El «glorioso» buque español que se enfrentó y humilló a doce navíos británicos en 1747
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El «glorioso» buque español que se enfrentó y humilló a doce navíos británicos en 1747
El capital Pedro Mesía de la Cerda comandó este mítico buque en la travesía desde América a España en la que tuvo que verse las caras con poderosas escuadras de las Royal Navy
Cabo de San Vicente, madrugada del 17 al 18 de agosto de 1747. Aun sabiendo que se encontraban en los últimos instantes de un combate en el que ya solo podían encontrar la derrota, con los mástiles y los aparejos destrozados, el casco agujereado, la cubierta sembrada de cadáveres y la sangre corriendo por el suelo, los supervivientes del San Ignacio de Loyola, conocido como el «Glorioso», no quisieron dejar de pelear hasta que gastaron su último proyectil al amanecer. El buque español perdió y quedó en un estado tan lastimoso que los británicos solo pudieron venderlo como chatarra, pero una chatarra que acababa de escribir una de las páginas más emocionantes y épicas de la historia de la Armada española.
Prueba de ello fue el respetuoso recibimiento que brindó el enemigo a los marinos españoles que no habían muerto, encabezados por el capitán Pedro Mesía de la Cerda, cuando subieron a bordo de los barcos de la Royal Navy. Eran casi héroes y los devolvieron a su patria vivos, sabiendo que acababan de enfrentarse y humillar con tan solo un buque a doce de sus navíos, hundiendo a dos y dejando prácticamente para el desguace a la mayoría de los otros.
La historia del mítico Glorioso comienza en 1738, cuando fue construido en los astilleros de La Habana con los planos de Antonio de Gaztañeta. Contaba con 70 cañones. Aunque se trataba de un barco robusto, lo cierto es que España no había alcanzado todavía su apogeo en lo que a la industria naval se refiere. Felipe V (1700-1746) había sentado las bases económicas que permitirían al marqués de la Ensenada a partir de ahora, con Fernando VI (1746-1758), impulsar la renovación de las fuerzas navales. Como le dijo este al Rey en una carta fechada precisamente un mes antes de partir el Glorioso hacia la aventura que les vamos a contar: «Yo no diré que pueda tener una marina que compita con la de Inglaterra en pocos años, porque, aunque hubiese caudales para hacerla, no hay gente para tripularla. Pero sí que es fácil tener el número de barcos que baste para que, unidos con los de Francia, se prive a los ingleses del dominio que han adquirido sobre el mar».
Poco antes, Mesía de la Cerda había recibido la orden de traer de América cuatro millones de pesos duros en plata con los que el monarca pretendía seguir sufragando la Guerra de Sucesión austriaca (1740-1748). El capitán cordobés llevaba dos años al mando de la nave. El viaje de ida transcurrió sin incidentes y, a principios de julio de 1747, el Glorioso iniciaba la travesía de vuelta con su tesoro a bordo y dos escuadras inglesas muy superiores esperándole en el Atlántico, tal y como cuenta Jorge Cerdá Crespo en «Conflictos coloniales: la guerra de los nueve años 1739-1748».
El primer combate se produjo el 26 de julio a la altura de las Azores. Un día antes, Mesía ya había avistado varias embarcaciones enemigas que no pudo reconocer en un primer instante debido a la niebla. Estaban escoltados por el navío Warwick, de 60 cañones, e incluían una fragata de 44 cañones (Lark) y un paquebote de 20, comandados todos por el capitán John Crookshanks, que vio en el solitario Glorioso una presa fácil.
En mitad de la noche salió con la fragata y disparó por sorpresa los primeros cañonazos. Combatió esta con valor y cumplió con su cometido de ocasionar desperfectos en los mástiles y las velas del enemigo, con el objetivo de que el buque español perdiera velocidad y fuera después alcanzado por el Warwick. Sin embargo, el Glorioso consiguió destrozar la arboladura y el casco de la fragata inglesa, hasta el punto de que no fueron capaces de tapar las múltiples vías abiertas y tardó pocos minutos en irse al fondo del océano. Visto y no visto.
