El día en que un galeón repleto de samuráis llegó al puerto de Sevilla
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El día en que un galeón repleto de samuráis llegó al puerto de Sevilla
Algunos precavidos japoneses decidieron cristianizarse voluntariamente antes de que a los tercios del rey-emperador les diera por emprender acciones en lejanas latitudes
En el museo de Sendai hay un curioso retrato de un samurái llamado Hasekura, Hasekura Rokuemon para más señas, retratado en Madrid en una solemne ceremonia bautismal a la que asistió Felipe III. En aquel entonces, el Gran Daimio, gobernador local de alto rango en la época Edo (1603 -1868), Date Masamune buscaba congraciarse con los españoles habida cuenta de que estos no paraban de conquistar por aquí y por allá. Las noticias de la invasión de la Cochinchina, las Filipinas, una miríada de islas a discreción por el Océano Pacifico, las posesiones portuguesas empastadas en aquella época por la unión (efímera, por otra parte, de los dos grandes imperios de ultramar), y la cada vez más cercana parábola de “si las barbas de tu vecino ves quemar…”, condujeron a algunos precavidos japoneses a cristianizarse voluntariamente antes de que a los tercios del rey-emperador les diera por emprender acciones en lejanas latitudes y hacerles un descosido.
Y la cosa iba en serio. Los pulcros y ordenados japoneses habían redactado un rollo apergaminado de papel de arroz keiko, prolijo en ilustraciones y con la clara intención de hacerse cristianos por la vía rápida. Este documento de Date Masamune a nuestro bien amado monarca Felipe III, se conserva en el Archivo de Indias en la mágica ciudad de Sevilla.
Unos buenos astilleros con el sello de los ingenieros navales de la Corte española harían las delicias de los comerciantes locales
Todo este amor repentino por parte de los orientales puso muy contento a nuestro rey Austria, y la Corte agasajó espléndidamente al embajador japonés con alhajas sin cuento, una Biblia profusamente decorada con grafías de colores en un incomprensible latín, centenares de cochinillos regados con abundante morapio en una comida memorable, brocados de Flandes, espadas toledanas de bella factura y un cofre con monedas de oro acuñadas en la Ceca de Lima.
El Daimio en cuestión, que no era manco, esperaba jugosas contrapartidas parapetado tras sus rasgados y escrutadores ojos de observador nato. Unos buenos astilleros con el sello de los ingenieros navales de la Corte española, harían las delicias de los comerciantes locales y dinamizarían el negocio de la prefectura de la que era gobernante. Al mismo tiempo, esperaba que las naves españolas de alto bordo bien artilladas pusieran en fuga a los molestos piratas chinos que cuando no se dedicaban a practicar la molicie, hacían estragos en la zona en cuestión.
Hay que señalar que treinta años antes de la ambiciosa expedición de Hasekura, ya Felipe II había asistido a una ceremonia de presentación de credenciales por parte del jesuita Alejandro Valignano, allá por el año 1585. Una docena de conversos más que asombrados por la pompa y boato de la Corte española, algo más barroca y menos minimalista que la suya propia, no paraban de reverenciar al monarca hispano, hasta que el introductor de embajadores y director de protocolo, les indicó que ya era más que suficiente.
En el museo de Sendai hay un curioso retrato de un samurái llamado Hasekura, Hasekura Rokuemon para más señas, retratado en Madrid en una solemne ceremonia bautismal a la que asistió Felipe III. En aquel entonces, el Gran Daimio, gobernador local de alto rango en la época Edo (1603 -1868), Date Masamune buscaba congraciarse con los españoles habida cuenta de que estos no paraban de conquistar por aquí y por allá. Las noticias de la invasión de la Cochinchina, las Filipinas, una miríada de islas a discreción por el Océano Pacifico, las posesiones portuguesas empastadas en aquella época por la unión (efímera, por otra parte, de los dos grandes imperios de ultramar), y la cada vez más cercana parábola de “si las barbas de tu vecino ves quemar…”, condujeron a algunos precavidos japoneses a cristianizarse voluntariamente antes de que a los tercios del rey-emperador les diera por emprender acciones en lejanas latitudes y hacerles un descosido.
