El mito de la España "paraíso de las tres culturas"
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Abraham
Artenauta
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La patraña de las tres culturas
Es mentira. El cuento de que aquí moros, cristianos y judíos convivíamos en fraternal armonía es una falacia. Ni había igualdad, ni tolerancia, ni mestizaje, ni la sociedad musulmana era un paraíso de sabiduría y bienestar.
Desde el mismo momento en que el islam entró a zurriagazos en La Península, estuvimos en guerra con él (y entre nosotros, pero es que nosotros somos así) Y sí, había cristianos en zona musulmana y viceversa. Ciudadanos de segunda. Pagaban impuestos adicionales, vivían en barrios separados e incluso leyes especiales impedían la mezcla, la convivencia y hasta que musulmanes vistieran como cristianos, cristianos como musulmanes o judíos como cualquiera de los anteriores.
El mismo Alfonso X, según los culturetas modernos paradigma de la armonía entre las tres culturas, legislaba contra los matrimonios de cristianos con musulmanes o judíos. Los moros nos consideraban literalmente animales (algunos, lo siguen pensando) y los judíos hablaban de la actual España como “la tierra maldita”. Averroes, el filósofo musulmán que siempre ponen de ejemplo los defensores del cuento de las tres culturas, fue desterrado por su propia gente por considerar que se había alejado de la fe mahometana.
La inmensa mayoría de los avances que hoy nos venden como pertenecientes a la presencia musulmana son en realidad de otras culturas o simples mejoras de avances ya existentes. Hoy tratan de vendernos que la sociedad musulmana era un ejemplo de prosperidad e innovación, pero bajo su dominio nuestros antepasados eran esclavizados. No en vano, la mayoría de los países musulmanes no han abolido la esclavitud hasta hace cuatro días, como aquel que dice. Y en muchos de ellos sigue existiendo de forma más o menos encubierta.
Los últimos estudios genéticos de diversas universidades europeas han confirmado que nuestros antepasados no recibieron apenas aporte genético que no fuera el sustrato ibero original. El dominio musulmán era militar, político y religioso, pero no demográfico. Esa invasión, la demográfica, la sufrimos ahora, no en la Edad Media.
Las expulsiones de unos y de otros se produjeron por el bien de la estabilidad social y de la seguridad de nuestro pueblo. La difícil convivencia con la judería daría para otro artículo (o para una enciclopedia) y en cuanto a los moriscos, lejos de integrarse en la España de aquellos tiempos, provocaban disturbios y ayudaban a los piratas turcos ¿Les suena de algo esa situación?
Hace 450 años los piratas turcos, con la complicidad de los moriscos, atacaban nuestras costas y mataban a todo el que no podían llevarse como esclavo. Hoy, los terroristas atacan con la complicidad de moderados e instituciones (sí, lo de las instituciones no pasaba con los Austrias) La única diferencia positiva es que no se llevan a nadie como esclavo. De momento…
No tenemos ninguna deuda histórica con ellos. No tenemos nada de lo que arrepentirnos y, por supuesto, no tenemos por qué pedir perdón… Excepto por el humillante y ridículo comportamiento de nuestros gobernantes en el siglo XXI.
Ana Pavón
Desde el mismo momento en que el islam entró a zurriagazos en La Península, estuvimos en guerra con él (y entre nosotros, pero es que nosotros somos así) Y sí, había cristianos en zona musulmana y viceversa. Ciudadanos de segunda. Pagaban impuestos adicionales, vivían en barrios separados e incluso leyes especiales impedían la mezcla, la convivencia y hasta que musulmanes vistieran como cristianos, cristianos como musulmanes o judíos como cualquiera de los anteriores.
El mismo Alfonso X, según los culturetas modernos paradigma de la armonía entre las tres culturas, legislaba contra los matrimonios de cristianos con musulmanes o judíos. Los moros nos consideraban literalmente animales (algunos, lo siguen pensando) y los judíos hablaban de la actual España como “la tierra maldita”. Averroes, el filósofo musulmán que siempre ponen de ejemplo los defensores del cuento de las tres culturas, fue desterrado por su propia gente por considerar que se había alejado de la fe mahometana.
La inmensa mayoría de los avances que hoy nos venden como pertenecientes a la presencia musulmana son en realidad de otras culturas o simples mejoras de avances ya existentes. Hoy tratan de vendernos que la sociedad musulmana era un ejemplo de prosperidad e innovación, pero bajo su dominio nuestros antepasados eran esclavizados. No en vano, la mayoría de los países musulmanes no han abolido la esclavitud hasta hace cuatro días, como aquel que dice. Y en muchos de ellos sigue existiendo de forma más o menos encubierta.
Los últimos estudios genéticos de diversas universidades europeas han confirmado que nuestros antepasados no recibieron apenas aporte genético que no fuera el sustrato ibero original. El dominio musulmán era militar, político y religioso, pero no demográfico. Esa invasión, la demográfica, la sufrimos ahora, no en la Edad Media.
Las expulsiones de unos y de otros se produjeron por el bien de la estabilidad social y de la seguridad de nuestro pueblo. La difícil convivencia con la judería daría para otro artículo (o para una enciclopedia) y en cuanto a los moriscos, lejos de integrarse en la España de aquellos tiempos, provocaban disturbios y ayudaban a los piratas turcos ¿Les suena de algo esa situación?
Hace 450 años los piratas turcos, con la complicidad de los moriscos, atacaban nuestras costas y mataban a todo el que no podían llevarse como esclavo. Hoy, los terroristas atacan con la complicidad de moderados e instituciones (sí, lo de las instituciones no pasaba con los Austrias) La única diferencia positiva es que no se llevan a nadie como esclavo. De momento…
No tenemos ninguna deuda histórica con ellos. No tenemos nada de lo que arrepentirnos y, por supuesto, no tenemos por qué pedir perdón… Excepto por el humillante y ridículo comportamiento de nuestros gobernantes en el siglo XXI.
Ana Pavón
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El falso mito de la tolerancia en Al-Ándalus, un régimen humillante para cristianos y judíos
La discriminación legal varió en función del incremento o relajación del islamismo que se destilaba desde el poder central. Por momentos, las diferencias rozaron la humillación, como en el caso de la prohibición de llevar o guardar armas o la de no vestir como los musulmanes, a los que había que honrar y respetar. Un cristiano debía levantarse si entraba un musulmán y solo podía pasarle por el lado izquierdo, considerado maldito
Tolerar a alguien mirándolo desde arriba convierte la palabra tolerancia en algo vacío. El mundo anglosajón hace tiempo que demostró que no basta con tolerar al otro en su barrio o en su reserva india, viviendo en una dimensión paralela, sin interactuar con los que son diferentes ni cruzando los límites de su zona de confort. Para una convivencia plena es necesario ir más allá: hacer un esfuerzo por comprender y asimilar al otro. Tratarlo de tú a tú, y darle las mismas oportunidades y derechos. Ni en la Edad Media cristiana ni en la musulmana se dieron las condiciones para algo parecido.
El concepto de tolerancia es algo contemporáneo, que no se puede extrapolar a la Edad Media como habitualmente han hecho los que defienden que en Al-Ándalus convivieron de forma pacífica tres religiones. Ciertamente, en la sociedad andalusí hubo una coexistencia, pero con una separación de carácter legal entre unas comunidades y una cesión de espacios obligada, en parte, porque los invasores no estaban en condiciones de implantar sus creencias.
Lo primero que hay que tener en cuenta es que la historia de Al-Ándalus se prolongó durante casi ocho siglos con escenarios completamente distintos, según qué etapa. Se antoja un error imaginar el Imperio romano, con siglos y siglos de existencia, como una civilización inmutable, exactamente igual en tiempos de la república que en el reinado de, por ejemplo, el Emperador Trajano. O hablar siempre del Antiguo Egipto con la estampa de las grandes pirámides de fondo, cuando la construcción de estos monumentos funerarios se limitó a un periodo concreto dentro de una civilización con 3.000 años de existencia. Del mismo modo, no es lo mismo hablar de tolerancia en la época del Califato que hacerlo tras las invasiones que se produjeron en el siglo XI de radicales religiosos procedentes del Norte de África.
La tensión interna entre árabes (a su vez enfrentados entre qaysíes y yemeníes) y bereberes protagonizó estos primeros años de Al-Ándalus, permitiendo que muchos líderes cristianos sacaran ventajas de la guerra civil y de la inestabilidad del nuevo régimen.