Todavía era de noche cuando el Warwick tomó el relevo y ambos buques se vieron las caras. En un hábil movimiento, Pedro Mesía de la Cerda viró en redondo y se situó con la banda de estribor frente al navío británico. El primer ataque, una vez que el Glorioso se encontraba a una distancia suficiente, alcanzó de lleno al enemigo. Herido de muerte, el Warwick intentó continuar la batalla durante dos horas más, pero nada pudo hacer mientras trataba de arreglar los mástiles, las velas y el mastelero de trinquete, además de contener el agua que entraba por algunas grietas del casco.
Superado el primer escollo, el buque español continuó libre su travesía durante las dos siguientes semanas. En Inglaterra, la derrota sufrida fue tan vergonzosa que el capitán Crookshanks fue expulsado de la Armada, después de un consejo de guerra en el que fue acusado de negligencias en el combate contra unas fuerzas considerablemente inferiores y por su denegación de auxilio a la fragata Lark.
Los daños sufridos por el Glorioso, como le ocurriría a lo largo de toda esta heroica travesía, también fueron importantes: sus velas estaban agujereadas, se habían abierto vías de agua, se había perdido el bauprés y la parte del casco que no se encontraba sumergida sufría daños considerables. Todo fue reparado con la máxima urgencia para avanzar a toda vela hacia España. El botín era importante y debía llegar intacto a las arcas de Fernando VI.
El 14 de agosto, el Glorioso divisó por fin la costa de Finisterre, pero en medio de su camino se encontró de nuevo con una escuadra británica formada por el navío Oxford, de 50 cañones; la fragata Sorehan, de 24, y la corbeta Falcon, de 14. Al igual que le ocurrió al Warwick, todos estos barcos de la todopoderosa Royal Navy pensaron que el Glorioso sería presa fácil. No en vano, eran superiores en número de cañones, marinos y toneladas, pero también se equivocaron: enviaron otra vez en primer lugar a la fragata y a la corbeta, más ligeros y rápidos, para que causaran los suficientes destrozos como para que el Oxford pudiera alcanzarlo después y rematarlo.
Sin embargo, cuando los dos buques más pequeños se acercaron, Mesía de la Cerda les recibió con el fuego suficiente como para destrozar sus arboladuras y dejar sus cascos haciendo aguas por todos los lados. Estaban fuera de la batalla, más preocupados por no ir a pique, cuando el Oxford se acercó confiado. El Glorioso realizó entonces una maniobra arriesgada que hace tres años fue representada por el pintor Augusto Ferrer-Dalmau en uno de sus impresionantes cuadros de batallas («El último combate del Glorioso», realizado para ilustrar el libro sobre este buque histórico que escribió el capitán Agustín Pacheco Fernández).
Aquella maniobra de Mesía de la Cerda, un alarde impresionante de pericia marinera, sorprendió de tal manera al capitán enemigo que con ella obtuvo la victoria sobre el buque inglés poco después de abrir fuego. El Glorioso no tenía más enemigos en los que centrarse y pudo emplear todos sus cañones contra del Oxford, en un movimiento que dejó a los británicos humillados y obligados a batirse en retirada.
Dos días después, el buque español entraba orgulloso en el puerto de la localidad de Corcubión (A Coruña) con el tesoro intacto y la misión cumplida. Y de nuevo, los capitanes británicos fueron sometidos a consejos de guerra y castigados. Ya eran seis los barcos ingleses de la Royal Navy que el buque español había hundido o a los que había provocado daños severos en su camino. No parecía que hubiera nada que pudiera detenerle.
El Glorioso estuvo tan solo un día en Corcubión, lo suficiente como para hacer las reparaciones más urgentes antes de zarpar rápido hacia Ferrol el día 17 de agosto. Pero los daños eran tan importantes en lo que respecta a los aparejos, que no pudieron vencer los vientos en contra y decidieron dar media vuelta y dirigirse a Cádiz. Era la forma, además, de evitar a los barcos ingleses que merodeaban por aquellas aguas, sin saber todavía que acababan de cometer su mayor error.