Y la cosa iba en serio. Los pulcros y ordenados japoneses habían redactado un rollo apergaminado de papel de arroz keiko, prolijo en ilustraciones y con la clara intención de hacerse cristianos por la vía rápida. Este documento de Date Masamune a nuestro bien amado monarca Felipe III, se conserva en el Archivo de Indias en la mágica ciudad de Sevilla.
Unos buenos astilleros con el sello de los ingenieros navales de la Corte española harían las delicias de los comerciantes locales
Todo este amor repentino por parte de los orientales puso muy contento a nuestro rey Austria, y la Corte agasajó espléndidamente al embajador japonés con alhajas sin cuento, una Biblia profusamente decorada con grafías de colores en un incomprensible latín, centenares de cochinillos regados con abundante morapio en una comida memorable, brocados de Flandes, espadas toledanas de bella factura y un cofre con monedas de oro acuñadas en la Ceca de Lima.
El Daimio en cuestión, que no era manco, esperaba jugosas contrapartidas parapetado tras sus rasgados y escrutadores ojos de observador nato. Unos buenos astilleros con el sello de los ingenieros navales de la Corte española, harían las delicias de los comerciantes locales y dinamizarían el negocio de la prefectura de la que era gobernante. Al mismo tiempo, esperaba que las naves españolas de alto bordo bien artilladas pusieran en fuga a los molestos piratas chinos que cuando no se dedicaban a practicar la molicie, hacían estragos en la zona en cuestión.
Hay que señalar que treinta años antes de la ambiciosa expedición de Hasekura, ya Felipe II había asistido a una ceremonia de presentación de credenciales por parte del jesuita Alejandro Valignano, allá por el año 1585. Una docena de conversos más que asombrados por la pompa y boato de la Corte española, algo más barroca y menos minimalista que la suya propia, no paraban de reverenciar al monarca hispano, hasta que el introductor de embajadores y director de protocolo, les indicó que ya era más que suficiente.
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Japoneses en Sevilla
“Nuestros destinos están siempre vivos en el corazón del cerezo”, escribió el maestro del haiku Matsuo Basho (1644-1694).
Este verso corto y explícito de un Tanka más largo y de idéntico mensaje en su conjunto, albergaba la esperanza de la renovación de una cultura del conocimiento espiritual muy arraigada en el espíritu nipón, que en la sutil criptografía de la añorada esperanza encerrada en sus difusos versos, volaba hacia el occidente cultural de entonces con la idea de una renovación enriquecedora.
Los nipones, que estaban empeñados en hacerse conocer, emprendieron la construcción de un galeón de 500 toneladas y bella factura diseñado a partir de unos planos españoles proporcionados por unos portugueses que habían decidido afincarse en las islas, abrasados por la inevitable seducción de unas féminas locales. Era el año 1613 y esta marinera nave de soberbio porte sería bautizada como la San Juan Bautista. El 28 de octubre partía desde la costa nororiental en la bahía de Tsukinoura con un gran contingente de japoneses y unos cuarenta portugueses y españoles como experta tripulación en la travesía del Pacifico hacia Acapulco.
El piloto extremeño, Sebastián Vizcaíno, era un elemento de armas tomar con unos modales menos que nulos, que ya había creado más de un conflicto formal con las autoridades locales, generando fricciones innecesarias ante una actitud manifiestamente hospitalaria por parte de los nativos. Lo único que le interesaba de Japón, eran las presuntas riquezas que el fantasioso Marco Polo había descrito profusamente en su periplo hacia Cipango.
Los hieráticos nipones, tras entregar su carta de intenciones al alcalde, hicieron una impactante demostración de sus habilidades con la katana
Pero el alma de la expedición era el franciscano Luis de Sotelo. Este hombre de Dios era un visionario y se dio cuenta rápidamente que se podía hacer caja y superávit si una labor evangelizadora llevada con cautela y discreción podía ir en paralelo con unas jugosas transacciones mercantiles, de tal manera que el emperador hiciera un par de bingos al alimón.
Tras larga travesía, en Sevilla presenta credenciales ante los alucinados locales que no salían de su asombro al ver tanta coleta arrebujada y negras faldas de milimétrica factura. Los hieráticos nipones, tras entregar su carta de intenciones al alcalde local, hicieron una notable e impactante demostración de sus habilidades con la katana y el wakizashi (espada larga y corta) mientras una docena de arqueros hacían las delicias de un impresionado público.