Como cuenta el doctor Juan Abellán Pérez en el libro coordinado por Vicente Ángel Álvarez Palenzuela «Historia de España de la Edad Media» (Ariel), los jefes visigodos recibieron distintos tratos en función a si durante la conquista habían ejercido oposición o no. A los hostiles se les exigió sumisión total al Islam (sulh), mientras a los que no se resistieron únicamente se les reclamó respeto a la autoridad política (‘ahd). No en vano, y tal vez esta es la base del mito de la buena vecindad entre religiones, en ambos casos se garantizó su vida y sus creencias a cambio de pagar un impuesto personal o capitación en metálico (yizya), aparte de la contribución territorial en especie (jaray), que debían pagar incluso si optaban por convertirse a la fe de los conquistadores. También las posesiones de la Iglesia fueron respetadas en este tipo de pactos que primaron el pragmatismo por encima de los dogmas religiosos:
«Que no se confiscarán sus propiedades ni serán esclavizados. Que no serán separados de sus mujeres e hijos, ni serán asesinados. Que no serán quemadas sus iglesias ni expoliados los objetos de culto que contienen. Que no serán discriminados ni aborrecidos por sus creencias religiosas».
Según datos muy aproximados, la población total antes del 711 era de entre 4.500.000 y 5.500.000, de los cuales cerca del 50% quedaron en territorio islámico, esto es, entre 2.250.000 y 2.750.000 indígenas. Los invasores, por otro lado, no pasaban de los 50.000 personas, incluidos mujeres y niños, pero nutrieron la minoría gobernante. La nueva estructura social se dividió entre los creyentes (umma), formada por bereberes y las muchas tribus y clanes árabes, y los denominados protegidos (dimmíes), integrada por la población cristiana y judía que siguió viviendo en Al-Andalus. La llamada «gente del Libro», el grupo más numeroso de la población libre, pudo conservar así su religión dentro de la sociedad islámica y procuró imitar las costumbres árabes, hasta el punto de que se les acabó denominando «aquellos que pretenden ser árabes», esto es, mozárabes.
Estos grupos constituyeron importantes comunidades en zonas urbanas, donde siguieron rigiéndose por el derecho visigodo y mantuvieron su organización eclesiástica intacta hasta el siglo XI. Incluso gozaron de autonomía interna, pudiendo elegir a sus autoridades bajo, eso sí, la aprobación de los walíes musulmanes. A la cabeza de estas comunidades se encontraba un conde, encargado de entregar la recaudación a los musulmanes, aunque era un juez musulmán y un jefe de policía quienes regulaban las relaciones de estos mozárabes con la umma.
A largo plazo, sin embargo, los judíos y cristianos que no se convirtieron padecieron los estragos de un sistema legal, impuesto por una minoría no autóctona, que en función a los vaivenes políticos discriminaba más o menos a los no mahometanos. El resultado es que en Al-Ándalus convivieron dos sociedades duales, yuxtapuestas y claramente diferenciadas: la de los conquistadores y la de los conquistados. Entre los conquistados, se incluían también los muladíes, conversos de origen hispánico, que no gozaban de la misma igual que la clase árabe dominante, quien a su vez mantenía relegada a la de los bereberes.
La discriminación religiosa se difuminaba en muchos aspectos con las división social reinante. De hecho, la aristocracia hispana que se convirtió al Islam convivió a la perfección con la árabe, de modo que ambos unieron esfuerzos contra las revueltas de bereberes, eslavos y clases bajas. Porque, ya se sabe, poderoso caballero es don dinero.
Solo cien años después de la invasión musulmana, surgió un movimiento de descontentos hacia la consideración legal de los mozárabes en la ciudad de Córdoba. En una de las numerosas acentuaciones islámicas del Califato, Abd al-Rahman II suprimió bajo su reinado la tolerancia con los mozárabes e hizo que muchos muladíes fueron apartados o directamente eliminados de puestos de responsabilidad. A partir del año 850, un movimiento radical llamado mozarabismo contestó a esta oleada de discriminación de una manera muy particular. Los acontecimientos se precipitaron ese año con la condena a muerte de un clérigo y un mercader cordobeses acusados de blasfemos.
En dos meses, un total de 11 cristianos fueron crucificados o decapitados por blasfemar contra el Profeta de Alá, en lo que ha sido considerado un martirio voluntario organizado a modo de protesta por estos radicales. A pesar de que solo una pequeña parte de los mozárabes simpatizaban con el movimiento, los jueces islámicos iniciaron una escalada de ejecuciones que, según Sánchez Albornoz, superó ampliamente todos los procesos inquisitoriales contra judaizantes y luteranos en la España de Felipe II.
Ante el fracaso de la moderación religiosa, Muhámmad I aplicó una política de violencia para erradicar el problema del mozarabismo, lo cual logró a corto plazo. No obstante, esta estrategia de mano dura extendió a largo plazo el descontento a otras zonas y germinó en un sentimiento de nostalgia hacia el reino cristiano perdido, cuyas reclamaciones algunos vieron encarnadas en el Reino de Asturias.
Y precisamente el Rey de Asturias, Ordoño I, no dudó en apoyar una revuelta mozárabe en Toledo en el año 852. En la sucesiva batalla los cristianos fueron superados por las tropas de Muhámmad I, pero aún permaneció Toledo sublevada cinco años más. El movimiento radical perdió fuerza solo tras la política dura contra los cristianos y, a raíz de la muerte de San Eulogio en el 859, se encaminó hacia el ocaso.
No fue un episodio aislado. La desconfianza de los cristianos hacia las élites árabes que regían su estatus legal provocó un constante foco de tensiones que contradicen el mito de la paz religiosa en Al-Ándalus. Del mismo modo, la comunidad muladí encabezó en el año 880 otra protesta en Córdoba para reclamar una equiparación real.
La conflictiva sociedad de Al-Ándalus vivió la lucha de los convertidos al Islam para conseguir su equiparación con los invasores, en paralelo a la reclamación de los mozárabes y judíos para no perder su identidad y lograr la misma consideración legal que el resto.
Aclara el historiador Francisco de Asís Veas Arteseros en el capítulo «La civilización andalusí» del libro antes mencionado que «los practicantes de las religiones bíblicas eran tolerados, pero ello no suponía una equiparación con los musulmanes y su situación venía definida por el respeto que los islámicos debían manifestar por la religión, propiedades, leyes y costumbres de los protegidos».
En resumen, que se establecía una desigualdad perpetua, porque los protegidos no podían ser nunca ciudadanos del Islam dada su condición religiosa, ni podían participar en el mismo régimen político y fiscal que los creyentes. Tenían que pagar impuestos y multas superiores que los musulmanes.
Estas relaciones entre cristianos y musulmanes se regulaban mediante la «dimma» (el nombre con el que en el Islam se designa a los creyentes de religiones abrahámicas o monoteístas), que hacía que, por ejemplo, el testimonio de un cristiano y un mahometano no valiera lo mismo a nivel legal. Asimismo, los cristianos no podían casarse con musulmanas, pero si el matrimonio mixto era al revés, los hijos eran automáticamente musulmanes y los bienes de la esposa cristiana se los quedaba el marido.
La discriminación legal varió en función del incremento o relajación del islamismo que se destilaba desde el poder central. Por momentos, las diferencias rozaron la humillación, como en el caso de la prohibición de llevar o guardar armas o la de no poder vestir como los musulmanes, a los que había que honrar y respetar. Y, según explica Rafael Sánchez Saus en su libro «Al-Ándalus y la Cruz» (Stella Maris), un cristiano debía levantarse si entraba un musulmán en una habitación, y sólo podía pasarle por el lado izquierdo, considerado maldito.
Igualmente un cristiano no podía montar a caballo en presencia de un musulmán, ni podía tener servidumbre musulmana o esclavos que antes hubieran pertenecido a musulmanes, ni la casa de un cristiano podía ser más alta que la de ellos.
Todo ello dio lugar a la existencia de barricadas separadas en algunas ciudades, donde los cristianos tenían prohibido construir nuevos centros religiosos o intentar convertir a un islámico a su religión. Algo que también ocurría a la inversa en el territorio cristiano, con la salvedad de que allí nunca se ha generado el mito de la civilización pacífica y tolerante.
La presión económica, social y cultural ahogó con el tiempo lo que en los primeros años de la invasión había sido el grupo mayoritario de la población. La conversión de muchos mozárabes para integrarse de pleno derecho en la sociedad islámica (esto pensaban a nivel teórico) y la emigración de muchos a los reinos cristianos del norte, que demandaban colonos para las tierras conquistadas, redujeron paulatinamente esta población hasta que ya en tiempos de Almanzor era algo residual. El endurecimiento de su situación y el desprestigio de los cristianos y sus clérigos contribuyeron de forma crucial a esta reducción de la población mozárabe, sin desmerecer el papel que ejerció la asimilación de estos grupos a la cultura de los invasores. La utilización de la escritura y la lengua árabe no dejó de crecer en esta comunidad desde el año 711.