Tras navegar todo el día sin incidentes rumbo al sur, el Glorioso se topó esta vez con una flota de cuatro fragatas corsarias inglesas a la altura de la bahía de Lagos, cerca del cabo de San Vicente: King George, Prince Frederick, Duke y Princess Amelia. Nombres que hicieron que fuera conocida con el sobrenombre de la «Royal Family» (Familia Real). Estaban comandadas por el comodoro George Walker y sumaban 120 cañones y 960 marinos. De nuevo superioridad.
Como todas las escuadras anteriores, los corsarios iniciaron una persecución contra el Glorioso. Sin embargo, el viento se detuvo y ambos barcos se quedaron sin poder avanzar, quietos, a distancia de cañonazo. Ni uno ni otro se atrevió a atacar primero, entre otras razones porque no consiguieron ver la bandera y averiguar la nacionalidad de sus visitantes. El King George y sus compatriotas, de hecho, tenían patente de corso para hacer la guerra a España, pero esperaron, mientras que Mesía de la Cerda ordenaba abrir las portas de la artillería de batería baja para abrir fuego ante el primer gesto hostil que detectara.
Cuando por la mañana volvió a levantarse el viento, ambos barcos se acercaron y descubrieron a qué país pertenecían los desconocidos vecinos, se inició el combate. Una vez más, el Glorioso daba buena cuenta de su puntería y dejaba al King George prácticamente destrozado en su primera andanada, con graves averías y multitud de heridos a bordo. Después de aquello, no les quedó más remedio que ser prudentes y alejarse al ver que las otras tres fragatas iban hacia ellos en búsqueda de venganza.
Durante la caza, apareció otro navío británico, el Russell, con 80 cañones. Poco después, el Darmouth, con 50 más. Ambos se unieron a la «Royal Family» para acabar de una vez con el maldito barco español. La fragata Prince Frederick comenzó recibiendo una soberana paliza del Glorioso, a pesar de que la superioridad inglesa era evidente. Pero lejos de amilanarse, Pedro Mesía de la Cerda ordenó maniobrar y abrir fuego como si no hubiera mañana.
Uno de los proyectiles alcanzó al Darmouth, provocando un incendio que debió alcanzar la santabárbara porque, minutos más tarde, el navío inglés saltaba por los aires y acababa con la vida de toda la tripulación, excepto doce o catorce marinos. Según se cuenta en «Rincones de historia española», de León Arsenal y Fernando Prado, entre los supervivientes había un joven teniente que acabó flotando en el agua y medio desnudo. Cuando fue resacatado por el Prince Frederick, comentó: «Sir, debe excusar la falta de mi uniforme al presentarme en un barco extraño, pero abandoné el mío con tanta prisa que no tuve tiempo de cambiarme».
Era el segundo buque inglés que el Glorioso hundía en pocas fechas, sin contar con los que había dejado con importantes daños. El Glorioso también se encontraba en serios problemas, con los mástiles y los aparejos prácticamente inutilizados, el casco agujereado y con 33 muertos y 130 heridos en su cubierta, a pesar de lo cual no dejó de pelear hasta que se quedó sin munición nueve horas después.
Fue al amanecer del 19 de agosto de 1747 cuando Pedro Mesía de la Cerda, acorralado también por la presencia del Duke y el Princess Amelia, ordenó arriar la bandera y rendir la nave, con el tesoro seguro ya en tierras españolas. Todos los marinos del Glorioso que habían sobrevivido a su odisea recibieron ascensos al regresar a casa. Y su capitán, nombrado jefe de escuadra primero, teniente general de la Mar después y, por último, virrey de Nueva Granada.
