La libertad de expresión asesinada por lo políticamente correcto
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La libertad de expresión asesinada por lo políticamente correcto
El sol se pone, lánguido, sobre el horizonte de la libertad de expresión y el derecho de cada uno de nosotros a decir lo que pensamos. Este verano de 2016 quedará en la memoria de todos no como el verano más tibio, o más caliente, sino como el verano en el que, tras meses (años) de orquestada campaña igualitarista empezó a bosquejarse el fin de uno de los derechos fundamentales de toda persona.
En España, los esfuerzos cordosanitarios y las altisonantes campañas buenistas unicorniales han conseguido aunar las fuerzas de izquierda con la negligente inacción del PP en un vórtex final en el que el enemigo somos todos. Todos los que no estén estrictamente del lado del mainstream, no me lo podrán negar, claramente colectivista y enajenante.
Las denominadas campañas contra el “discurso del odio”, orquestadas desde todos los altares sociales: ministerios, ONG’s, partidos, redes sociales y panfletos de barrio han sabido imponerse a pesar de ambigüedad se su mismísimo objeto: ¿de qué “odio” estamos hablando? ¿Son todos los “odios” iguales? ¿Qué es exactamente lo que no podemos “odiar”? El objetivo, nos dicen, es posicionarse con contundencia frente a la incitación a la ofensa, sin definir muy bien esta última, pero dejando claro que nada de lo escrito en los medios o en internet quedará sin leer-censurar-denunciar. Ejércitos de bots pululan en la red en busca del twitt “inadecuado”, el comentario “xenófobo” en Facebook o el artículo neoturboliberal “digno” de ser amordazado.
Todo aquello que “alguien” – incluso para un miembro de alguna checa autoconfigurada asambleariamente en un perdido foro de internet – considera que tiene pinta de ser odio, incitación o puesta en duda del mainstream, puede ser declarado como odio, incitación y puesta en duda del mainstream. Declaración de spam, denuncia en Twitter, bloqueo en Facebook, demonización de un blog, incluso denuncia ante algún tribunal que se preste. El umbral de lo “legal” definitivamente enmarcado en el dintel del “eso no lo queremos”, “eso no nos gusta”.
La ridícula pirueta intelectual, el funanbulismo mental necesario para redactar los titulares de buena parte de la prensa – no ya española, la europea también – cuando de presentar ciertas noticias se trata, es el precio a pagar tras haberse arrojado en caída libre por el abismo de la autocensura, abismo excavado en buena medida por esos mismos medios en su afán de gustar al poder.
No, no se trata del temor a incumplir una ley con artículos y párrafos, todavía no. Pero todos experimentaremos las consecuencias de la cada día más patente ausencia de luz sobre la libertad de expresión: ¿retuiteo esta frase? ¿le doy al “me gusta” este artículo? Lo notaremos siempre que vacilemos antes de escribir nada, no sea que hacerlo pudiese ser perjudicial y dañar la propia carrera profesional.
El miedo está ahí, el deseo de participar en una discusión abierta, que siempre debe ser la base para la toma de cualquier decisión que afecte a la mayoría, se desvanece. Como en los mejores tiempos de todas las notorias dictaduras, el debate se retira al sector privado y en los espacios seguros de personas afines.
Esto acaba de empezar.
En España, los esfuerzos cordosanitarios y las altisonantes campañas buenistas unicorniales han conseguido aunar las fuerzas de izquierda con la negligente inacción del PP en un vórtex final en el que el enemigo somos todos. Todos los que no estén estrictamente del lado del mainstream, no me lo podrán negar, claramente colectivista y enajenante.
Las denominadas campañas contra el “discurso del odio”, orquestadas desde todos los altares sociales: ministerios, ONG’s, partidos, redes sociales y panfletos de barrio han sabido imponerse a pesar de ambigüedad se su mismísimo objeto: ¿de qué “odio” estamos hablando? ¿Son todos los “odios” iguales? ¿Qué es exactamente lo que no podemos “odiar”? El objetivo, nos dicen, es posicionarse con contundencia frente a la incitación a la ofensa, sin definir muy bien esta última, pero dejando claro que nada de lo escrito en los medios o en internet quedará sin leer-censurar-denunciar. Ejércitos de bots pululan en la red en busca del twitt “inadecuado”, el comentario “xenófobo” en Facebook o el artículo neoturboliberal “digno” de ser amordazado.
Todo aquello que “alguien” – incluso para un miembro de alguna checa autoconfigurada asambleariamente en un perdido foro de internet – considera que tiene pinta de ser odio, incitación o puesta en duda del mainstream, puede ser declarado como odio, incitación y puesta en duda del mainstream. Declaración de spam, denuncia en Twitter, bloqueo en Facebook, demonización de un blog, incluso denuncia ante algún tribunal que se preste. El umbral de lo “legal” definitivamente enmarcado en el dintel del “eso no lo queremos”, “eso no nos gusta”.
La ridícula pirueta intelectual, el funanbulismo mental necesario para redactar los titulares de buena parte de la prensa – no ya española, la europea también – cuando de presentar ciertas noticias se trata, es el precio a pagar tras haberse arrojado en caída libre por el abismo de la autocensura, abismo excavado en buena medida por esos mismos medios en su afán de gustar al poder.
No, no se trata del temor a incumplir una ley con artículos y párrafos, todavía no. Pero todos experimentaremos las consecuencias de la cada día más patente ausencia de luz sobre la libertad de expresión: ¿retuiteo esta frase? ¿le doy al “me gusta” este artículo? Lo notaremos siempre que vacilemos antes de escribir nada, no sea que hacerlo pudiese ser perjudicial y dañar la propia carrera profesional.
El miedo está ahí, el deseo de participar en una discusión abierta, que siempre debe ser la base para la toma de cualquier decisión que afecte a la mayoría, se desvanece. Como en los mejores tiempos de todas las notorias dictaduras, el debate se retira al sector privado y en los espacios seguros de personas afines.
Esto acaba de empezar.
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