Los judíos, por su parte, estaban sometidos a las mismas normas que los cristianos, aunque ellos suponían una minoría dentro de Al-Ándalus. La población creció durante el emirato y el califato como consecuencia de la emigración desde el norte de África y de su papel económico y militar jugado durante la conquista de la Península. Esta minoría religiosa tenían comunidades destacadas en Toledo, Granada, Córdoba y Lucena. Las fuentes informan que se dedicaban sobre todo al comercio, artesanía, medicina, farmacia, filosofía, aunque buena parte eran simples trabajadores. Y, al igual que muchos mozárabes y muladíes, ocuparon puestos claves en el Califato. Fue el caso de Moshen ibn Hasday ibn Shaprut, médico personal de Abd al-Rahman III y gran propagador de la cultura hebrea en el ámbito andalusí.
Precisamente a mediados del siglo X, el Califato Omeya alcanzó su máximo esplendor cultural y urbanístico, hasta el extremo de que el geógrafo Ibn Hawqal la comparó con Bagdad o Constantinopla, por entonces las mayores urbes conocidas. La biblioteca de al-Hakam II estaba formado por una colección de entre veinte mil y cuarenta mil volúmenes, la cual nació y murió a manos de la misma civilización tan mitificada y pacífica. A instancias de los ulemas malikíes, Almanzor ordenó quemar buena parte de esta biblioteca que, más tarde, fue saqueada por almorávides y almohades. Estos dos grupos de radicales llegados de fuera de la Península hicieron de la revitalización de la ortodoxia islámica su bandera y jamás creyeron, ni por asomo, en tolerancias religiosas de ningún tipo o en cacharros parecidos.
Tolerar a alguien mirándolo desde arriba convierte la palabra tolerancia en algo vacío. El mundo anglosajón hace tiempo que demostró que no basta con tolerar al otro en su barrio o en su reserva india, viviendo en una dimensión paralela, sin interactuar con los que son diferentes ni cruzando los límites de su zona de confort. Para una convivencia plena es necesario ir más allá: hacer un esfuerzo por comprender y asimilar al otro. Tratarlo de tú a tú, y darle las mismas oportunidades y derechos. Ni en la Edad Media cristiana ni en la musulmana se dieron las condiciones para algo parecido.
El concepto de tolerancia es algo contemporáneo, que no se puede extrapolar a la Edad Media como habitualmente han hecho los que defienden que en Al-Ándalus convivieron de forma pacífica tres religiones. Ciertamente, en la sociedad andalusí hubo una coexistencia, pero con una separación de carácter legal entre unas comunidades y una cesión de espacios obligada, en parte, porque los invasores no estaban en condiciones de implantar sus creencias.
Un proceso de ocho siglos
Lo primero que hay que tener en cuenta es que la historia de Al-Ándalus se prolongó durante casi ocho siglos con escenarios completamente distintos, según qué etapa. Se antoja un error imaginar el Imperio romano, con siglos y siglos de existencia, como una civilización inmutable, exactamente igual en tiempos de la república que en el reinado de, por ejemplo, el Emperador Trajano. O hablar siempre del Antiguo Egipto con la estampa de las grandes pirámides de fondo, cuando la construcción de estos monumentos funerarios se limitó a un periodo concreto dentro de una civilización con 3.000 años de existencia. Del mismo modo, no es lo mismo hablar de tolerancia en la época del Califato que hacerlo tras las invasiones que se produjeron en el siglo XI de radicales religiosos procedentes del Norte de África.
En menos de tres años tras la batalla de Guadalupe, prácticamente la totalidad de la Península estaba en poder del Islam
Durante la primera fase de la conquista de la Península, el débil y dividido territorio visigodo fue arrasado por 7.000 guerreros bereberes y 5.000 árabes bajo la dirección de Musa ibn Nusair, primer valí de Al-Ándalus. Todo ello devino en una guerra donde se incentivó la conversión de la mayoría de la población local al Islam como parte de un juego de palos y zanahorias. En menos de tres años tras la batalla de Guadalete, prácticamente la totalidad de la Península estaba en poder del Islam.La tensión interna entre árabes (a su vez enfrentados entre qaysíes y yemeníes) y bereberes protagonizó estos primeros años de Al-Ándalus, permitiendo que muchos líderes cristianos sacaran ventajas de la guerra civil y de la inestabilidad del nuevo régimen.
El Rey Don Rodrigo arengando a sus tropas en la batalla de Guadalete, de Bernardo Blanco
Como cuenta el doctor Juan Abellán Pérez en el libro coordinado por Vicente Ángel Álvarez Palenzuela «Historia de España de la Edad Media» (Ariel), los jefes visigodos recibieron distintos tratos en función a si durante la conquista habían ejercido oposición o no. A los hostiles se les exigió sumisión total al Islam (sulh), mientras a los que no se resistieron únicamente se les reclamó respeto a la autoridad política (‘ahd). No en vano, y tal vez esta es la base del mito de la buena vecindad entre religiones, en ambos casos se garantizó su vida y sus creencias a cambio de pagar un impuesto personal o capitación en metálico (yizya), aparte de la contribución territorial en especie (jaray), que debían pagar incluso si optaban por convertirse a la fe de los conquistadores. También las posesiones de la Iglesia fueron respetadas en este tipo de pactos que primaron el pragmatismo por encima de los dogmas religiosos:
«Que no se confiscarán sus propiedades ni serán esclavizados. Que no serán separados de sus mujeres e hijos, ni serán asesinados. Que no serán quemadas sus iglesias ni expoliados los objetos de culto que contienen. Que no serán discriminados ni aborrecidos por sus creencias religiosas».
Conquistadores contra conquistados
Según datos muy aproximados, la población total antes del 711 era de entre 4.500.000 y 5.500.000, de los cuales cerca del 50% quedaron en territorio islámico, esto es, entre 2.250.000 y 2.750.000 indígenas. Los invasores, por otro lado, no pasaban de los 50.000 personas, incluidos mujeres y niños, pero nutrieron la minoría gobernante. La nueva estructura social se dividió entre los creyentes (umma), formada por bereberes y las muchas tribus y clanes árabes, y los denominados protegidos (dimmíes), integrada por la población cristiana y judía que siguió viviendo en Al-Andalus. La llamada «gente del Libro», el grupo más numeroso de la población libre, pudo conservar así su religión dentro de la sociedad islámica y procuró imitar las costumbres árabes, hasta el punto de que se les acabó denominando «aquellos que pretenden ser árabes», esto es, mozárabes.
Estos grupos constituyeron importantes comunidades en zonas urbanas, donde siguieron rigiéndose por el derecho visigodo y mantuvieron su organización eclesiástica intacta hasta el siglo XI. Incluso gozaron de autonomía interna, pudiendo elegir a sus autoridades bajo, eso sí, la aprobación de los walíes musulmanes. A la cabeza de estas comunidades se encontraba un conde, encargado de entregar la recaudación a los musulmanes, aunque era un juez musulmán y un jefe de policía quienes regulaban las relaciones de estos mozárabes con la umma.
A largo plazo, sin embargo, los judíos y cristianos que no se convirtieron padecieron los estragos de un sistema legal, impuesto por una minoría no autóctona, que en función a los vaivenes políticos discriminaba más o menos a los no mahometanos. El resultado es que en Al-Ándalus convivieron dos sociedades duales, yuxtapuestas y claramente diferenciadas: la de los conquistadores y la de los conquistados. Entre los conquistados, se incluían también los muladíes, conversos de origen hispánico, que no gozaban de la misma igual que la clase árabe dominante, quien a su vez mantenía relegada a la de los bereberes.
La discriminación religiosa se difuminaba en muchos aspectos con las división social reinante. De hecho, la aristocracia hispana que se convirtió al Islam convivió a la perfección con la árabe, de modo que ambos unieron esfuerzos contra las revueltas de bereberes, eslavos y clases bajas. Porque, ya se sabe, poderoso caballero es don dinero.
El descontento mozárabe
Solo cien años después de la invasión musulmana, surgió un movimiento de descontentos hacia la consideración legal de los mozárabes en la ciudad de Córdoba. En una de las numerosas acentuaciones islámicas del Califato, Abd al-Rahman II suprimió bajo su reinado la tolerancia con los mozárabes e hizo que muchos muladíes fueron apartados o directamente eliminados de puestos de responsabilidad. A partir del año 850, un movimiento radical llamado mozarabismo contestó a esta oleada de discriminación de una manera muy particular. Los acontecimientos se precipitaron ese año con la condena a muerte de un clérigo y un mercader cordobeses acusados de blasfemos.