Cabo de San Vicente, madrugada del 17 al 18 de agosto de 1747. Aun sabiendo que se encontraban en los últimos instantes de un combate en el que ya solo podían encontrar la derrota, con los mástiles y los aparejos destrozados, el casco agujereado, la cubierta sembrada de cadáveres y la sangre corriendo por el suelo, los supervivientes del San Ignacio de Loyola, conocido como el «Glorioso», no quisieron dejar de pelear hasta que gastaron su último proyectil al amanecer. El buque español perdió y quedó en un estado tan lastimoso que los británicos solo pudieron venderlo como chatarra, pero una chatarra que acababa de escribir una de las páginas más emocionantes y épicas de la historia de la Armada española.
Prueba de ello fue el respetuoso recibimiento que brindó el enemigo a los marinos españoles que no habían muerto, encabezados por el capitán Pedro Mesía de la Cerda, cuando subieron a bordo de los barcos de la Royal Navy. Eran casi héroes y los devolvieron a su patria vivos, sabiendo que acababan de enfrentarse y humillar con tan solo un buque a doce de sus navíos, hundiendo a dos y dejando prácticamente para el desguace a la mayoría de los otros.
La historia del mítico Glorioso comienza en 1738, cuando fue construido en los astilleros de La Habana con los planos de Antonio de Gaztañeta. Contaba con 70 cañones. Aunque se trataba de un barco robusto, lo cierto es que España no había alcanzado todavía su apogeo en lo que a la industria naval se refiere. Felipe V (1700-1746) había sentado las bases económicas que permitirían al marqués de la Ensenada a partir de ahora, con Fernando VI (1746-1758), impulsar la renovación de las fuerzas navales. Como le dijo este al Rey en una carta fechada precisamente un mes antes de partir el Glorioso hacia la aventura que les vamos a contar: «Yo no diré que pueda tener una marina que compita con la de Inglaterra en pocos años, porque, aunque hubiese caudales para hacerla, no hay gente para tripularla. Pero sí que es fácil tener el número de barcos que baste para que, unidos con los de Francia, se prive a los ingleses del dominio que han adquirido sobre el mar».
Cuatro millones de pesos
Poco antes, Mesía de la Cerda había recibido la orden de traer de América cuatro millones de pesos duros en plata con los que el monarca pretendía seguir sufragando la Guerra de Sucesión austriaca (1740-1748). El capitán cordobés llevaba dos años al mando de la nave. El viaje de ida transcurrió sin incidentes y, a principios de julio de 1747, el Glorioso iniciaba la travesía de vuelta con su tesoro a bordo y dos escuadras inglesas muy superiores esperándole en el Atlántico, tal y como cuenta Jorge Cerdá Crespo en «Conflictos coloniales: la guerra de los nueve años 1739-1748».
El primer combate se produjo el 26 de julio a la altura de las Azores. Un día antes, Mesía ya había avistado varias embarcaciones enemigas que no pudo reconocer en un primer instante debido a la niebla. Estaban escoltados por el navío Warwick, de 60 cañones, e incluían una fragata de 44 cañones (Lark) y un paquebote de 20, comandados todos por el capitán John Crookshanks, que vio en el solitario Glorioso una presa fácil.
En mitad de la noche salió con la fragata y disparó por sorpresa los primeros cañonazos. Combatió esta con valor y cumplió con su cometido de ocasionar desperfectos en los mástiles y las velas del enemigo, con el objetivo de que el buque español perdiera velocidad y fuera después alcanzado por el Warwick. Sin embargo, el Glorioso consiguió destrozar la arboladura y el casco de la fragata inglesa, hasta el punto de que no fueron capaces de tapar las múltiples vías abiertas y tardó pocos minutos en irse al fondo del océano. Visto y no visto.
Todavía era de noche cuando el Warwick tomó el relevo y ambos buques se vieron las caras. En un hábil movimiento, Pedro Mesía de la Cerda viró en redondo y se situó con la banda de estribor frente al navío británico. El primer ataque, una vez que el Glorioso se encontraba a una distancia suficiente, alcanzó de lleno al enemigo. Herido de muerte, el Warwick intentó continuar la batalla durante dos horas más, pero nada pudo hacer mientras trataba de arreglar los mástiles, las velas y el mastelero de trinquete, además de contener el agua que entraba por algunas grietas del casco.
