'¿Ni una hora podéis velar conmigo?'
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'¿Ni una hora podéis velar conmigo?'
Tambaleándose, se dirigió hacia donde estaban los tres apóstoles y, al llegar, hallándolos dormidos, dijo: “Simón, ¿duermes?".
VIGILIA DE JUEVES SANTO
"Se levantó. Las rodillas le temblaban tanto que apenas podían sostenerlo. Estaba pálido, su fisonomía completamente transformada, lívidos los labios y erizados los cabellos.Tambaleándose, se dirigió hacia donde estaban los tres apóstoles y, al llegar, hallándolos dormidos, juntó las manos,cayó de rodillas y, lleno de tristeza, dijo: “Simón, ¿duermes? ¿Ni siquiera una hora podíais velar conmigo?”.
Así fue, según vería más tarde la beata Ana Catalina Emmerick, el sufrimiento de Cristo en Getsemaní. Aquel huerto de olivos fue, quizá, el lugar que más soledad, angustia y miedo concentró nunca la historia de la Humanidad. Jesucristo sufría como hombre la espera de un final que, como Dios, sabía inevitable. Cargó entonces, explica la Iglesia, con todo el mal y el pecado del mundo.Y pidió ayuda: del cielo salió -contaba en sus visiones la mística Emmerick- un rayo luminoso. Era una procesión de ángeles que bajaba para consolarle y fortalecerle.
Pero también buscó el amparo humano: “Se llevó a Pedro, Santiago y Juan. Empezó a sentir horror y angustia y les dijo: ‘Me muero de tristeza. Quedaos aquí y estad en vela’”, escribe el evangelista Marcos. Aquel “estad en vela”, lejos de ser una súplica puntual en el tiempo y limitada a los apóstoles, fue una invitación de Jesús a los hombres de todos los tiempos para acompañarle en su sufrimiento. Porque de igual manera que allí, en aquel huerto de la Pasión, se agolparon los males del mundo, llegaron también las oraciones de todos los cristianos a lo ancho y largo de la historia de la Humanidad.
“Rezar ahora ante la presencia del Santísimo; velar y acompañar a Jesús en la noche que pasó detenido antes de ser crucificado, es rezar y velar con Él aquella víspera de su Pasión”, explican los sacerdotes de la madrileña iglesia de San Juan Crisóstomo, que mantiene sus puertas abiertas durante toda la noche del Jueves Santo para que los fieles puedan, por turnos, acompañar a Cristo en aquel momento de angustia. “La Iglesia orante desea vivamente velar con Jesús, no dejarlo solo en la noche del mundo, en la noche de la traición, en la noche de la indiferencia de muchos”.
Una noche en la que, según el relato de Emmerick, Jesús estaba arrodillado y oraba con serenidad al principio, para horrorizarse después ante los innumerables crímenes de los hombres y su ingratitud hacia Dios. “Yo vi”, cuenta la beata, “la caverna donde Él estaba de rodillas, llena de formas espantosas, toda la maldad, los vicios, todos los tormentos y todas las ingratitudes que oprimían al Salvador: el espanto de la muerte, el terror que sentía como hombre ante los padecimientos de la expiación, asediaban su Divina Persona bajo la forma de pavorosos espectros”.
Desde la puesta del sol
Entonces Jesús se levantó y ascendió como pudo desde la gruta hasta donde estaban los discípulos, a los que encontró dormidos. “Cuando, ya despiertos, lo vieron de aquel modo, descompuesto, pálido, tembloroso y empapado en sudor y oyeron su voz alterada y casi inaudible, no supieron qué pensar y, si no hubiera llegado a ellos rodeado de un halo de luz radiante, no lo hubiesen reconocido”. Volvió Cristo a la gruta y, entonces sí, “Pedro, Santiago y Juan se cubrieron la cabeza y empezaron a orar”.
Muchos años después, a finales del siglo XVII, Jesús se apareció a la religiosa santa Margarita María de Alacoque y le anunció que todas las noches de jueves a viernes participaría “de la mortal tristeza” que Él quiso padecer en el huerto de los olivos; una tristeza “más difícil de soportar que la propia muerte” y le pidió su compañía en aquella humilde plegaria. Después de este suceso, el papa Pío XI exhortó al ejercicio de la Hora Santa como un “obligado y amoroso recuerdo de las amargas penas que el Corazón de Jesús quiso soportar para la salvación de los hombres”.
Con carácter general, esta práctica puede realizarse desde la puesta del sol hasta su salida, aunque la hora más indicada es entre las diez y las doce de la noche de jueves a viernes. Ante el sagrario o en casa y sin más oraciones establecidas que la recomendación de reflexionar sobre los padecimientos de Jesús, la Hora Santa permite expiar los pecados.