En dos meses, un total de 11 cristianos fueron crucificados o decapitados por blasfemar contra el Profeta de Alá, en lo que ha sido considerado un martirio voluntario organizado a modo de protesta por estos radicales. A pesar de que solo una pequeña parte de los mozárabes simpatizaban con el movimiento, los jueces islámicos iniciaron una escalada de ejecuciones que, según Sánchez Albornoz, superó ampliamente todos los procesos inquisitoriales contra judaizantes y luteranos en la España de Felipe II.
Ante el fracaso de la moderación religiosa, Muhámmad I aplicó una política de violencia para erradicar el problema del mozarabismo, lo cual logró a corto plazo. No obstante, esta estrategia de mano dura extendió a largo plazo el descontento a otras zonas y germinó en un sentimiento de nostalgia hacia el reino cristiano perdido, cuyas reclamaciones algunos vieron encarnadas en el Reino de Asturias.
Y precisamente el Rey de Asturias, Ordoño I, no dudó en apoyar una revuelta mozárabe en Toledo en el año 852. En la sucesiva batalla los cristianos fueron superados por las tropas de Muhámmad I, pero aún permaneció Toledo sublevada cinco años más. El movimiento radical perdió fuerza solo tras la política dura contra los cristianos y, a raíz de la muerte de San Eulogio en el 859, se encaminó hacia el ocaso.
No fue un episodio aislado. La desconfianza de los cristianos hacia las élites árabes que regían su estatus legal provocó un constante foco de tensiones que contradicen el mito de la paz religiosa en Al-Ándalus. Del mismo modo, la comunidad muladí encabezó en el año 880 otra protesta en Córdoba para reclamar una equiparación real.
La diferencia legal entre cristianos y musulmanes
La conflictiva sociedad de Al-Ándalus vivió la lucha de los convertidos al Islam para conseguir su equiparación con los invasores, en paralelo a la reclamación de los mozárabes y judíos para no perder su identidad y lograr la misma consideración legal que el resto.
Aclara el historiador Francisco de Asís Veas Arteseros en el capítulo «La civilización andalusí» del libro antes mencionado que «los practicantes de las religiones bíblicas eran tolerados, pero ello no suponía una equiparación con los musulmanes y su situación venía definida por el respeto que los islámicos debían manifestar por la religión, propiedades, leyes y costumbres de los protegidos».
En resumen, que se establecía una desigualdad perpetua, porque los protegidos no podían ser nunca ciudadanos del Islam dada su condición religiosa, ni podían participar en el mismo régimen político y fiscal que los creyentes. Tenían que pagar impuestos y multas superiores que los musulmanes.
Estas relaciones entre cristianos y musulmanes se regulaban mediante la «dimma» (el nombre con el que en el Islam se designa a los creyentes de religiones abrahámicas o monoteístas), que hacía que, por ejemplo, el testimonio de un cristiano y un mahometano no valiera lo mismo a nivel legal. Asimismo, los cristianos no podían casarse con musulmanas, pero si el matrimonio mixto era al revés, los hijos eran automáticamente musulmanes y los bienes de la esposa cristiana se los quedaba el marido.
La discriminación legal varió en función del incremento o relajación del islamismo que se destilaba desde el poder central. Por momentos, las diferencias rozaron la humillación, como en el caso de la prohibición de llevar o guardar armas o la de no poder vestir como los musulmanes, a los que había que honrar y respetar. Y, según explica Rafael Sánchez Saus en su libro «Al-Ándalus y la Cruz» (Stella Maris), un cristiano debía levantarse si entraba un musulmán en una habitación, y sólo podía pasarle por el lado izquierdo, considerado maldito.
Igualmente un cristiano no podía montar a caballo en presencia de un musulmán, ni podía tener servidumbre musulmana o esclavos que antes hubieran pertenecido a musulmanes, ni la casa de un cristiano podía ser más alta que la de ellos.
Todo ello dio lugar a la existencia de barricadas separadas en algunas ciudades, donde los cristianos tenían prohibido construir nuevos centros religiosos o intentar convertir a un islámico a su religión. Algo que también ocurría a la inversa en el territorio cristiano, con la salvedad de que allí nunca se ha generado el mito de la civilización pacífica y tolerante.
La presión económica, social y cultural ahogó con el tiempo lo que en los primeros años de la invasión había sido el grupo mayoritario de la población. La conversión de muchos mozárabes para integrarse de pleno derecho en la sociedad islámica (esto pensaban a nivel teórico) y la emigración de muchos a los reinos cristianos del norte, que demandaban colonos para las tierras conquistadas, redujeron paulatinamente esta población hasta que ya en tiempos de Almanzor era algo residual. El endurecimiento de su situación y el desprestigio de los cristianos y sus clérigos contribuyeron de forma crucial a esta reducción de la población mozárabe, sin desmerecer el papel que ejerció la asimilación de estos grupos a la cultura de los invasores. La utilización de la escritura y la lengua árabe no dejó de crecer en esta comunidad desde el año 711.
Los judíos, por su parte, estaban sometidos a las mismas normas que los cristianos, aunque ellos suponían una minoría dentro de Al-Ándalus. La población creció durante el emirato y el califato como consecuencia de la emigración desde el norte de África y de su papel económico y militar jugado durante la conquista de la Península. Esta minoría religiosa tenían comunidades destacadas en Toledo, Granada, Córdoba y Lucena. Las fuentes informan que se dedicaban sobre todo al comercio, artesanía, medicina, farmacia, filosofía, aunque buena parte eran simples trabajadores. Y, al igual que muchos mozárabes y muladíes, ocuparon puestos claves en el Califato. Fue el caso de Moshen ibn Hasday ibn Shaprut, médico personal de Abd al-Rahman III y gran propagador de la cultura hebrea en el ámbito andalusí.
Precisamente a mediados del siglo X, el Califato Omeya alcanzó su máximo esplendor cultural y urbanístico, hasta el extremo de que el geógrafo Ibn Hawqal la comparó con Bagdad o Constantinopla, por entonces las mayores urbes conocidas. La biblioteca de al-Hakam II estaba formado por una colección de entre veinte mil y cuarenta mil volúmenes, la cual nació y murió a manos de la misma civilización tan mitificada y pacífica. A instancias de los ulemas malikíes, Almanzor ordenó quemar buena parte de esta biblioteca que, más tarde, fue saqueada por almorávides y almohades. Estos dos grupos de radicales llegados de fuera de la Península hicieron de la revitalización de la ortodoxia islámica su bandera y jamás creyeron, ni por asomo, en tolerancias religiosas de ningún tipo o en cacharros parecidos.
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El atroz episodio de los Mártires de Córdoba que destroza el mito de la tolerancia religiosa en Al-Ándalus
A imitación de los mártires de la primera época, Eulogio de Córdoba y otros mozárabes creían que la mejor manera de protestar por los errores y abusos del Islam era ofreciendo su vida a Cristo
Córdoba es tras Roma una de las ciudades del mundo cristiano con más mártires de la historia. Esto se debe tanto a los tiempos romanos como al periodo califal. Una urna de plata conserva y exhibe los huesos de muchos de ellos en la parroquia de San Pedro. La avenida que conduce al recinto ferial de El Arenal se llama Ronda de los Mártires, y la plaza que hay ante el Alcázar de los Reyes Cristianos es conocida como Campo Santo de los Mártires.
El rastro es amplio y se remonta a un mismo episodio histórico. El de los Mártires de Córdoba, que tuvo lugar entre los años 850 y 859, resquebraja por completo el mito de la tolerancia religiosa en Al-Andalus y la convivencia pacífica entre cristianos, musulmanes y judíos.
Según datos muy aproximados, la población total antes del 711 era de entre 4.500.000 y 5.500.000, de los cuales cerca del 50% quedaron en territorio islámico, esto es, entre 2.250.000 y 2.750.000 indígenas. Los invasores, por otro lado, no pasaban de los 50.000 personas, incluidos mujeres y niños, pero nutrieron la minoría gobernante. La nueva estructura social se dividió entre los creyentes (umma), formada por bereberes y las muchas tribus y clanes árabes, y los denominados protegidos (dimmíes), integrada por la población cristiana y judía que siguió viviendo en Al-Ándalus. De cómo y por qué el peso de los cristianos fue disminuyendo en pocos siglos tiene que ver la presión religiosa que sufrieron los vencidos.