Superado el primer escollo, el buque español continuó libre su travesía durante las dos siguientes semanas. En Inglaterra, la derrota sufrida fue tan vergonzosa que el capitán Crookshanks fue expulsado de la Armada, después de un consejo de guerra en el que fue acusado de negligencias en el combate contra unas fuerzas considerablemente inferiores y por su denegación de auxilio a la fragata Lark.
Los daños sufridos por el Glorioso, como le ocurriría a lo largo de toda esta heroica travesía, también fueron importantes: sus velas estaban agujereadas, se habían abierto vías de agua, se había perdido el bauprés y la parte del casco que no se encontraba sumergida sufría daños considerables. Todo fue reparado con la máxima urgencia para avanzar a toda vela hacia España. El botín era importante y debía llegar intacto a las arcas de Fernando VI.
El 14 de agosto, el Glorioso divisó por fin la costa de Finisterre, pero en medio de su camino se encontró de nuevo con una escuadra británica formada por el navío Oxford, de 50 cañones; la fragata Sorehan, de 24, y la corbeta Falcon, de 14. Al igual que le ocurrió al Warwick, todos estos barcos de la todopoderosa Royal Navy pensaron que el Glorioso sería presa fácil. No en vano, eran superiores en número de cañones, marinos y toneladas, pero también se equivocaron: enviaron otra vez en primer lugar a la fragata y a la corbeta, más ligeros y rápidos, para que causaran los suficientes destrozos como para que el Oxford pudiera alcanzarlo después y rematarlo.
Sin embargo, cuando los dos buques más pequeños se acercaron, Mesía de la Cerda les recibió con el fuego suficiente como para destrozar sus arboladuras y dejar sus cascos haciendo aguas por todos los lados. Estaban fuera de la batalla, más preocupados por no ir a pique, cuando el Oxford se acercó confiado. El Glorioso realizó entonces una maniobra arriesgada que hace tres años fue representada por el pintor Augusto Ferrer-Dalmau en uno de sus impresionantes cuadros de batallas («El último combate del Glorioso», realizado para ilustrar el libro sobre este buque histórico que escribió el capitán Agustín Pacheco Fernández).
Aquella maniobra de Mesía de la Cerda, un alarde impresionante de pericia marinera, sorprendió de tal manera al capitán enemigo que con ella obtuvo la victoria sobre el buque inglés poco después de abrir fuego. El Glorioso no tenía más enemigos en los que centrarse y pudo emplear todos sus cañones contra del Oxford, en un movimiento que dejó a los británicos humillados y obligados a batirse en retirada.
Dos días después, el buque español entraba orgulloso en el puerto de la localidad de Corcubión (A Coruña) con el tesoro intacto y la misión cumplida. Y de nuevo, los capitanes británicos fueron sometidos a consejos de guerra y castigados. Ya eran seis los barcos ingleses de la Royal Navy que el buque español había hundido o a los que había provocado daños severos en su camino. No parecía que hubiera nada que pudiera detenerle.
La batalla final
El Glorioso estuvo tan solo un día en Corcubión, lo suficiente como para hacer las reparaciones más urgentes antes de zarpar rápido hacia Ferrol el día 17 de agosto. Pero los daños eran tan importantes en lo que respecta a los aparejos, que no pudieron vencer los vientos en contra y decidieron dar media vuelta y dirigirse a Cádiz. Era la forma, además, de evitar a los barcos ingleses que merodeaban por aquellas aguas, sin saber todavía que acababan de cometer su mayor error.
Tras navegar todo el día sin incidentes rumbo al sur, el Glorioso se topó esta vez con una flota de cuatro fragatas corsarias inglesas a la altura de la bahía de Lagos, cerca del cabo de San Vicente: King George, Prince Frederick, Duke y Princess Amelia. Nombres que hicieron que fuera conocida con el sobrenombre de la «Royal Family» (Familia Real). Estaban comandadas por el comodoro George Walker y sumaban 120 cañones y 960 marinos. De nuevo superioridad.
