sacros, lo destrozaron todo», añade, El crimen más escalofriante fue dejar el cuerpo sin cabeza de un fraile sobre el altar.

Así lo explicó, a la postre, el mencionado Junípero Serra:

«Fueron los cristianos del cercano presidio en busca de los cadáveres para darles sepultura, y a los seis días fué hallado el del Padre Fr. Joseph [de Santiesteban], respirando un suave olor destilado de las cortaduras de la sangre fresca. La cabeza poco apartada del cuerpo con las mismas circunstancias. Su cuerpo ceñido de tres cilicios de hierro. Enterráronlo allí mismo cubriéndolo con tierra, sobre la cual luego salió una muy lozana macolla de maíz, que es lo que allá con razón llamáis trigo de las Indias, prodigio (así parece) que a mi ver puede significarnos que el grano de trigo que está bajo tierra muerto, nos promete mucho fruto en el logro de las almas de aquellos miserables. Así sea. Amén».

Los comanches atacaron también el presidio, pero fueron rechazados a costa de la vida de ocho combatientes (un tercio de la fuerza). Así terminó la escasa vida de la Misión de San Sabá, aunque no su leyenda. Y es que, en los meses siguientes, fueron decenas los relatos que hablaron de su triste devenir. Fray Fidel de Lejarza, contemporáneo de los hechos, escribió una relación de lo acaecido en la que explicó que los comanches «llegaron a las siete de la mañana y cercaron la Misión» y confirmó que la cifra de residentes en ella era de cinco militares, tres religiosos, cinco mujeres, diez muchachos, dos apaches y cuatro civiles más. También dedicó unas líneas a la defensa por parte de todos ellos del lugar: «Cercados pero animosos… y animando unos a otros gritaban a voz en cuello: antes muertos que rendidos, guerra, guerra, fuego, fuego».

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