La llamada «gente del Libro», el grupo más numeroso de la población libre, pudo conservar así su religión dentro de la sociedad islámica y procuró imitar las costumbres árabes, hasta el punto de que se les acabó denominando «aquellos que pretenden ser árabes», esto es, mozárabes. Estos grupos constituyeron importantes comunidades en zonas urbanas, donde siguieron rigiéndose por el derecho visigodo y mantuvieron su organización eclesiástica intacta hasta el siglo XI. Incluso gozaron de autonomía interna, pudiendo elegir a sus autoridades bajo, eso sí, la aprobación de los walíes musulmanes
Pero, ¿cuál es la letra pequeña de esta idílica convivencia? A largo plazo, los judíos y cristianos que no se convirtieron padecieron los estragos de un sistema legal, impuesto por una minoría no autóctona, que en función a los vaivenes políticos discriminaba más o menos a los no mahometanos. Los protegidos no podían ser nunca ciudadanos del Islam dada su condición religiosa, ni podían participar en el mismo régimen político y fiscal que los creyentes. Tenían que pagar impuestos y multas superiores que los musulmanes.
Las diferencias rozaban la humillación, como en el caso de la prohibición de llevar o guardar armas o la de no poder vestir como los musulmanes, a los que había que honrar y respetar. Y, según explica Rafael Sánchez Saus en su libro «Al-Ándalus y la Cruz» (Stella Maris), un cristiano debía levantarse si entraba un musulmán en una habitación, y sólo podía pasarle por el lado izquierdo, considerado maldito. Igualmente un cristiano no podía montar a caballo en presencia de un musulmán, ni podía tener servidumbre musulmana o esclavos que antes hubieran pertenecido a musulmanes, ni la casa de un cristiano podía ser más alta que la de ellos.
Todo ello dio lugar a la existencia de barricadas separadas en algunas ciudades, donde los cristianos tenían prohibido construir nuevos centros religiosos o intentar convertir a un islámico a su religión. Algo que también ocurría a la inversa en el territorio cristiano, con la salvedad de que allí nunca se ha generado el mito de la civilización pacífica y tolerante.
Fruto de esta desigualdad surgió un movimiento de descontentos hacia la consideración legal de los mozárabes en la ciudad de Córdoba solo cien años después de la invasión musulmana. En una de las numerosas acentuaciones islámicas del Califato, Abd al-Rahman II suprimió bajo su reinado la tolerancia con los mozárabes (podían conservar su fe, pero no hacerla pública de ninguna manera), lo cual hizo que muchos muladíes fueron apartados o directamente eliminados de puestos de responsabilidad. A partir del año 850, un movimiento radical llamado mozarabismo contestó a esta oleada de discriminación de una manera muy particular.
Se ha considerado tradicionalmente al clérigo Eulogio de Córdoba como uno de los ideólogos e intigadores de este movimientos. A imitación de los mártires de la primera época, este clérigo y otros mozárabes creían que la mejor manera de protestar por los errores y abusos del Islam era ofreciendo su vida a Cristo. Eulogio convenció a varias decenas de cristianos de Córdoba para que se presentaran ante el juez musulmán y profirieran insultos contra la religión musulmana y el profeta Mahoma, teniendo la seguridad de que serían condenados a muerte porque la ley islámica prohíbe la blasfemia contra el Profeta y su religión. El primer mártir fue el presbítero Perfecto, decapitado en el año 850 por orden del cadí.
Tras él, un total de diez cristianos fueron crucificados o decapitados en cuestión de dos meses por blasfemar contra el Profeta de Alá. A pesar de que solo una pequeña parte de los mozárabes simpatizaban con el movimiento, los jueces islámicos iniciaron una escalada de ejecuciones que, según Sánchez Albornoz, habría superado ampliamente todos los procesos inquisitoriales contra judaizantes y luteranos en la España de Felipe II.
En menos de una década la cifra de ejecutados creció hasta los 48, 38 hombres y 10 mujeres. Veintidós eran naturales de Córdoba capital, cuatro de la provincia, seis de la diócesis de Sevilla, tres de la de Granada y el resto de Martos, Badajoz, Toledo, Alcalá de Henares, Portugal, Palestina, Siria y otros puntos. Cuatro eran conversos que provenían de familias completamente musulmanas, cinco de matrimonios mixtos y tres eran antiguos cristianos convertidos al islam que habían vuelto al seno de la Iglesia.
En 852, el Obispo de Córdoba, que no apoyaba esta campaña de mártires voluntarios, convocó a instancias del Emir de Córdoba un concilio para intentar frenar un movimiento que el profesor del CSIC Eduardo Manzano Moreno define como «una reacción desesperada de gentes desesperadas». Parte del clero, seducido por la prosperidad del reinado de Abderrahmán, llegó a calificar a los mártires como locos y herejes.
Ante el fracaso de la moderación y de la mediación del Obispo, el emir Muhámmad I aplicó una política de mano dura para erradicar el problema del mozarabismo. No obstante, esta estrategia de violencia extendió a largo plazo el descontento a otras zonas y germinó en un sentimiento de nostalgia hacia el reino cristiano perdido, cuyas reclamaciones algunos vieron encarnadas en el Reino de Asturias.
Precisamente el Rey de Asturias, Ordoño I, no dudó en apoyar una revuelta mozárabe en Toledo en el año 852. En la sucesiva batalla los cristianos fueron superados por las tropas de Muhámmad I, pero aún permaneció Toledo sublevada cinco años más. El movimiento radical perdió fuerza solo tras la política dura contra los cristianos y, a raíz de la muerte de uno de sus impulsores, San Eulogio, en el 859, se encaminó hacia el ocaso.
Pero aquel no fue un episodio aislado. La desconfianza de los cristianos hacia las élites árabes que regían su estatus legal provocó un constante foco de tensiones que contradicen el mito de la paz religiosa en Al-Ándalus. La presión económica, social y cultural ahogó con el tiempo a los mozárabes, quienes en los primeros años de la invasión había sido el grupo mayoritario de la población. La conversión de muchos para integrarse de pleno derecho en la sociedad islámica (esto pensaban a nivel teórico) y la emigración de otros tantos a los reinos cristianos del norte, que demandaban colonos para las tierras conquistadas, redujeron paulatinamente esta población hasta que ya en tiempos de Almanzor era un grupo residual.
El endurecimiento de su situación y el desprestigio de los cristianos y sus clérigos contribuyeron de forma crucial a esta reducción de la población mozárabe, sin desmerecer el papel que ejerció la asimilación de estos grupos a la cultura de los invasores.
ABC
Córdoba es tras Roma una de las ciudades del mundo cristiano con más mártires de la historia. Esto se debe tanto a los tiempos romanos como al periodo califal. Una urna de plata conserva y exhibe los huesos de muchos de ellos en la parroquia de San Pedro. La avenida que conduce al recinto ferial de El Arenal se llama Ronda de los Mártires, y la plaza que hay ante el Alcázar de los Reyes Cristianos es conocida como Campo Santo de los Mártires.
El rastro es amplio y se remonta a un mismo episodio histórico. El de los Mártires de Córdoba, que tuvo lugar entre los años 850 y 859, resquebraja por completo el mito de la tolerancia religiosa en Al-Andalus y la convivencia pacífica entre cristianos, musulmanes y judíos.
Según datos muy aproximados, la población total antes del 711 era de entre 4.500.000 y 5.500.000, de los cuales cerca del 50% quedaron en territorio islámico, esto es, entre 2.250.000 y 2.750.000 indígenas. Los invasores, por otro lado, no pasaban de los 50.000 personas, incluidos mujeres y niños, pero nutrieron la minoría gobernante. La nueva estructura social se dividió entre los creyentes (umma), formada por bereberes y las muchas tribus y clanes árabes, y los denominados protegidos (dimmíes), integrada por la población cristiana y judía que siguió viviendo en Al-Ándalus. De cómo y por qué el peso de los cristianos fue disminuyendo en pocos siglos tiene que ver la presión religiosa que sufrieron los vencidos.
¡Ay, de los vencidos!
La llamada «gente del Libro», el grupo más numeroso de la población libre, pudo conservar así su religión dentro de la sociedad islámica y procuró imitar las costumbres árabes, hasta el punto de que se les acabó denominando «aquellos que pretenden ser árabes», esto es, mozárabes. Estos grupos constituyeron importantes comunidades en zonas urbanas, donde siguieron rigiéndose por el derecho visigodo y mantuvieron su organización eclesiástica intacta hasta el siglo XI. Incluso gozaron de autonomía interna, pudiendo elegir a sus autoridades bajo, eso sí, la aprobación de los walíes musulmanes
Pero, ¿cuál es la letra pequeña de esta idílica convivencia? A largo plazo, los judíos y cristianos que no se convirtieron padecieron los estragos de un sistema legal, impuesto por una minoría no autóctona, que en función a los vaivenes políticos discriminaba más o menos a los no mahometanos. Los protegidos no podían ser nunca ciudadanos del Islam dada su condición religiosa, ni podían participar en el mismo régimen político y fiscal que los creyentes. Tenían que pagar impuestos y multas superiores que los musulmanes.