Como todas las escuadras anteriores, los corsarios iniciaron una persecución contra el Glorioso. Sin embargo, el viento se detuvo y ambos barcos se quedaron sin poder avanzar, quietos, a distancia de cañonazo. Ni uno ni otro se atrevió a atacar primero, entre otras razones porque no consiguieron ver la bandera y averiguar la nacionalidad de sus visitantes. El King George y sus compatriotas, de hecho, tenían patente de corso para hacer la guerra a España, pero esperaron, mientras que Mesía de la Cerda ordenaba abrir las portas de la artillería de batería baja para abrir fuego ante el primer gesto hostil que detectara.
Cuando por la mañana volvió a levantarse el viento, ambos barcos se acercaron y descubrieron a qué país pertenecían los desconocidos vecinos, se inició el combate. Una vez más, el Glorioso daba buena cuenta de su puntería y dejaba al King George prácticamente destrozado en su primera andanada, con graves averías y multitud de heridos a bordo. Después de aquello, no les quedó más remedio que ser prudentes y alejarse al ver que las otras tres fragatas iban hacia ellos en búsqueda de venganza.
Ascensos y recompensas
Durante la caza, apareció otro navío británico, el Russell, con 80 cañones. Poco después, el Darmouth, con 50 más. Ambos se unieron a la «Royal Family» para acabar de una vez con el maldito barco español. La fragata Prince Frederick comenzó recibiendo una soberana paliza del Glorioso, a pesar de que la superioridad inglesa era evidente. Pero lejos de amilanarse, Pedro Mesía de la Cerda ordenó maniobrar y abrir fuego como si no hubiera mañana.
Uno de los proyectiles alcanzó al Darmouth, provocando un incendio que debió alcanzar la santabárbara porque, minutos más tarde, el navío inglés saltaba por los aires y acababa con la vida de toda la tripulación, excepto doce o catorce marinos. Según se cuenta en «Rincones de historia española», de León Arsenal y Fernando Prado, entre los supervivientes había un joven teniente que acabó flotando en el agua y medio desnudo. Cuando fue resacatado por el Prince Frederick, comentó: «Sir, debe excusar la falta de mi uniforme al presentarme en un barco extraño, pero abandoné el mío con tanta prisa que no tuve tiempo de cambiarme».
Era el segundo buque inglés que el Glorioso hundía en pocas fechas, sin contar con los que había dejado con importantes daños. El Glorioso también se encontraba en serios problemas, con los mástiles y los aparejos prácticamente inutilizados, el casco agujereado y con 33 muertos y 130 heridos en su cubierta, a pesar de lo cual no dejó de pelear hasta que se quedó sin munición nueve horas después.
Fue al amanecer del 19 de agosto de 1747 cuando Pedro Mesía de la Cerda, acorralado también por la presencia del Duke y el Princess Amelia, ordenó arriar la bandera y rendir la nave, con el tesoro seguro ya en tierras españolas. Todos los marinos del Glorioso que habían sobrevivido a su odisea recibieron ascensos al regresar a casa. Y su capitán, nombrado jefe de escuadra primero, teniente general de la Mar después y, por último, virrey de Nueva Granada.
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El recurso vital que hizo de los navíos españoles del siglo XVIII la envidia de toda Europa
El cáñamo, el hierro y la madera formaban una 'tríada' de materiales estratégicos para la Real Armada y sus dos astilleros más destacados fueron Guarnizo y La Habana
La construcción naval española del siglo XVIII tenía a la madera como la materia prima más importante, puesto que, era la predominante en los navíos de línea, fragatas y embarcaciones menores. Junto a este recurso, el cáñamo y el hierro formaban una 'tríada' de materiales estratégicos para la Real Armada y sus dos astilleros más destacados fueron Guarnizo y La Habana.