Tras dotar la Casa de Contratacion a la expedición de mil ducados del ala para gastos de representación y menudencias, este budista de obediencia samurái acabaría bañado copiosamente con el agua bautismal en el Monasterio de las Descalzas Reales. Allá estaban presentes el pusilánime Felipe III, el Duque de Lerma –el mayor corrupto de la historia de España–, valido del primero, y la plana mayor de la nobleza capitalina, el no va más del dejarse ver.
Pero había un conflicto semántico entre la carta formal y llena de florituras verbales, y la más prosaica que se centraba en las verdaderas intenciones de los isleños que reclamaban transferencias tecnológicas en el sector naval, pilotos y entrenamiento en navegación, a cambio de unas vagas promesas y la exclusiva en la adjudicación del monopolio del comercio con el Imperio del Sol naciente.
Este verso corto y explícito de un Tanka más largo y de idéntico mensaje en su conjunto, albergaba la esperanza de la renovación de una cultura del conocimiento espiritual muy arraigada en el espíritu nipón, que en la sutil criptografía de la añorada esperanza encerrada en sus difusos versos, volaba hacia el occidente cultural de entonces con la idea de una renovación enriquecedora.
Los nipones, que estaban empeñados en hacerse conocer, emprendieron la construcción de un galeón de 500 toneladas y bella factura diseñado a partir de unos planos españoles proporcionados por unos portugueses que habían decidido afincarse en las islas, abrasados por la inevitable seducción de unas féminas locales. Era el año 1613 y esta marinera nave de soberbio porte sería bautizada como la San Juan Bautista. El 28 de octubre partía desde la costa nororiental en la bahía de Tsukinoura con un gran contingente de japoneses y unos cuarenta portugueses y españoles como experta tripulación en la travesía del Pacifico hacia Acapulco.
El piloto extremeño, Sebastián Vizcaíno, era un elemento de armas tomar con unos modales menos que nulos, que ya había creado más de un conflicto formal con las autoridades locales, generando fricciones innecesarias ante una actitud manifiestamente hospitalaria por parte de los nativos. Lo único que le interesaba de Japón, eran las presuntas riquezas que el fantasioso Marco Polo había descrito profusamente en su periplo hacia Cipango.
Los hieráticos nipones, tras entregar su carta de intenciones al alcalde, hicieron una impactante demostración de sus habilidades con la katana
Pero el alma de la expedición era el franciscano Luis de Sotelo. Este hombre de Dios era un visionario y se dio cuenta rápidamente que se podía hacer caja y superávit si una labor evangelizadora llevada con cautela y discreción podía ir en paralelo con unas jugosas transacciones mercantiles, de tal manera que el emperador hiciera un par de bingos al alimón.
Tras larga travesía, en Sevilla presenta credenciales ante los alucinados locales que no salían de su asombro al ver tanta coleta arrebujada y negras faldas de milimétrica factura. Los hieráticos nipones, tras entregar su carta de intenciones al alcalde local, hicieron una notable e impactante demostración de sus habilidades con la katana y el wakizashi (espada larga y corta) mientras una docena de arqueros hacían las delicias de un impresionado público.
Tras dotar la Casa de Contratacion a la expedición de mil ducados del ala para gastos de representación y menudencias, este budista de obediencia samurái acabaría bañado copiosamente con el agua bautismal en el Monasterio de las Descalzas Reales. Allá estaban presentes el pusilánime Felipe III, el Duque de Lerma –el mayor corrupto de la historia de España–, valido del primero, y la plana mayor de la nobleza capitalina, el no va más del dejarse ver.
Pero había un conflicto semántico entre la carta formal y llena de florituras verbales, y la más prosaica que se centraba en las verdaderas intenciones de los isleños que reclamaban transferencias tecnológicas en el sector naval, pilotos y entrenamiento en navegación, a cambio de unas vagas promesas y la exclusiva en la adjudicación del monopolio del comercio con el Imperio del Sol naciente.
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Mártires de una causa perdida
El taimado chorizo que era el Duque de Lerma, no veía beneficios claros e hizo una verónica de antología con remate por alto, por la que derivaba al Papa la decisión última. Mientras tanto los nipones, en aquel duro invierno de 1615 se estaban quedando como témpanos en el erial castellano.