Las diferencias rozaban la humillación, como en el caso de la prohibición de llevar o guardar armas o la de no poder vestir como los musulmanes, a los que había que honrar y respetar. Y, según explica Rafael Sánchez Saus en su libro «Al-Ándalus y la Cruz» (Stella Maris), un cristiano debía levantarse si entraba un musulmán en una habitación, y sólo podía pasarle por el lado izquierdo, considerado maldito. Igualmente un cristiano no podía montar a caballo en presencia de un musulmán, ni podía tener servidumbre musulmana o esclavos que antes hubieran pertenecido a musulmanes, ni la casa de un cristiano podía ser más alta que la de ellos.
Todo ello dio lugar a la existencia de barricadas separadas en algunas ciudades, donde los cristianos tenían prohibido construir nuevos centros religiosos o intentar convertir a un islámico a su religión. Algo que también ocurría a la inversa en el territorio cristiano, con la salvedad de que allí nunca se ha generado el mito de la civilización pacífica y tolerante.
Estalla el descontento
Fruto de esta desigualdad surgió un movimiento de descontentos hacia la consideración legal de los mozárabes en la ciudad de Córdoba solo cien años después de la invasión musulmana. En una de las numerosas acentuaciones islámicas del Califato, Abd al-Rahman II suprimió bajo su reinado la tolerancia con los mozárabes (podían conservar su fe, pero no hacerla pública de ninguna manera), lo cual hizo que muchos muladíes fueron apartados o directamente eliminados de puestos de responsabilidad. A partir del año 850, un movimiento radical llamado mozarabismo contestó a esta oleada de discriminación de una manera muy particular.
Se ha considerado tradicionalmente al clérigo Eulogio de Córdoba como uno de los ideólogos e intigadores de este movimientos. A imitación de los mártires de la primera época, este clérigo y otros mozárabes creían que la mejor manera de protestar por los errores y abusos del Islam era ofreciendo su vida a Cristo. Eulogio convenció a varias decenas de cristianos de Córdoba para que se presentaran ante el juez musulmán y profirieran insultos contra la religión musulmana y el profeta Mahoma, teniendo la seguridad de que serían condenados a muerte porque la ley islámica prohíbe la blasfemia contra el Profeta y su religión. El primer mártir fue el presbítero Perfecto, decapitado en el año 850 por orden del cadí.
Tras él, un total de diez cristianos fueron crucificados o decapitados en cuestión de dos meses por blasfemar contra el Profeta de Alá. A pesar de que solo una pequeña parte de los mozárabes simpatizaban con el movimiento, los jueces islámicos iniciaron una escalada de ejecuciones que, según Sánchez Albornoz, habría superado ampliamente todos los procesos inquisitoriales contra judaizantes y luteranos en la España de Felipe II.
En menos de una década la cifra de ejecutados creció hasta los 48, 38 hombres y 10 mujeres. Veintidós eran naturales de Córdoba capital, cuatro de la provincia, seis de la diócesis de Sevilla, tres de la de Granada y el resto de Martos, Badajoz, Toledo, Alcalá de Henares, Portugal, Palestina, Siria y otros puntos. Cuatro eran conversos que provenían de familias completamente musulmanas, cinco de matrimonios mixtos y tres eran antiguos cristianos convertidos al islam que habían vuelto al seno de la Iglesia.
Una reacción desesperada de gentes desesperadas
En 852, el Obispo de Córdoba, que no apoyaba esta campaña de mártires voluntarios, convocó a instancias del Emir de Córdoba un concilio para intentar frenar un movimiento que el profesor del CSIC Eduardo Manzano Moreno define como «una reacción desesperada de gentes desesperadas». Parte del clero, seducido por la prosperidad del reinado de Abderrahmán, llegó a calificar a los mártires como locos y herejes.
Ante el fracaso de la moderación y de la mediación del Obispo, el emir Muhámmad I aplicó una política de mano dura para erradicar el problema del mozarabismo. No obstante, esta estrategia de violencia extendió a largo plazo el descontento a otras zonas y germinó en un sentimiento de nostalgia hacia el reino cristiano perdido, cuyas reclamaciones algunos vieron encarnadas en el Reino de Asturias.
Precisamente el Rey de Asturias, Ordoño I, no dudó en apoyar una revuelta mozárabe en Toledo en el año 852. En la sucesiva batalla los cristianos fueron superados por las tropas de Muhámmad I, pero aún permaneció Toledo sublevada cinco años más. El movimiento radical perdió fuerza solo tras la política dura contra los cristianos y, a raíz de la muerte de uno de sus impulsores, San Eulogio, en el 859, se encaminó hacia el ocaso.
Pero aquel no fue un episodio aislado. La desconfianza de los cristianos hacia las élites árabes que regían su estatus legal provocó un constante foco de tensiones que contradicen el mito de la paz religiosa en Al-Ándalus. La presión económica, social y cultural ahogó con el tiempo a los mozárabes, quienes en los primeros años de la invasión había sido el grupo mayoritario de la población. La conversión de muchos para integrarse de pleno derecho en la sociedad islámica (esto pensaban a nivel teórico) y la emigración de otros tantos a los reinos cristianos del norte, que demandaban colonos para las tierras conquistadas, redujeron paulatinamente esta población hasta que ya en tiempos de Almanzor era un grupo residual.
El endurecimiento de su situación y el desprestigio de los cristianos y sus clérigos contribuyeron de forma crucial a esta reducción de la población mozárabe, sin desmerecer el papel que ejerció la asimilación de estos grupos a la cultura de los invasores.
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La pesadilla que atormentó a Isabel La Católica: así esclavizaban los musulmanes a miles de cristianos
Prácticamente imposible, entre otras cosas porque el castigo si los pillaban era latigazos, hambre, golpes, mutilaciones de orejas o nariz y quemaduras en brazos y piernas, aparte de que la deportación masiva de poblaciones enteras permitía a los turcos romper todo vínculo de los prisioneros. ¿A dónde iban a huir si su hogar había sido destruido y sus familiares dispersados o exterminados?
La conquista de Constantinopla por el Imperio otomano y el avance musulmán sobre Europa oriental marcaron a toda una generación de cristianos europeos, que veían en los inicios de la Edad Moderna la oportunidad de resarcirse tras años de guerra defensiva y, de pronto, alzaron con preocupación la vista ante el gigante que surgía nuevamente de Asia. El ascenso del Imperio otomano, que llegó a controlar territorios de Belgrado a Bagdad, no entraba en el guion de nadie. Tampoco en el delos Reyes Católicos, que habían dedicado todo su reinado a conquistar el último territorio bajo control musulmán en la Península, mientras por el Mediterráneo campaba a sus anchas el poder otomano.
Durante siglos, el Imperio otomano fue una máquina perfecta de hacer la guerra. Gran parte de su economía se basaba en la obtención de botines, entre ellos esclavos. Hombres, mujeres y niños para nutrir sus ejércitos y su mano de obra, que a su vez usaban para financiar nuevas campañas. La «gaza», guerra santa, se convirtió así tanto en un deber religioso como en un aliciente para conquistar nuevos territorios y aumentar la economía del imperio.
Era, en esencia, un imperio que vivía de la «depredación» (usando la terminología del filósofo Gustavo Bueno), que vivía por y para la guerra. «Cada gobernador de ese imperio era general; cada policía era un jenízaro [soldado de élite]; cada puerto de montaña tenía sus guardianes, y cada camino un destino militar […] Incluso los locos tenían un regimiento, el deli, o locos, Dadores de Almas, que eran utilizados, pues no se oponían a ello, como arietes o puentes humanos», explica el historiador Jason Goodwin ensu estudio sobre el imperio otomano.