El cántabro y el cubano eran destacados astilleros por su diseño naval, pero también por atesorar un enorme conocimiento sobre la corta y labra de la madera. Ambos compartían unos complejos sistemas para su provisión, sujetos a la severa normativa de la Corona. Guarnizo solía abastecerse de madera montañesa y burgalesa, roble y haya fundamentalmente, mientras que La Habana hacía lo propio con los enormes recursos forestales de Cuba.
El roble era el material principal del buque, ya que era usado en sus piezas estructurales, como quilla, cuadernas o baos, al tiempo que el más ligero pino era ideal por su resistencia y altura para la arboladura. Otros recursos como el haya se usaba para la motonería, es decir, el conjunto de poleas con las que se operaban los cabos –la jarcia de labor– usados en el arriado, izado y trimado de las velas.
Pero en la España ilustrada, la madera era algo más que la materia prima de los navíos de la Real Armada, mercantes o pesqueros. Era un recurso usado por toda la sociedad para la manufactura de herramientas, combustible o en la construcción de edificios. Esta circunstancia hacía que, desde la Secretaría de Marina, hubiera que trabajar en una normativa que los hiciera compatibles. En regiones como Cantabria, se vivía un conflicto entre las necesidades de Guarnizo, las Reales Fábricas de Liérganes y La Cavada, así como las del pueblo llano que variaban desde la leña para el invierno, hasta el carbón vegetal para las innumerables ferrerías.
Estos esfuerzos legislativos fueron cristalizando en unas avanzadas normativas para la protección del bosque, entre otras, la Ordenanza de Montes de 1748 impulsada por Ensenada. Gracias a esta Ordenanza, España sería capaz de cubrir la práctica totalidad de sus necesidades de roble para la construcción naval, siendo menos dependiente de las importaciones de terceras naciones. Dicho esto, veamos ahora el ejemplo de Guarnizo su gestión maderera durante la construcción del San Juan Nepomuceno y sus compañeros de serie de 74 cañones.
Estos seis navíos de dos puentes fueron eficazmente construidos en el astillero montañés gracias al complejo sistema de gestión maderera puesto en marcha por su asentista, el bilbaíno Manuel de Zubiría. Si bien los funcionarios de la Corona establecían las normativas técnicas y de gestión forestal, por ejemplo, era responsabilidad única de Francisco Gautier el diseño de todas y cada una de las piezas del navío como ingeniero jefe de la Real Armada, recaía en el asentista la selección, transporte y labra de la madera.
Entre 1764 y 1766, don Manuel escogería cortar los robles necesarios en Burgos, montes de Cornejo y Quintanilla del Rebollar, pero también en Cantabria, en las zonas del Real Valle de Cabuérniga, en el sur en torno a Reinosa y en las proximidades de Guarnizo y la bahía de Santander.
La cantidad cortada en los montes montañeses fue superior a los burgaleses, compartiendo ambas una continua supervisión por el intendente Manuel Carmona, enviado por la Secretaría de Marina.
Aunque hubo algunas cortas realizadas en fechas incorrectas, lo que era severamente castigado, en general fueron modélicas. La documentación de archivo explica que tenían que producirse en unas fechas determinadas para asegurar las propiedades de la madera, que luego era convenientemente preparada para asegurar su resistencia en el duro ambiente salino, por ejemplo, ser introducida en ‘piscinas’ de agua salada.
En ocasiones se producían serios debates en el seno de la Real Armada, quizá el más famoso sea el de la Junta de Constructores de 1754, respecto a si la madera podría ser la responsable de algunas malas experiencias en los navíos españoles, como fue el caso del de los de Jorge Juan. Sin embargo, los marinos, constructores e ingenieros siempre acaban concluyendo que la madera montañesa, burgalesa o cubana era de una calidad excepcional, siendo los problemas originados por el propio sistema de construcción en sí, bien fueran por problemas de resistencia estructural o de manufactura.
Fuente.
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