Pero mientras la impericia política, la falta de redaños, la carencia de visión estratégica, y la pequeñez de los que convierten una baldosa en los límites de su propio universo, actuaban en paralelo con el tiempo y este a su vez operaba en contra de las reducidas dimensiones cerebrales de los poco talentosos cortesanos con capacidad ejecutiva que poblaban la estrechez de miras de la Corte española, un inglés con carácter y ambiciones ilimitadas hacía su agosto en Japón.
William Adams, excelente piloto con dotes contrastadas, le estaba dando al Shogun Tokugawa Ieyasu todo lo que el vaciado mental del Duque de Lerma les negaba. Adams compartió con la máxima autoridad nipona todos sus conocimientos de navegación y construcción de barcos y, en menos de diez años, los japoneses estaban repartiendo estopa a diestro y siniestro en los mares perimetrales al alcance de sus navíos.
El padre Sotelo volvería en secreto a Japón con la idea de seguir extendiendo su labor evangelizadora hasta más allá de los límites naturales de su vida física
Entretanto, la embajada japonesa convertida al cristianismo había recibido las duras noticias de las ejecuciones a destajo a las que se había aficionado el Shogun. Los jesuitas destacados en aquellas islas hablaban literalmente de la caza del hombre. Miles de cristianos perecerían a manos de los afanados locales en su ánimo depurador. Con este sombrío panorama, más de medio centenar de los componentes de la comitiva se quedaron en la población de Coria del Rio para los restos.
En 1620 el embajador que había recorrido doce países en misión diplomática y más de 40.000 millas náuticas, al alba de un luminoso amanecer de primavera se haría una discreta ceremonia de sepuku (hara kiri) como acto de obediencia suprema hacia su honorable amo y dueño de su destino por juramento de fidelidad.
El padre Sotelo volvería en secreto a Japón con la idea de seguir extendiendo su labor evangelizadora hasta más allá de los límites naturales de su vida física. Mártir de una causa perdida, una enorme pira de fuego devoraría el cuerpo de este incombustible hombre de arraigadas convicciones. Es probable que las almas de estos dos amigos cultivaran una intensa amistad en el mundo donde el silencio campa.
Fueron dos hombres de altura, dos iluminados en una época oscura, rodeados de mediocridad.
Pero mientras la impericia política, la falta de redaños, la carencia de visión estratégica, y la pequeñez de los que convierten una baldosa en los límites de su propio universo, actuaban en paralelo con el tiempo y este a su vez operaba en contra de las reducidas dimensiones cerebrales de los poco talentosos cortesanos con capacidad ejecutiva que poblaban la estrechez de miras de la Corte española, un inglés con carácter y ambiciones ilimitadas hacía su agosto en Japón.
William Adams, excelente piloto con dotes contrastadas, le estaba dando al Shogun Tokugawa Ieyasu todo lo que el vaciado mental del Duque de Lerma les negaba. Adams compartió con la máxima autoridad nipona todos sus conocimientos de navegación y construcción de barcos y, en menos de diez años, los japoneses estaban repartiendo estopa a diestro y siniestro en los mares perimetrales al alcance de sus navíos.
El padre Sotelo volvería en secreto a Japón con la idea de seguir extendiendo su labor evangelizadora hasta más allá de los límites naturales de su vida física
Entretanto, la embajada japonesa convertida al cristianismo había recibido las duras noticias de las ejecuciones a destajo a las que se había aficionado el Shogun. Los jesuitas destacados en aquellas islas hablaban literalmente de la caza del hombre. Miles de cristianos perecerían a manos de los afanados locales en su ánimo depurador. Con este sombrío panorama, más de medio centenar de los componentes de la comitiva se quedaron en la población de Coria del Rio para los restos.
En 1620 el embajador que había recorrido doce países en misión diplomática y más de 40.000 millas náuticas, al alba de un luminoso amanecer de primavera se haría una discreta ceremonia de sepuku (hara kiri) como acto de obediencia suprema hacia su honorable amo y dueño de su destino por juramento de fidelidad.
El padre Sotelo volvería en secreto a Japón con la idea de seguir extendiendo su labor evangelizadora hasta más allá de los límites naturales de su vida física. Mártir de una causa perdida, una enorme pira de fuego devoraría el cuerpo de este incombustible hombre de arraigadas convicciones. Es probable que las almas de estos dos amigos cultivaran una intensa amistad en el mundo donde el silencio campa.
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