Los soldados otomanos se mostraban insensibles a la muerte de los infieles. Un albano, que sobrevivió con 11 años a un ataque en Scutari, describió ante el Senado veneciano la muerte de 26 de los 30 miembros de su familia durante el reinado de Beyazid II:
«Con mis propios ojos he visto la sangre veneciana fluir como fuentes. He sido testigo de cómo a infinidad de los incontables ciudadanos de la más noble estirpe se les obligaba a vagar sin rumbo. ¡A cuántos capitanes nobles he visto caer asesinados! ¡Cuántos puertos y costas he visto llenos de cadáveres de prestigiosos hombres de alta cuna! ¡Cuántos barcos se han hundido! ¡Cuántas ciudades derrotadas he visto desaparecer! Recordar los terribles peligros de nuestra época hace que los corazones de todos se entremezcan».
La esclavitud y la captura de prisioneros en tiempos de guerra se daba también en la Europa cristiana, pero nunca alcanzó la importancia a nivel económico y social que tenía en el Imperio otomano. La ley islámica permitía la esclavitud para los hijos de esclavos o los apresados durante las guerras. No se permitía esclavizar a musulmanes libres, pero sí a cristianos, judíos y paganos.
Cada año se capturaban a cerca de 17.500 esclavos solo en Rusia y Polonia, a lo que había que sumar los miles que llegaban a Estambul por medio de corsarios como los hermanos Barbarroja, cuyo patriarca alardeó de haber apresado a 40.000 cristianos a lo largo de su vida. Los niños eran trasladados en carros y podían alcanzar un gran valor debido a su uso con fines sexuales, si bien se consideraba más complicado su traslado y mantenimiento, por lo que a veces los esclavistas los dejaban abandonados sin más.
Soldados, piratas y comerciantes trabajaban juntos para que las mercancías llegaran en buen estado a los puertos turcos. Los esclavos se recogían en grupos de diez, encadenados y obligados a desfilar en los mercados. Una vez en el lugar de venta, que todas las provincias tenían delimitado, se examinaba y desnudaba a los humanos en venta. En sus memorias, Georgius de Hungaria, esclavo durante veinte años, detalló algunas de las humillaciones que tenían que soportar los esclavos:
«Los genitales tanto de hombres como de mujeres eran tocados en público y se mostraban a todos. Se les obligaba a caminar desnudos delante de todos, a correr, andar, saltar, para que quedara claro si eran débiles o fuertes, hombres o mujeres, viejos o jóvenes (y, en cuanto a las mujeres), vírgenes o corrompidas. Si veían que alguien se ruborizaba por la vergüenza, se les rodeaba para apremiarlos aún más, golpeándoles con varas, dándoles puñetazos, para que hicieran por la fuerza lo que por propia voluntad les avergonzaba hacer delante de todos.
Allí, se vendía a un hijo mientras su madre miraba y lloraba. Allí, una madre era comprada ante la presencia y consternación de su hijo. En aquel lugar, se burlaban de una esposa, como si fuera una prostituta, para vergüenza de su esposo, y se daba a otro hombre. Allí, se arrancaba a un niño del pecho de su madre […] Allí, no había dignidad ni se tenía en cuenta la clase social. Allí un hombre santo y un plebeyo eran vendidos por el mismo precio. Allí, un soldado y un campesino eran pesados en la misma balanza. Por lo demás, esto era solo el comienzo de sus males».
Los esclavos cristianos que lograban escapar o comprar su libertad acostumbraban a colgar sus grilletes en los muros de las iglesias. Costumbre que inspiró a Isabel «La Católica» cuando colocó cadenas de esclavos liberados en los muros de la iglesia de San Juan de los Reyes, en Toledo.
Si se trataba de soldados o nobles capturados en un combate o un abordaje, como fue el caso de Miguel de Cervantes o Lope de Figueroa, cabía la posibilidad de que las familias o alguna orden religiosa pagara el rescate. Se trataba aquel, el de los cautivos, de un negocio igual de lucrativo pero distinto al de los esclavos, que no tenían forma de escapar de esa vida.
La esclavitud infantil suponía un negocio con sus características propias. Entre 15.000 y 20.000 menores cada año, según datos de 1451 a 1481, eran secuestrados para integrar las élites militares y los ambientes palaciegos. Cada tres o cinco años, los emisarios turcos capturaban a grupos de niños de ocho a 18 años de poblaciones del Este de Europa, con predilección por griegos y albanos, y seleccionaban entre ellos a los más inteligentes y atractivos. Los de mejor apariencia eran destinados a palacio, algunos como eunucos (castrados), lo que ciertamente era una oportunidad de alcanzar puestos muy elevados en el imperio, mientras los más fuertes y sanos pasaban a ser trabajadores y soldados. A todos ellos se les separaba de sus familias, se les circuncidaba y se les criaba en casas turcas antes de que entraran a prestar servicio.
Los jenízaros, no en vano, eran adiestrados bajo una disciplina espartana con duros entrenamientos físicos y en condiciones prácticamente monásticas en las escuelas llamadas Acemi Oglani, donde se esperaba que permanecieran célibes y se convirtieran al Islam, lo que la mayoría hacía. Tenían expresamente prohibido dejarse crecer la barba: únicamente se les permitía llevar bigote. El resultado era una especie de monje guerrero, entrenado desde pequeño para matar y adoctrinado para servir a la Sublime Puerta hasta su última gota de sangre. Este adiestramiento militar les convirtieron, junto a los Tercios españoles, en la mejor infantería de su tiempo. Hasta tal punto de que en los siglos XVI y XVII lograron acumular gran influencia política y, al estilo de la guardia pretoriana de los romanos, derrocar y proclamar a sultanes del imperio.
El mercado de esclavos, de Jean-Léon Gérôme (c. 1885).
Esta relativa tolerancia no afectaba a las mujeres, sino todo lo contrario. Beyazid II impuso en el imperio una mayor rigidez religiosa que su padre Mehmed. Los cronistas europeos hablaron de calles en las ciudades turcas repletas de mujeres a mediados del siglo XIV, mientras que para el XVI se veían pocas y todas tapadas. A las mujeres se les exigió que taparan sus cuerpos con túnicas y, con el tiempo, también el rostro y los ojos, como explica Kirstin Downey en el mencionado libro. Su libertad quedó restringida a la vida familiar, a veces vigilados por eunucos día y noche. Se les prohibía ir a lugares públicos, montar a caballo y comprar o vender algo, ni siquiera en compañía de sus maridos. El otomano Evliya Celebi, autor del texto sobre sus viajes «Seyahatname», mostraba su asombro e idignación ante la libertad que las mujeres gozaban en los lugares cristianos:
«Las mujeres se sientan con nosotros, los otomanos, a beber y charlar y sus maridos no dicen nada y se mantienen apartados. Y esto no está considerado vergonzoso. La razón está en que todas las mujeres de la cristiandad tienen el control y se comportan de esta forma tan poco respetada desde los tiempos de la Virgen María»
¿Lo sabía?
La conquista de Constantinopla por el Imperio otomano y el avance musulmán sobre Europa oriental marcaron a toda una generación de cristianos europeos, que veían en los inicios de la Edad Moderna la oportunidad de resarcirse tras años de guerra defensiva y, de pronto, alzaron con preocupación la vista ante el gigante que surgía nuevamente de Asia. El ascenso del Imperio otomano, que llegó a controlar territorios de Belgrado a Bagdad, no entraba en el guion de nadie. Tampoco en el delos Reyes Católicos, que habían dedicado todo su reinado a conquistar el último territorio bajo control musulmán en la Península, mientras por el Mediterráneo campaba a sus anchas el poder otomano.
Durante siglos, el Imperio otomano fue una máquina perfecta de hacer la guerra. Gran parte de su economía se basaba en la obtención de botines, entre ellos esclavos. Hombres, mujeres y niños para nutrir sus ejércitos y su mano de obra, que a su vez usaban para financiar nuevas campañas. La «gaza», guerra santa, se convirtió así tanto en un deber religioso como en un aliciente para conquistar nuevos territorios y aumentar la economía del imperio.
Era, en esencia, un imperio que vivía de la «depredación» (usando la terminología del filósofo Gustavo Bueno), que vivía por y para la guerra. «Cada gobernador de ese imperio era general; cada policía era un jenízaro [soldado de élite]; cada puerto de montaña tenía sus guardianes, y cada camino un destino militar […] Incluso los locos tenían un regimiento, el deli, o locos, Dadores de Almas, que eran utilizados, pues no se oponían a ello, como arietes o puentes humanos», explica el historiador Jason Goodwin ensu estudio sobre el imperio otomano.