Pero, sobre todo y de forma muy especial, la realizada el Jueves de Pasión pone al cristiano allí, al lado de Jesús, en el huerto de los olivos.
VIGILIA DE JUEVES SANTO
"Se levantó. Las rodillas le temblaban tanto que apenas podían sostenerlo. Estaba pálido, su fisonomía completamente transformada, lívidos los labios y erizados los cabellos.Tambaleándose, se dirigió hacia donde estaban los tres apóstoles y, al llegar, hallándolos dormidos, juntó las manos,cayó de rodillas y, lleno de tristeza, dijo: “Simón, ¿duermes? ¿Ni siquiera una hora podíais velar conmigo?”.
Así fue, según vería más tarde la beata Ana Catalina Emmerick, el sufrimiento de Cristo en Getsemaní. Aquel huerto de olivos fue, quizá, el lugar que más soledad, angustia y miedo concentró nunca la historia de la Humanidad. Jesucristo sufría como hombre la espera de un final que, como Dios, sabía inevitable. Cargó entonces, explica la Iglesia, con todo el mal y el pecado del mundo.Y pidió ayuda: del cielo salió -contaba en sus visiones la mística Emmerick- un rayo luminoso. Era una procesión de ángeles que bajaba para consolarle y fortalecerle.
Pero también buscó el amparo humano: “Se llevó a Pedro, Santiago y Juan. Empezó a sentir horror y angustia y les dijo: ‘Me muero de tristeza. Quedaos aquí y estad en vela’”, escribe el evangelista Marcos. Aquel “estad en vela”, lejos de ser una súplica puntual en el tiempo y limitada a los apóstoles, fue una invitación de Jesús a los hombres de todos los tiempos para acompañarle en su sufrimiento. Porque de igual manera que allí, en aquel huerto de la Pasión, se agolparon los males del mundo, llegaron también las oraciones de todos los cristianos a lo ancho y largo de la historia de la Humanidad.
“Rezar ahora ante la presencia del Santísimo; velar y acompañar a Jesús en la noche que pasó detenido antes de ser crucificado, es rezar y velar con Él aquella víspera de su Pasión”, explican los sacerdotes de la madrileña iglesia de San Juan Crisóstomo, que mantiene sus puertas abiertas durante toda la noche del Jueves Santo para que los fieles puedan, por turnos, acompañar a Cristo en aquel momento de angustia. “La Iglesia orante desea vivamente velar con Jesús, no dejarlo solo en la noche del mundo, en la noche de la traición, en la noche de la indiferencia de muchos”.
Una noche en la que, según el relato de Emmerick, Jesús estaba arrodillado y oraba con serenidad al principio, para horrorizarse después ante los innumerables crímenes de los hombres y su ingratitud hacia Dios. “Yo vi”, cuenta la beata, “la caverna donde Él estaba de rodillas, llena de formas espantosas, toda la maldad, los vicios, todos los tormentos y todas las ingratitudes que oprimían al Salvador: el espanto de la muerte, el terror que sentía como hombre ante los padecimientos de la expiación, asediaban su Divina Persona bajo la forma de pavorosos espectros”.
Desde la puesta del sol
Entonces Jesús se levantó y ascendió como pudo desde la gruta hasta donde estaban los discípulos, a los que encontró dormidos. “Cuando, ya despiertos, lo vieron de aquel modo, descompuesto, pálido, tembloroso y empapado en sudor y oyeron su voz alterada y casi inaudible, no supieron qué pensar y, si no hubiera llegado a ellos rodeado de un halo de luz radiante, no lo hubiesen reconocido”. Volvió Cristo a la gruta y, entonces sí, “Pedro, Santiago y Juan se cubrieron la cabeza y empezaron a orar”.
Muchos años después, a finales del siglo XVII, Jesús se apareció a la religiosa santa Margarita María de Alacoque y le anunció que todas las noches de jueves a viernes participaría “de la mortal tristeza” que Él quiso padecer en el huerto de los olivos; una tristeza “más difícil de soportar que la propia muerte” y le pidió su compañía en aquella humilde plegaria. Después de este suceso, el papa Pío XI exhortó al ejercicio de la Hora Santa como un “obligado y amoroso recuerdo de las amargas penas que el Corazón de Jesús quiso soportar para la salvación de los hombres”.
Con carácter general, esta práctica puede realizarse desde la puesta del sol hasta su salida, aunque la hora más indicada es entre las diez y las doce de la noche de jueves a viernes. Ante el sagrario o en casa y sin más oraciones establecidas que la recomendación de reflexionar sobre los padecimientos de Jesús, la Hora Santa permite expiar los pecados.
Pero, sobre todo y de forma muy especial, la realizada el Jueves de Pasión pone al cristiano allí, al lado de Jesús, en el huerto de los olivos.
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