Un miedo que compartía toda Europa
En el capítulo «Los turcos a las puertas» de su libro «Isabel, la reina guerrera» (Espasa) Kirstin Downey se adentra en el miedo que el poder militar y naval de este imperio provocaba entre los cristianos, que no dejaban de oír como poblaciones enteras eran víctimas cada pocos meses de la esclavitud, la pedofilia, el secuestro de niños, el robo, la muerte y, en el caso de las mujeres, la violación. En tiempos de Isabel y Fernando: Croacia y su nobleza había desaparecido del mapa; Hungría no tardaría en hacerlo, y Viena sufrió varios asedios otomanos que, de haberse dado otras circunstancias, hubieran cambiado por completo la historia de Europa. Las grandes potencias europeas se preguntaban, con la impotencia del que no es capaz de aunar fuerzas, cuál sería la siguiente presa del turco, cuyos sultanes acostumbraban a iniciar sus reinados con una conquista de prestigio. ¿Sería Sicilia? ¿Rodas? ¿Nápoles? ¿O la propia Roma?Los soldados otomanos se mostraban insensibles a la muerte de los infieles. Un albano, que sobrevivió con 11 años a un ataque en Scutari, describió ante el Senado veneciano la muerte de 26 de los 30 miembros de su familia durante el reinado de Beyazid II:
«Con mis propios ojos he visto la sangre veneciana fluir como fuentes. He sido testigo de cómo a infinidad de los incontables ciudadanos de la más noble estirpe se les obligaba a vagar sin rumbo. ¡A cuántos capitanes nobles he visto caer asesinados! ¡Cuántos puertos y costas he visto llenos de cadáveres de prestigiosos hombres de alta cuna! ¡Cuántos barcos se han hundido! ¡Cuántas ciudades derrotadas he visto desaparecer! Recordar los terribles peligros de nuestra época hace que los corazones de todos se entremezcan».
La esclavitud y la captura de prisioneros en tiempos de guerra se daba también en la Europa cristiana, pero nunca alcanzó la importancia a nivel económico y social que tenía en el Imperio otomano. La ley islámica permitía la esclavitud para los hijos de esclavos o los apresados durante las guerras. No se permitía esclavizar a musulmanes libres, pero sí a cristianos, judíos y paganos.
Cada año se capturaban a cerca de 17.500 esclavos solo en Rusia y Polonia, a lo que había que sumar los miles que llegaban a Estambul por medio de corsarios como los hermanos Barbarroja, cuyo patriarca alardeó de haber apresado a 40.000 cristianos a lo largo de su vida. Los niños eran trasladados en carros y podían alcanzar un gran valor debido a su uso con fines sexuales, si bien se consideraba más complicado su traslado y mantenimiento, por lo que a veces los esclavistas los dejaban abandonados sin más.
Soldados, piratas y comerciantes trabajaban juntos para que las mercancías llegaran en buen estado a los puertos turcos. Los esclavos se recogían en grupos de diez, encadenados y obligados a desfilar en los mercados. Una vez en el lugar de venta, que todas las provincias tenían delimitado, se examinaba y desnudaba a los humanos en venta. En sus memorias, Georgius de Hungaria, esclavo durante veinte años, detalló algunas de las humillaciones que tenían que soportar los esclavos:
«Los genitales tanto de hombres como de mujeres eran tocados en público y se mostraban a todos. Se les obligaba a caminar desnudos delante de todos, a correr, andar, saltar, para que quedara claro si eran débiles o fuertes, hombres o mujeres, viejos o jóvenes (y, en cuanto a las mujeres), vírgenes o corrompidas. Si veían que alguien se ruborizaba por la vergüenza, se les rodeaba para apremiarlos aún más, golpeándoles con varas, dándoles puñetazos, para que hicieran por la fuerza lo que por propia voluntad les avergonzaba hacer delante de todos.
Allí, se vendía a un hijo mientras su madre miraba y lloraba. Allí, una madre era comprada ante la presencia y consternación de su hijo. En aquel lugar, se burlaban de una esposa, como si fuera una prostituta, para vergüenza de su esposo, y se daba a otro hombre. Allí, se arrancaba a un niño del pecho de su madre […] Allí, no había dignidad ni se tenía en cuenta la clase social. Allí un hombre santo y un plebeyo eran vendidos por el mismo precio. Allí, un soldado y un campesino eran pesados en la misma balanza. Por lo demás, esto era solo el comienzo de sus males».
La misión imposible de escapar
Escapar era prácticamente imposible, entre otras cosas porque el castigo si los pillaban eran latigazos, hambre, golpes, mutilaciones de orejas o nariz y quemaduras en brazos y piernas, aparte de que la deportación masiva de poblaciones enteras permitía a los turcos romper todo vínculo de los prisioneros. ¿A dónde iban a huir los esclavos sin hogar?Los esclavos cristianos que lograban escapar o comprar su libertad acostumbraban a colgar sus grilletes en los muros de las iglesias. Costumbre que inspiró a Isabel «La Católica» cuando colocó cadenas de esclavos liberados en los muros de la iglesia de San Juan de los Reyes, en Toledo.
Si se trataba de soldados o nobles capturados en un combate o un abordaje, como fue el caso de Miguel de Cervantes o Lope de Figueroa, cabía la posibilidad de que las familias o alguna orden religiosa pagara el rescate. Se trataba aquel, el de los cautivos, de un negocio igual de lucrativo pero distinto al de los esclavos, que no tenían forma de escapar de esa vida.
La esclavitud infantil suponía un negocio con sus características propias. Entre 15.000 y 20.000 menores cada año, según datos de 1451 a 1481, eran secuestrados para integrar las élites militares y los ambientes palaciegos. Cada tres o cinco años, los emisarios turcos capturaban a grupos de niños de ocho a 18 años de poblaciones del Este de Europa, con predilección por griegos y albanos, y seleccionaban entre ellos a los más inteligentes y atractivos. Los de mejor apariencia eran destinados a palacio, algunos como eunucos (castrados), lo que ciertamente era una oportunidad de alcanzar puestos muy elevados en el imperio, mientras los más fuertes y sanos pasaban a ser trabajadores y soldados. A todos ellos se les separaba de sus familias, se les circuncidaba y se les criaba en casas turcas antes de que entraran a prestar servicio.
Los jenízaros, no en vano, eran adiestrados bajo una disciplina espartana con duros entrenamientos físicos y en condiciones prácticamente monásticas en las escuelas llamadas Acemi Oglani, donde se esperaba que permanecieran célibes y se convirtieran al Islam, lo que la mayoría hacía. Tenían expresamente prohibido dejarse crecer la barba: únicamente se les permitía llevar bigote. El resultado era una especie de monje guerrero, entrenado desde pequeño para matar y adoctrinado para servir a la Sublime Puerta hasta su última gota de sangre. Este adiestramiento militar les convirtieron, junto a los Tercios españoles, en la mejor infantería de su tiempo. Hasta tal punto de que en los siglos XVI y XVII lograron acumular gran influencia política y, al estilo de la guardia pretoriana de los romanos, derrocar y proclamar a sultanes del imperio.
Mayor tolerancia, salvo con las mujeres
En los pocos aspectos que no ocupaban la guerra, los turcos podían llegar a ser más tolerantes a nivel religioso que en territorios cristianos. Las personas que deseaban conservar dentro del imperio sus propias creencias podían hacerlo a cambio del pago de impuestos adicionales y de la aceptación de un régimen social inferior que, como en la Córdoba califal, estaba pensado para humillar al diferente. De hecho, muchos de los judíos expulsados de España en 1492 se refugiaron en tierras turcas con suerte desigual según la provincia donde se asentaron.El mercado de esclavos, de Jean-Léon Gérôme (c. 1885).
Esta relativa tolerancia no afectaba a las mujeres, sino todo lo contrario. Beyazid II impuso en el imperio una mayor rigidez religiosa que su padre Mehmed. Los cronistas europeos hablaron de calles en las ciudades turcas repletas de mujeres a mediados del siglo XIV, mientras que para el XVI se veían pocas y todas tapadas. A las mujeres se les exigió que taparan sus cuerpos con túnicas y, con el tiempo, también el rostro y los ojos, como explica Kirstin Downey en el mencionado libro. Su libertad quedó restringida a la vida familiar, a veces vigilados por eunucos día y noche. Se les prohibía ir a lugares públicos, montar a caballo y comprar o vender algo, ni siquiera en compañía de sus maridos. El otomano Evliya Celebi, autor del texto sobre sus viajes «Seyahatname», mostraba su asombro e idignación ante la libertad que las mujeres gozaban en los lugares cristianos:
«Las mujeres se sientan con nosotros, los otomanos, a beber y charlar y sus maridos no dicen nada y se mantienen apartados. Y esto no está considerado vergonzoso. La razón está en que todas las mujeres de la cristiandad tienen el control y se comportan de esta forma tan poco respetada desde los tiempos de la Virgen María»
¿Lo sabía?
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